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lunes, 31 de marzo de 2014

AVISOS IMPORTANTES- FANTASMA SUSAN KAY

Seguramente, después de más de un año habrán notado mi enorme ausencia. Una gran disculpa porque la verdad he sido muy inconstante con este blog. El punto es pasar a avisar que el proyecto de Fantasma (Susan Kay) está en una especie de paro temporal, como el resto del blogger (¡Qué sorpresa!) Sin embargo estoy transcribiendo el libro para que ya no tenga faltas ortográficas y espero subirlo dentro de un tiempo como pdf o archivo eps; vía dropbox o 4shared. 
Y es que para mi es muy importante dar a conocer este libro, y pesé a que el blog anda muy abandonado, no cesan de llegarme periódicamente comentarios para que se los envíe a sus correos, así que manos a la obra. Nos vemos en unos meses, o semanas.
Saludos a todos, buenos deseos... y paciencia. 

Clair

domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 28)


Último capítulo del día, prometo traer más... -Clair.

5
Salimos para Teherán a la mañana siguiente, cogiendo el viejo camino de las caravanas
procedentes del Caspio, entre los encantadores barrancos y cañadas de los montes Elburz. Enormes
parras se entretejían como hilos de tapiz entre el revoltijo de las ramas de los árboles, que se apiñaban
muy juntos en aquella zona tan rica en bosques. Acampamos en un suelo cubierto de matas de fresas
salvajes y, por la noche, mientras oíamos el distante rugir de un tigre, vimos los ojos de un leopardo
pestañeando más allá de la luz de la hoguera.
Había nieve en la cumbre del volcán Demavend, el pico más alto de Persia y, aunque el puerto de
montaña aún estaba sometido a las ventiscas ya las traidoras avalanchas, que eran muy corrientes en
el invierno, un viento cruel atravesaba nuestra ropa de más abrigo y nos hacía inclinar las cabezas
contra la tormenta. Mis criados actuaron lo mejor posible bajo las difíciles circunstancias y todas las
noches cenamos ragout de cordero, kebabs 4y pilau 5 pero por entonces yo ya estaba harto del
camino. Cuando al fin nos acercamos a Teherán, la vista de la fea muralla de barro de la ciudad, de
las torres circulares y del foso de cuarenta pies, me alegró el corazón. Si hubiese sido el término de
una peregrinación a La Meca no hubiese sentido más alivio. Mi tarea estaba ya casi _erminada y
pronto me vería liberado de mi extraño e inquietante compañero, con el que, sin embargo, ya había
adoptado un trato menos ceremonioso.
Al pasar bajo una puerta adornada con azulejos vidriados y entrar en la ciudad interior, oí a Erik
protestar con repugnancia al ver las estrechas y mugrientas calles y los desagües sin cubrir.
-¡Qué suciedad! -dijo entre dientes con tristeza-. ¡Qué vergonzosa pobreza!
Yo me sentí inclinado a darle la razón, pero no quería criticar la avaricia y el derroche personal
del sah.
-Ciertamente -admití con tristeza-, la situación de la gente es de lamentar.
-La situación de la gente no es la cuestión -dijo fríamente-. Es la ciudad misma la que me
horripila. ¿No hay arquitectos en Persia?
-Hay sitios peores en el mundo -dije entre dientes.
4 Trocitos de carne sazonados y asados en espetones.
5 Arroz con carne o pescado y especias. Ambos son platos muy comunes en los países árabes.
-No muchos, daroga, no muchos. Éste es el más vergonzoso ejemplo de una capital que jamás he
visto... Toda su superficie es un hediondo muladar sin un solo edificio digno de que yo le preste
atención. Y eso es exactamente lo que le voy a decir al sah cuando le vea.
-¡Alá! -dije con convicción-. ¡Serás ejecutado antes del amanecer! -Sí..., quizá -asintió.
Le miré con desesperación.
-Si realmente tienes la intención de decirle eso, más te valdría moderar el1enguaje -metiéndome la
mano dentro de la chaqueta saqué una hoja de papel doblada y se la entregué-. Éstas son algunas de
las fórmulas para dirigirse a él... Te aconsejo que las estudies de memoria antes de tu audiencia.
Examinó el papel durante un momento y luego soltó una carcajada.
-"¡Saludos, oh Gloria del Mundo!" -dijo con un tono perversamente remilgado-. "¡Permitidme
que yo sea vuestro sacrificio, oh Sombra de Dios!" ¿Esperas honradamente que yo pronuncie esta
nauseabunda basura?
-Ya sé que quizá suene un poco absurdo para los oídos europeos... -Es peor que absurdo, daroga,
¡es un insulto a la inteligencia humana! -No es más que un formulismo de la corte -suspiré-. No
significa nada.
-Entonces, si no significa nada, no importará que no lo diga -respondió con enloquecedora lógica-
. No tengo la menor intención de arras-trarme como un ridículo gusano simplemente para satisfacer la
colosal vanidad de tu rey. Le hablaré con normal cortesía y nada más.
-Bueno, muy bien -dije con irritación-. Insiste en esta demencial infracción del protocolo si te
empeñas, pero al menos ten cuidado de llamarle siempre señor.
La risa se desvaneció de sus ojos sin previo aviso y la mirada que la sustituyó me dejó frío de
miedo.
-¡No hay ningún hombre en este mundo a quien yo volvería a conceder ese trato! espetó.
No me atreví a cuestionar aquella brusca declaración y continuamos el camino hacia el Arco, en
la parte norte de la ciudad, en un siniestro silencio.
Tan pronto como entramos en el complejo del palacio le perdí. En un momento dado estaba a mi
lado mientras caminábamos por el laberinto de estancias comunicadas entre sí, y al siguiente había
desaparecido; era sencillamente como si se hubiese filtrado por las paredes.
Por entonces aquel truco ya no me resultaba desconocido. Varias veces, durante nuestro largo y
aburrido viaje por Rusia, había llevado a cabo semejante fechoría, abandonándome, sin avisarme y sin
el menor remordimiento, en el momento en que le llamaba la atención algún detalle poco usual del
paisaje. En cierta ocasión le perdí durante más de una semana en el ramal Aktuba del Volga, donde
buena parte de las sesenta y cinco millas de la zona están cubiertas de ruinas antiguas. ¡Pero no podía
creer que se fuese a atrever a desaparecer entonces, a una escasa media hora de la cita fijada por el
sah!
Con un pánico y una furia que iban en aumento, rastreé todo el extenso edificio murmurando
entre dientes insultos que rara vez me sentía obligado a usar, y apelando a las partes más coloristas de
la anatomía de Dios en petición de ayuda. Pregunté a todos los guardianes y criados que cruzaba, pero
según parecía nadie había visto pasar a un hombre con una máscara; de haber sido así lo más seguro
es que lo hubiesen recordado.
Quitándome el kolah me enjugué el sudor de la frente con el revés de la mano.
¡Maldito seas, Erik! ¡Maldito seas! Cuando te eche las manos encima te voy a retorcer el
pescuezo por esto...
Mis frenéticos vagabundeas me llevaron eventualmente a la puerta de la Cámara del Consejo. No,
pensé, seguramente que no... no se atrevería...
Al abrir la pesada puerta de un empujón me detuve con consternación e incredulidad.
Erik estaba sentado en el trono del Pavo Real, arrancando con paciencia un brillante del conjunto
de piedras preciosas que decoraban el grandioso respaldo del sillón. Entonces me detuve para
observar con horrorizada fascinación, cómo se metía la mano en el bolsillo, sacaba un puñado de
pedazos de vidrio tallado y elegía uno para sustituir la joya que acababa de sustraer.
-¡Alá, ten piedad! -dije jadeando.
Se volvió para mirarme sin alarma ni sorpresa.
-Ah, ya estás ahí -comentó con calma como si me hubiese estado esperando-. ¿Querrías un
brillante..., un pequeño recuerdo para no olvidar nuestro feliz viaje juntos?
Alargué una mano para sostenerme contra la pared.
-Baja de ahí -dije débilmente-. ¡Si te descubren será el final para los dos!
En contestación tocó el mecanismo que hay en la parte posterior del trono y puso en marcha la
estrella de brillantes, que empezó a girar alocadamente, produciendo un calidoscopio de fulgurante s
rayos que me cegaron durante un momento.
-Hay rubíes y esmeraldas, naturalmente, si lo prefieres -continuó imperturbable-, pero serían más
difíciles de sustituir. Me sería mucho más conveniente que te decidieses por un brillante.
-¿Te has vuelto loco? -grité-. Por lo que más quieras, baja y vámonos de este salón antes de que
sea demasiado tarde.
-Oh, daroga -suspiró--, ¡qué cacho pedo más aburrido eres a veces!
Bajó lentamente los dos escalones decorados con salamandras y se detuvo a examinar una de las
siete patas, decoradas con piedras preciosas, que sostenían el estrado.
-Es una gran obra de arte -comentó locuazmente-. Tendré que volver después para examinarla con
más detenimiento.
-¡Si vuelves aquí alguna otra vez haré que te arresten! -espeté.
Entonces vino a ponerse a mi lado con aire pensativo.
-No creo que eso fuese muy inteligente, amigo...; realmente quizá encontrases difícil de explicar
una o dos cosas.
Mientras él hablaba yo noté algo duro y frío en la oreja y del orificio saqué el brillante que le había
visto en la mano unos minutos antes. Lo que quería decir estaba muy claro. Si me atrevía a contar lo
que sabía, fuera de aquella habitación, sencillamente me colocaría aquel diamante en mi persona de
nuevo sin el menor escrúpulo, y diría que yo era su cómplice.
Cuando vio que yo estaba mudo de furor, fue hacia la puerta y oteó el pasillo que partía de allí y en
el que no había nadie.
-Qué extraordinaria negligencia en cuanto a la vigilancia -dijo agradablemente-; encuentro
increíble la complacencia persa.
-¿Acaso justifica eso el robo? -pregunté.
-El robar a un ladrón no es un robo -dijo pausadamente.
De la manga le vi sacar mi reloj con su familiar cadena de bolsillo y echarle una breve mirada.
-¡Que llegamos tarde! -dijo severamente como si fuese culpa mía. Le seguí con la inquietud de un
delincuente medroso, sin atreverme a ver cuántos brillantes más faltaban de aquel trono.
Si yo hubiese sido católico supongo que me habría santiaguado...
El sah había acordado recibimos en el Gulistan, el enorme patio ajardinado que los europeos
llamaban La Rosaleda. Sus serpenteantes avenidas estaban flanqueadas por pinos, cipreses y álamos
para que protegiesen con su sombra del implacable sol, y todos los macizos, los depósitos y lagos
estaban separados unos de otros por caminos de grava. El agua corría perpetuamente bajo los
innumerables puentecillos de hierro revestidos con azulejos azules, y Erik se entusiasmó como un
niño al ver los numerosísimos peces, los elegantes cisnes y las ruidosas aves acuáticas.
-Los cisnes son feos cuando salen del huevo -dijo con envidia-, y, sin embargo, cuando crecen se
convierten en las aves más bellas y majestuosas...; ése es uno de los bonitos milagros de la vida,
¿verdad? Como la serpiente que muda la piel o el gusano que se transforma en mariposa. Eso es la
metamorfosis... -su voz se hizo suave y distante cuando continuó-: Sí..., ésa es la auténtica magia de la
vida..., pero es un secreto que jamás se ha revelado..., ni siquiera al décimo graduado de la Escuela de
Brujería. ¿Te gustaría que te convirtiesen en cisne, daroga?
Yo debí de parecer algo alarmado ante la perspectiva, porque de repente se echó a reír.
-No te preocupes -dijo con algo de tristeza-, si esa alquimia física estuviese realmente a mi
alcance no la malgastaría en ti.
-Vamos -dije, tirándole de la manga y mirando hacia atrás con preocupación-, no debes hacer
esperar al sah por más tiempo.
Delante de nosotros se vislumbraba un bello quiosco al abrigo de los árboles, y fue allí donde
encontramos a La Gloria del Mundo rodeado de sus felinos favoritos.
Las mimadas criaturas mostraron hacia mí su acostumbrada reacción ante los intrusos, un abanico
de comportamientos que oscilaba desde una suprema indiferencia hasta una franca hostilidad. Pero
despacio, uno a uno, fueron abandonando sus almohadones bordados para restregar la cabeza contra
las piernas de Erik. Se comportaron como los perros cuando saludan a un amo querido que vuelve,
acariciándole y compitiendo celosamente entre ellos por sus caricias. Yo me quedé asombrado ante
aquella exhibición sin precedentes, y, como pude apreciar, lo mismo le ocurrió al sah. Sin esperar a
los saludos de rigor, se levantó de la silla y se adelantó con indisimulada curiosidad.
-Extraordinario -se dijo entre dientes-, hasta ahora no había visto nunca semejante fenómeno...,
nunca. ¡Daroga! --con un movimiento rápido de la mano me indicó que me marchase-. Puedes
dejamos. Ven, amigo -continuó, volviéndose para dirigirse a Erik amablemente-, ven a pasear
conmigo por el jardín y déjame que te oiga hablar de esos extraordinarios dones por los que según
parece eres tan merecidamente famoso...
Anduve deambulando por los jardines un par de horas y finalmente vi a Erik volver solo por el
ancho camino que conducía al lago. Una vez más se detuvo para admirar los cisnes. Al acercarme
empezó a tirar pastelitos al agua y las aves introducían vorazmente en ella sus largos cuellos para
engullir la mezcla de cereales, miel y pistachos. A éstos les siguió el jengibre, luego pastas de azúcar
y delicias turcas, pero a mí lo que me interesaban eran las implicaciones de este juego paralelo. Si el
sah le había obsequiado con dulces en su primera audiencia, entonces tenía con toda certeza asegurado
su favor...
-¿Quién, por todos los demonios, es ese fúnebre ser de la máscara? -preguntó una voz sonora a mi
oído.
Volviéndome con rapidez me encontré al Gran Visir de pie a mi lado y un poco más allá su
pequeño grupo de aduladores, los obsequiosos pelotilleros que siempre se las arreglan para pegarse a
un hombre importante. Mirza Taqui Khan estaba casado con la hermana del sah y, en consecuencia,
en la corte todo el que no fuese ya su implacable enemigo le debía demostrar automáticamente su
deferencia. Era uno de los hombres más nobles e incorruptibles de Persia, demasiado honrado y
porfiado innatamente -pensaba yo con frecuencia- como para durar mucho tiempo en una corte en la
que el servilismo rastrero, los subterfugios y el cohecho descarado eran los primeros requisitos para
sobrevivir. No se recataba en condenar las ancestrales tradiciones de corrupción, y su firme decisión
de empujar a Persia hacia el mundo moderno ya le había obligado a pisotear a muchos. Principillos de
Poca monta, como yo, habían visto reducidos sus honorarios de acuerdo con las radicales economías
del Gran Visir. Estaba en el proceso de fundar una escuela donde lo mejor del conocimiento científico
europeo pudiese ser de gran utilidad militar, y no parecía importarle a quién ofendía en su incesante
búsqueda de financiación de aquel valioso hijo del ingenio. Manteniéndose alegremente ignorante de
que iba en aumento el número de los que le deseaban mal, continuaba diciendo en todo momento lo
que pensaba, confiado en que su posición real siempre le serviría de protección. No me sorprendió,
por tanto, que no se molestase entonces en bajar la voz al mirar a Erik despectivamente.
-Es el nuevo mago, excelencia --dije quedamente, esperando que cogiese la alusión por lo bajo de
mi voz. Yo sabía que Erik poseía el oído, así como la vista, de un gato y que solía oír lo que resultaba
inaudible para el ser humano normal.
-¿Mago? --dijo el primer ministro con desaprobación-. Ah, sí..., me parece recordar haber oído
hace algún tiempo ciertas pamplinas sobre un hombre que hacía milagros. Te enviaron a buscarle, ¿no
es así, Nadir? ¡Otro absurdo despilfarro que habrá que cargar al erario público, supongo! ¡No me
digas que ha valido la pena el gasto de ese ridículo viaje!
-Tiene algunos poderes sorprendentes, excelencia --dije con cautela.
-¿De verdad? Bueno, pues estoy encantado de saberlo. Ya era hora de que la kanum adquiriese un
nuevo juguete que la mantenga ocupada y le aparte la mente de los asuntos de su hijo. No trae nunca
nada bueno que una mujer se meta en política, sabes. Confío que ese pellejo con huesos sea capaz de
divertirla el tiempo suficiente como para que yo pueda ocuparme de los asuntos serios del reino.
Estoy seguro de que será un perfecto charlatán como todos los demás, pero de momento puede
resultar de utilidad. Qué manos tan extrañas tiene, ¡casi me ponen carne de gallina! Uno más bien
espera que sepa guardárselas...; realmente ya tenemos más que suficientes pederastas en la corte, ¿no
os parece, amigos?
Las risas se sucedieron por parte de sus ayudantes, y cuando el vistoso grupo continuó su camino
por los jardines en busca del sah, Erik vino a reunirse conmigo en un silencio que nada bueno
auguraba y que disipaba la última esperanza que yo hubiese podido abrigar de su ignorancia. Supe en
cuanto le miré que había oído hasta la última palabra.
-A lo mejor te gustaría ver la pajarería --dije con inquietud.
-Ya he oído graznar a suficientes pavos reales para una tarde- dijo entre dientes-. ¿Quién era ése?
-El Gran Visir -admití con tristeza-, Mirza Taqui Khan.
-Gracias, ése es un nombre que tendré mucho gusto en recordar. ¿Doy por hecho que tiene
influencia?
-Es hermano del sah por matrimonio, y muchos respetan sus opiniones.
-Pero no la kanum -sugirió Erik astutamente-, o, si uno se atreve, ¿el joven?
-En alguna ocasión a habido ciertas herencias e opinión.
-¡Qué interesante! A lo mejor me resulta divertido seguir esas fricciones familiares más de
cerca..., desde la Cámara del Consejo tal vez.
-Erik...
-Sería agradable bañarse y poderse uno cambiar el atuendo fúnebre -interrumpió con frialdad-.
Quizá tengas la bondad de llevarme ahora a mi habitación.
Le lancé una mirada con inquietud mientras volvíamos al palacio; yo sospechaba que iba a
resultar un enemigo duro y despiadado, y no confiaba en el buen juicio del gran visir para ganárselo
tan al principio del juego.
Las habitaciones de Erik eran de las más bellas de la corte y yo percibí que la opulencia que se le
presentaba ante los ojos le había calmado.
Examinó el cuarto de baño de mármol blanco con satisfacción y volvió al diván turco a arreglarse
con airosa languidez. Aunque era penosamente delgado y angular, parecía incapaz de hacer un
movimiento precipitado o inelegante, y a veces resultaba virtualmente imposible seguir sus silenciosos
movimientos por una habitación. Era como un gato: podía estar aquí un momento y haberse
marchado al siguiente sin darse uno cuenta, y yo encontraba que esto era una cualidad inquietante.
-Estas habitaciones se reservan generalmente para los funcionarios del Estado -le advertí-. Debes
esperar que te surjan enemigos.
-Nunca espero otra cosa dijo con indiferencia.
-¿Qué hablaste con el sah? -pregunté con curiosidad.
-Entre otras cosas de la espantosa pobreza arquitectónica de esta ciudad.
Me quedé con la boca abierta.
-¿No se enfadó?
-No, le interesó bastante. Me ha pedido que le proyecte y le construya un palacio nuevo en las
afueras de Ashraf. Si le gusta el resultado se me permitirá reconstruir Teherán.
-jAlá! -dije suavemente en voz baja-. ¿Eres capaz de hacerlo?
-No hay nada que yo no sea capaz de hacer, si quiero.
-Pero, Erik, no puedes hacer aparecer un palacio entero...; eso requiere una formación profesional
y experiencia en la construcción.
-Yo ya he tenido toda la experiencia necesaria -dijo brevemente. -¿Estás seguro?
Saltó del sofá presa de alguna emoción violenta y perversa que yo encontré imposible de
comprender.
-Yo adquirí mis conocimientos con un gran maestro constructor! -espetó inesperadamente-. ¿Te
atreves a ponerlo en duda?
-No -me aparté de él con rapidez, consciente de que de repente el sudor me empezaba a resbalar
por las sienes-. No pongo en duda que sepas hacer todo lo que dices.
Pero seguía avanzando hacia mí y yo continuaba retrocediendo. Nunca había experimentado un
miedo tan primitivo y visceral y mi terror tenía algo de pánico demencial, pues no sabía por qué mis
palabras le habían enojado de manera tan incontrolada.
-Erik -jadeé-. Por lo que más quieras, te creo..., te creo, ¿no me oyes?
Se detuvo de golpe; las manos, que había alargado para agarrarme por la garganta, cayeron
lánguidamente a los lados y él se las miró con sombría perplejidad. De repente tuve la extraña
sensación de que estaba a punto de romper a llorar.
-Lo siento -dijo con cansancio, alejándose de mí-, tengo un genio que a veces es verdaderamente
inexcusable... Encuentro insultos incluso cuando no los hay. Se hace cada vez más difícil ser racional,
pretender que no oigo lo que dicen... ¡Vaya loco ignorante aquél del jardín!... Es a él a quien quiero
matar, no a ti..., no a ti. Tú no me has demostrado más que amabilidad...
Hizo un gesto de frustración hacia la máscara y se hundió en un silencio meditabundo. Al cabo de
un rato se dirigió hacia la ventana y se asomóabstraído, lo que me hizo preguntarme si se daría cuenta
de que yo estaba todavía allí. De repente vi que tenía en la mano lo que me pareció ser un compás de
plata, al que daba vueltas y vueltas con sus inquietos dedos.
-Me enseñó todo -le oí mascullar como en la lejanía-. ¡Todo! Y no puedo continuar
desperdiciando todo lo que me dio. Quiero construir algo bello, algo de lo que se hubiese sentido
orgulloso. Tiene que haber un motivo para estar en este mundo..., tiene que haber un motivo para
vivir...
Esperé con paciencia, contando con oír más, pero no volvió a hablar. Para entonces tenía la mano
vacía, el compás había desaparecido tan repentina y misteriosamente como había aparecido. Daba la
impresión de estar profundamente ensimismado mientras contemplaba allá abajo el Gulistan, y,
finalmente, pensando que podía ser una falta de sensibilidad y de cortesía el quedarme allí sin hacer
nada, salí silenciosamente del cuarto y le dejé solo.

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 27)

4

El pequeño navío que nos esperaba en el puerto de Astracán aún llevaba la bandera imperial, y la
vanidad de Erik se vio lo bastante satisfecha al verlo como para embarcarse sin protestar. Le prometí
que tendría intimidad durante la travesía... Le hubiese prometido la luna y las estrellas para llevarle
sin dificultades al mar Caspio, donde yo podía sentirme razonablemente seguro de que no podría
ingeniárselas para desaparecer.
La última etapa de nuestro viaje transcurrió misericordiosamente sin incidentes que reseñar y,
finalmente, avistamos la gran cadena de colinas de arena que bordea la costa de Mazanderán. Detrás
de ellas se encuentran las murdabas o aguas muertas, una interminable sucesión de lagunas de aguas
estancadas rodeadas por una tupida selva, pantanos y arenas movedizas. Todo tipo de reptiles se
revolcaban en aquellas ciénagas apestosas y nubes de mosquitos zumbaban incesantemente en el aire
pestilento. Las provincias marítimas constituían una condena a muerte para los europeos no
aclimatados, y, una vez que hubimos desembarcado, yo me apresuré al suave aire de Ashraf, donde el
dulce y familiar aroma de los cipreses nos esperaba para abrazamos.
Las pequeñas casas con los tejados inclinados, las amplias verandas y las ventanas con vidrieras
de colores, nunca me habían parecido tan bonitas y, aunque sabía que tendríamos que apresuramos
implacablemente hacia Teherán, donde estaba residiendo la corte, ni Alá en persona me habría podido
ordenar que continuase un paso más sin ver a mi hijo.
Si había esperado impresionar a Erik con la magnificencia de mi morada y mi ascendencia real,
pronto me decepcioné.
-Según tengo entendido, en Persia los príncipes superan en número a los camellos y a las pulgas -
comentó con seriedad.
Sentí que me sonrojaba. ¡Oh, Alá! Pero si apenas había puesto el pie en el país, ¿cómo había
conseguido desenterrar tan pronto el más maldito de los proverbios?
Durante un momento observó mi malestar con tranquilo regocijo. -No se preocupe, daroga -dijo
suavemente-, si alguna vez me veo en la necesidad de derramar sangre real, ahora al menos sé dónde
encontrarla.
Advertí la sonrisa que había detrás de la máscara y, a pesar de mi indignación, no pude evitar el
reírme con él.
-Tendréis que aprender a amordazaros la lengua en la corte -le advertí seriamente-. El ingenio
despiadado es un don peligroso.
-Trataré de recordar eso..., y entre tanto, fuera de bromas, me siento muy honrado de dormir bajo
su real techo esta noche.
Me conmovió su genuina cortesía, me sorprendió vede desprenderse de su fría y abrasiva
conducta y adoptar en su lugar los modales de un perfecto invitado, encantadoramente bien educado y
complaciente. Aquella invitación a mi casa parecía suponer algo profundamente significativo para él
y, de no haber sido por la máscara, podría casi haber pensado que estaba recibiendo a un joven
caballero de la misión británica.
Nos sentamos en la veranda tranquila y civilizadamente mientras mis intrigado s criados nos
servían kalians3, café y helados, y fue allí donde mi hijo nos encontró; mientras su criado permanecía
a cierta distancia, como excusándose, en espera de una reprimenda.
-¡Padre! ¡Has estado tanto tiempo fuera! ¡Creí que no ibas a volver nunca, nunca más!
Me solté del apremiante abrazo, que tanto había echado de menos, y puse al niño de nuevo de pie,
haciéndole mantenerse firme cuando parecía que iba a perder el equilibrio.
-Reza -le reprendí suavemente-, ésta no es manera de portarte ante los invitados.
Erik permaneció callado cuando el niño volvió su mirada vaga y errante hacia él.
-Que su corazón nunca se estreche, señor ---dijo con bastante respeto y, luego, con una repentina
explosión de entusiasmo, que ya no podía contenerse dentro de los límites del decoro, continuó--:
¡Oh, señor!, ¿sois de verdad el mago más grande del mundo entero?
-Algunos me lo han llamado.
La voz de Erik era curiosamente suave. Cogió la mano que el niño le tendía y, al agarrade, se la
volvió de manera que durante un momento pareció que le estaba estudiando la palma.
-¡Oh, por favor, dígame que me va a enseñar algo mágico antes de irse! Erik me echó una rápida
mirada interrogativa y yo me encogí de hombros con tristeza e indefensión.
-Me encantaría ---dijo amablemente-, y para ti, Reza, habrá algo muy especial, algo que no ha
escuchado ni escuchará nunca ningún oído humano...; no, ni siquiera el sah.
Yo vi la expresión de embeleso en ,el rostro de mi hijo al levantar instintivamente las manos
hacia donde manaba aquella voz extraordinaria.
-¿Me lo va a enseñar ahora, señor?
-Mañana -objetó Erik-, me temo que tendrá que ser mañana...¿Tendrás paciencia para esperar
hasta entonces?
-Reza, ¡te estás olvidando de tus maneras! ---desconcertado por la extraña comunión que advertía
entre ellos, hablé más severamente de lo que había pretendido-. Vuelve ahora a tus habitaciones y yo
iré a verte más tarde.
-Sí, padre -noté la dolida sorpresa en la voz de mi hijo mientras dejaba que su criado se lo llevase.
Se hizo un tenso silencio en el mirador al ausentarse Reza. Erik volvió a la silla de mimbre blanco
y examinó los posos de su café con extraña intensidad.
-¿Desde cuándo le falla la vista al chico? -preguntó bruscamente.
-Desde hace unos dieciocho meses.
-¿ Y la debilidad de los músculos le ha venido después?
3 Narguile o pipa en que fuman los orientales y en la que el humo del tabaco pasa a través de un vaso lleno de agua
perfumada.
-Sí -me bebí el café con dificultad-. Me han dicho que es una enfermedad infantil que superará
con el tiempo.
Erik suspiró al dejar la taza en la mesa.
-Éste es un mal progresivo y degenerativo, daroga.
Le miré fijamente.
-Entonces..., ¿no cree que recuperará la vista, después de todo?
-Me parece que no es algo que deba esperar ---dijo evasivamente-. y ahora tengo trabajo del que
ocuparme..., tal vez tenga la amabilidad de excusarme esta noche para la cena.
Hice una inclinación de cabeza y me quedé solo para meditar tristemente sobre las palabras de
Erik.
Mis criados me contaron que en su cuarto las luces estuvieron encendidas toda la noche, y que,
cuando eventualmente salió de sus habitaciones al día siguiente, llevaba una extraña figura que
parecía un muñeco.
Algo después yo mismo vi la figura en las habitaciones de Reza. No era un muñeco, sino un
autómata vestido de campesino ruso con un violín en una mano y el arco en la otra. Al verlo
inclinarse rígidamente desde la cintura y colocarse el violín bajo la barbilla, sonreí sin querer, y
esperé a que el sencillo gesto se repitiese. No había visto nunca tanta flexibilidad y elegancia en un
mecanismo de relojería.
-Es muy ingenioso... --empecé a decir, pero Reza me agarró el brazo apremiantemente.
-Espera, padre, no ha terminado todavía... ¡Escucha!
Cuando la figura empezó a tocar, balanceándose suavemente al ritmo de su propia melodía, me
quedé intrigado, pero aún no estupefacto, y me dije que estaba escuchando una complicada caja de
música... Un invento ingenioso, pero no pasmoso.
Al terminar la melodía Reza me dijo que aplaudiese.
-No volverá a tocar a no ser que lo hagamos -insistió con preocupación.
Disimulé una sonrisa. Erik, pensé divertido, qué incorregible actor eres.
Y aplaudí correctamente para complacer al niño.
Como la figura no se movió, di por hecho que se le había acabado la cuerda.
-Tienes que aplaudir con entusiasmo para satisfacer la insaciable vanidad de un artista -dijo Reza
severamente-. Eso es lo que me ha dicho Erik.
Perplejo junté las manos con más fuerza.
-¡Más fuerte! -dijo Reza con un toque de arrogancia en la voz que nunca le había oído--. ¡Más
fuerte, padre!
Me empezaron a doler las palmas de las manos, pero justo cuando estaba empezando a pensar que
ya había tenido bastante de aquella tontería infantil, el campesino saludó condescendiente con una
inclinación, se volvió a colocar el violín bajo la garganta y empezó a tocar una melodía distinta.
Repetí tres veces el proceso recomendado y la música fue diferente cada vez. Aunque me pareció
reconocer las mismas notas, sin embargo, el orden cambiaba sutilmente en cada ocasión, de manera
que resultaba virtualmente imposible determinar cuál era la frase original y cuál la ingeniosa
variación. Cuanto más trataba de averiguar el engaño, más frustrado y confuso me sentía ante mi
incapacidad de dominar mis dispersos sentidos.
Pero había al menos un sencillo truco que yo acabaría por encontrar. Erik, evidentemente, había
introducido algún tipo de efecto retardado en el mecanismo, y lo único que yo tenía que hacer era
esperar, sin aplaudir, y el ingenioso truquillo quedaría al descubierto volviendo a tocar. Estaba tan
decidido a poner el invento dentro del ámbito de mi comprensión, que no pensé ni por un momento en
la innecesaria desilusión que iba a ocasionar a mi hijo al revelarle aquel truco.
-No aplaudas -ordené de repente-. Veamos lo que sucede. Permanecimos esperando en el
resonante silencio. Sin aplausos, el curioso autómata se mantenía reservadamente mudo, y yo tuve la
impresión de que me estaba observando con algo del desprecio de su fabricante en la mirada.
-Ya te dije que no funcionaría! -dijo Reza hoscamente-. Te he dicho lo que Erik me advirtió.
-¡No quiero saber lo que Erik ha dicho! -grité de repente furioso a causa de la pronunciación
eslava que el niño daba a ese nombre-. Dame la llave y le volveré a dar cuerda.
-No hay ninguna llave.
-¡No seas absurdo, niño, tiene que haber una llave!
Levanté la figura de golpe y empecé a examinarla enfurecido, pero era exactamente como había
dicho Reza. No encontraba la forma de poder controlar aquel autómata, y me vi de repente invadido
por un feroz y estúpido afán de estrellarlo contra la pared con furia.
-¡Deja de sacudirlo! -dijo Reza sollozando--, lo vas a romper, padre... ¡Por favor! ¡Por favor,
devuélvemelo!
Fui recobrando el juicio lentamente y solté la figura que tenía agarrada demencialmente. ¡Oh,
Alá! ¿Qué me había sucedido para actuar como un niño alocado y petulante?
-Reza... -crucé la habitación precipitadamente hacia los almohadones del suelo, donde el niño se
había acurrucado para refugiarse con su valioso juguete-. Reza...
Volvió la cara hacia el otro lado y la metió entre los almohadones de satén, apartándome la mano.
Me quedé entonces anonadado por la inesperada repulsa, y aterrado al darme cuenta de cuán de
verdad me la merecía.
Salí de la habitación avergonzado y me apoyé en la puerta para volver a ganar la compostura. Al
cabo de un momento oí al niño aplaudir frenéticamente.
Y luego aquellas notas lentas y extrañamente enloquecedoras empezaron a sonar de nuevo...
Ya entrada la noche encontré a Erik sentado en el borde de la fuente del patio, pasando sus largos
dedos por el surtidor. Yo quería preguntarle cómo funcionaba el autómata, pero el recuerdo de mi
comportamiento, tan tremendamente irracional, de aquella tarde, me hizo guardar silencio.
Los mosquitos zumbaban de manera irritante en tomo a nosotros cuando aceptó un bol de sorbete
que le ofrecí.
-Su mujer ha muerto hace algún tiempo, ¿no es así? -dijo inesperadamente-. Puesto que no es
costumbre entre los de su fe el mantenerse monógamos, doy por hecho que la quería mucho.
Levanté la vista, escandalizado por la impertinencia de semejante comentario, pero me silenció la
extraordinaria compasión que había en los ojos de detrás de la máscara. Su mirada compasiva me
cortó la respiración con tanta eficacia como lo hubiese hecho un golpe en el bazo, y me llenó una vez
más de aquella terrible sensación de mal agüero. Entonces me di cuenta de que yo había empezado
a temblar.
-¿Se parece el niño a ella? -insistió con tristeza.
-Sí -mi voz fue un susurro, tenue y agudo, y, de repente, lo único que me apeteció fue salir
corriendo para huir de aquello.
-Lo siento mucho -dijo.
Y volviendo a poner el sorbete, que no había probado, en la mesa de mimbre, desapareció por una
de las altas ventanas que daban al jardín.
Permanecí sentado muy quieto mirándome fijamente las manos de piel olivácea que tenía en el
regazo. Si el médico personal del sah me hubiese dicho que mi hijo se estaba muriendo, me hubiese
negado a creerle; habría continuado aferrándome tenazmente a las últimas ramas de esperanza, como
un hombre a punto de ahogarse.
Pero no podía cerrar la mente al significado de la insinuación tan cuidadosamente velada de Erik;
no podía negar que tenía un conocimiento íntimo y espiritual de las cosas que estaba fuera del alcance
de mi simple entendimiento.
Mi hijo se estaba muriendo, y aquel hombre extraño y enmascarado --que mataba sin remorderle
la conciencia y al que no parecía afectarle ningún tipo de moralidad- estaba conmovido y sentía
compasión por mi suerte.
Era, sin embargo, implacable, peligroso y escandalosamente amoral.
Pero me encontré con que ya no pensaba en él como en un monstruo despiadado y frío.
Permanecimos en Ashraf sin hacer nada muchos más días de lo que yo había tenido la intención
en un principio, pues me hallaba sumido en una desesperación que ya no admitía la urgencia, aunque
desagradase al sah. ¿Qué me importaba ya conservar mi puesto, el favor de que disfrutaba y mi mezquina
posición en la sociedad? ¿Qué me importaba ya nada? Pronto habría perdido todo lo que me
hacía amar la vida.
Mi amargo resentimiento se tradujo al fin en la violenta necesidad de una mujer: mandé venir a
una chica que me había satisfecho bien en el pasado y me perdí vehementemente en las suaves y
atractivas curvas de su cuerpo. No significaba nada para mí, pero me alivió físicamente: fueron unos
pocos momentos de delirante placer y bendito olvido que me permitieron funcionar como el hombre
que Alá había creado. Compadecía al hombre al que se le hubiese negado la posibilidad de calmar tan
sencilla y sana necesidad con una esposa, una concubina o incluso una prostituta. Mas cuando
pensaba en semejante hombre, mi mente instintivamente se apartaba y se negaba a pensar en el dolor
experimentado por otro. No quería pensar en lo que aquella cara inevitablemente habría negado a
Erik..., pues ya tenía yo mi propio dolor.
Reza se pasó aquellos pocos días casi enteramente en compañía de un mago cuya voz y
sorprendentes habilidades le tenían del todo hipnotizado. Se pasaba muchas horas seguidas sentado a
los pies de Erik, como un joven adicto en un fumadero de opio, pidiéndole descaradamente otra historia,
otra canción, y a mí me maravillaba el incansable buen humor de aquel hombre, que no se había
distinguido, ni mucho menos, por su ecuanimidad, guiando las manos del niño con toda la invisible
destreza de un hábil titiritero.
-Eso está bien..., eso está mucho mejor, Reza...; ahora se lo puedes demostrar a tu padre...
Las voces me pasaban de largo, resonando por las distintas recámaras de mi desdicha hasta que,
finalmente, acabé despertándome de aquel letargo de inactividad para anunciar nuestra marcha.
Yo no estaba preparado para la violenta reacción de Reza.
-¿Por qué tiene que irse tan pronto? ¿Por qué no puede quedarse un poco más?
-Reza, el sah ha ordenado su presencia en la corte..., ya lo sabes.
-Pero no tenéis que iras ahora, no inmediatamente...
-El sah...
-¡Odio al sah! -gritó Reza con vehemencia-. ¡Le odio!
Yo nunca había visto a mi hijo portarse así y me alarmó aquella explosión. Erik estaba mirando
por la ventana con los brazos cruzados bajo la capa y tuve la sensación de que, por una vez, estaba
desconcertado de verdad por lo que había precipitado.
Hice una señal a un criado, que andaba por allí, para que se llevase al niño inmediatamente a sus
habitaciones, pero tan pronto como el hombre le cogió por el hombro, Reza se tiró al suelo y empezó
a patalear en los baldosines con un ataque de rabia. Mi hijo, aquel niño tranquilo y bien educado, se
había convertido de repente en un salvaje, en un animalillo estúpido y alocado. Y yo me daba cuenta
con amargura de que no iba a ser capaz de controlarle sin recurrir a la indecorosa fuerza física.
-¡Reza!
La voz de la ventana era inconmensurablemente suave, poco más que un respiro susurrado y, sin
embargo, se dejó oír por encima del desagradable ataque de histerismo del niño, y al instante se hizo
un silencio en la solea da cámara de paredes blancas.
-Ven a mí.
En el tono melifluo y apacible se había deslizado una irresistible nota de mano. Mientras lo
contemplaba, Erik alargó una mano y pareció atraer al niño a su lado, desde el otro lado de la
habitación, con un solo gesto que impulsaba con aterradora fuerza.
Me di cuenta entonces de que yo estaba conteniendo la respiración con una especie de sombrío
horror. La misma voz que estaba manipulando la mente de mi hijo me mantenía a mí en una frígida
impotencia que me impedía del todo cualquier posibilidad de intervenir; tenía la sensación de que me
habían drogado con una dosis masiva de jarabe de amapola.
Reza se había tranquilizadó del todo, aunque las lágrimas aún le brillaban en las enrojecidas
mejillas.
-¿ Volverás? -susurró tímidamente.
Erik colocó un dedo esquelético bajo la barbilla del niño y le levantó
la cara hacia la luz.
-Volveré en cuanto me lo permitan mis deberes de la corte. Pero si lloras cuando me marche, tu
padre pronto me prohibirá que venga. Te has portado muy mal delante de él; ve y pídele que te
perdone.
El niño vino hacia mí como un autómata, con toda la humildad y deferencia que su amo le había
pedido, y yo le perdoné con gusto, en estúpida respuesta a aquel deseo superior no expresado.
Sin embargo, advertí el momento preciso en que Erik nos liberó de su dominio; fue como si se
cortase una corriente eléctrica invisible.
Aunque no hubiese sabido ya que era un implacable asesino, aquel día le habría reconocido como
el hombre más peligroso del mundo.

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 26)


3

Al volver la noche siguiente a tiempo para presenciar la representación, me quedé
verdaderamente asombrado por el espectáculo con que tropezaron mis ojos. jEra talla habilidad y el
desconcertante escamoteo de las manos que resultaba del todo increíble! Sentía vértigo porque
aquello era un verdadero ataque a mi sentido de la vista, y la cabeza me daba vueltas al ver que todas
mis ideas sobre la gravedad y el tiempo iban sucesivamente cayendo boca abajo o volviéndose del
revés. Todas las leyes que gobiernan el universo fueron desafiadas dentro de aquella carpa. Algunos
de los trucos ilusionistas eran verdaderamente sobrenaturales y, mucho antes de que terminase el
espectáculo, me quedé del todo convencido de que estaba en presencia de un genio, creado del fuego
más de dos mil años antes que Adán. Advertí preocupado que era zurdo. Todos los musulmanes saben
que el demonio es zurdo; eso es por lo que siempre tenemos cuidado de escupir hacia la izquierda.
Mis dedos buscaron instintivamente los amuletos q_e llevaba colgados del cuello: una mano abierta
hecha de plata y el ojo disecádo de una oveja que se mató en La Meca el día del gran sacrificio.
Ambos eran poderosos agentes protectores y yo nunca me había sentido tan necesitado de su
protección. Tuve cuidado de no cruzar la mirada directamente con aquel hombre, pues ya temía su
mal de ojo.
El gentío que había en la carpa se puso histérico al acabar la representación y empezó a avanzar
en tropel, regando el suelo de monedas y clamando por más maravillas, como niños ansiosos de ojos
desorbitados. Pero él se dio la vuelta y les dijo, con una nota de cansancio en la voz, que ya habían
visto todo lo que estaba dispuesto a enseñarles ese día.
No obstante, se negaban a marcharse. Cercándole como una manada de animales hambrientos,
empezaron a pedir, con creciente frenesí, que se quitase la máscara y les cantase.
-¡Enséñanos la cara! -gritaban-. jEnséñanos la cara, Erik, y déjanos oír cantar al demonio!
Él cerraba los delgados puños con crispación, en un acceso de ira, y yo pasé un momento de
auténtico miedo de que se negase a hacerlo, pues pensé que en ese caso me pisotearían, ya que a
continuación el populacho seguramente desataría una ola de peligrosa violencia.
Luego, sin previo aviso, abrió las manos y se quitó la máscara.
El silencio que se hizo fue pavoroso: era como si todos los que estaban en la carpa hubiesen
dejado de respirar. Yo estaba de pie muy cerca de él, lo bastante cerca como para bambolearme del
susto cuando aquel horripilante cráneo apareció ante mis ojos, que se me salían de las órbitas. El
comerciante en pieles de Samarkanda no había hablado nunca de esto; a lo mejor había temido quitar
con ello valor a una historia que ya era en sí más impresionante que la vida misma, pues quien no lo
hubiese visto no habría creído por supuesto en semejante espanto viviente. Yo no podía apartar los
ojos de él. Permanecí mirándole fijamente como un patán mal educado, horrorizado ante aquella fealdad
inhumana y sin igual que, en cierto sentido, hacía aún mucho más terrible el odio que emanaba de
sus hundidos ojos y el dolor que le retorcía los labios grotescamente deformes. En aquel momento tan
tenso, antes de que empezase a cantar, advertí su profundo y abrumador odio hacia la muchedumbre.
Y luego, cuando se me reveló la verdadera magia por primera vez, me olvidé de todo.
Nada de lo que había visto hasta entonces podía compararse con la asombrosa alquimia que
transformaba el sonido en oro líquido dentro de mis oídos y que me impulsó, como un rápido golpe
de mar, hacia el éxtasis, haciéndome salir de aquella mal iluminada carpa. Pues su canto era de amor
y, con cada matiz de su voz, yo veía a Rookheeya extendiendo las manos hacia mí a través del infinito
vacío que nos separaba. Cada palabra y cada nota nos acercaba más, nos acercaba tanto que me
encontré alargando los brazos para recibir su abrazo.
Luego volvió a hacerse el silencio y la visión había desaparecido.
Se me cerró la garganta y me eché a llorar, como muchos otros que también lloraban a mi
alrededor.
Al terminar la canción, el gentío fue saliendo de la carpa mudo de asombro... No podía haber
habido una sola persona allí presente que no se hubiese sentido hondamente conmovida y que no se
hubiese sumergido en una profunda meditación personal. Había conjurado todos los recuerdos tristes
de nuestra memoria humana y los había destilado haciéndolos alcanzar una cima de insufrible belleza.
Ninguna mente humana podría haber tolerado más dolor aquella noche; se había vengado de todos
nosotros.
Cuando la carpa quedó vacía, le vi volver a ponerse la máscara mecánicamente, con las manos
que le temblaban de emoción, y yo me preguntéqué terrible y angustiosa experiencia del pasado le
capacitaría para expresar el dolor con tanto refinamiento y exquisitez.
Un sorprendente cambio físico tuvo lugar tan pronto como dejó de verse su horripilante rostro. Se
le enderezaron los hombros y todo su cuerpo empezó a rezumar de nuevo la fuerza y el misterioso
poder que yo había percibido la noche anterior. Un momento antes había parecido un anciano;
después era como si se hubiese despojado de treinta años en otros tantos segundos, y yo nuevamente
me di cuenta de que estaba en la flor de la edad viril, probablemente fuese tan sólo unos años más
joven que yo.
-Usted ha venido en busca de su respuesta, supongo -dijo ceñudo, mientras yo continuaba
retrasándome intencionadamente alIado de la mesa cubierta de terciopelo.
-Os honrarán mucho en Persia -le recordé-. Todo lo que apetezcáis será vuestro.
-Nadie en este mundo puede darme lo que apetezco -dijo brevemente-, ni siquiera el sah de
Persia.
-Pero ¿vendréis conmigo?
Alzó los hombros con un gesto elegante y desdeñoso.
-Según parece -dijo, y se dio la vuelta para atizar el carbón del samovar.
El día siguiente coincidía con el final de la gran feria, y el éxodo de las masas de Nijni-Novgorod
empezó en serio. Por el momento no había pasajes en los barcos a ruedas, que iban llenos de
mercaderes ricos camino de sus casas, y lo mejor que pude encontrar para nuestro grupo fue un sitio a
bordo de una barcaza atestada de gente, de cajones de té y de balas de algodón.
Fuimos por el río hasta Kazán, y allí, por la mañana muy temprano, me lo encontré casualmente
descargando sus caballos con mucha decisión.
-¿Qué estáis haciendo? -pregunté alarmado-. Aún no hay que desembarcar.
-Tengo decidido no seguir viajando como un cajón de té -me dijo con calma-. Usted,
naturalmente, puede hacer exactamente lo que le plazca.
-¡No podéis decir en serio que pensáis ir hasta la orilla del Caspio por tierra! -dije con voz
entrecortada.
Me miró con indiferencia por encima de las crines del caballo.
-A lo mejor decido no continuar en absoluto. No me gusta verme confinado tan
desagradablemente cerca de la raza humana.
Percibiendo la derrota, hice todo lo posible por ser conciliador. -Admito que el viaje no ha sido
muy cómodo...
-La comodidad no tiene nada que ver con ello -dijo entre dientes. -Estoy casi seguro de que
podremos hacer transbordo a un barco de vapor en Samara, en cuyo caso llegaremos al Caspio en
cuestión de unos días.
-No me importa la velocidad -replicó secamente-, lo que me importa es la intimidad. Si es que
continúo este viaje, será por tierra.
Perdí la paciencia.
-Eso es ridículo -dije encolerizado--. ¡Ese viaje nos llevaría semanas..., semanas! ¿Cómo voy a
explicar ese imperdonable retraso al sah?
Extendió las manos con un arrogante gesto de indiferencia.
-A lo mejor en su lugar prefiere explicar su fracaso. Adiós, daroga...
¡Páselo bien el resto del viaje en este cajón flotante!
Al volverse para empezar a desembarcar sus caballos yo le cogí por la manga.
-¡Esperad! -sabía que si le dejaba desaparecer entonces, en Kazán no conseguiría localizarle por
segunda vez-. Dadme tiempo para arreglar la descarga de mis propias cosas y seguiremos como
queráis. Sin embargo, os advierto que no debe arriesgarse uno a desencadenar el enojo imperial tan a
la ligera. Al Rey de Reyes no le gusta que le hagan esperar.
-El Rey de Reyes debe aprender a tener paciencia -dijo Erik fríamente-, como todo el mundo.
Ésa fue la primera ocasión en que me doblegué a su caprichoso antojo..., la primera de muchas,
¡si lo hubiese sabido...!
Antes de marchamos de Kazán insistió en visitar el mausoleo que estaba a cerca de una milla en
las afueras de la ciudad. Puesto que yo ya había abandonado para entonces toda esperanza de volver
rápidamente a Persia -¡y porque no me fiaba de dejarle fuera de mi vista ni dos minutos!-, me vi
obligado a acompañarle por las húmedas y malolientes catacumbas para admirar los huesos de los que
habían perecido hacía tres siglos en el sitio de Kazán.
Los restos humanos me ponían nervioso y me quedé horrorizado cuando empezó a reunir los
restos de un esqueleto completo, hueso a hueso, y a metérselos en una bolsa.
-¿Para qué queréis eso? -le pregunté inquieto-. ¿No os lo iréis a llevar?
-Pues claro que sí -replicó con tranquilidad-. Pocas veces he visto un ejemplar tan bien
conservado. Mire..., se puede ver el sitio donde el cuchillo astilló la costilla al clavarse.
-¿Cómo podéis saber que fue un cuchillo?
-He disecado suficientes cadáveres de personas que murieron de heridas de cuchillo como para
saber que las señales son inconfundibles.
-¡Disecado! -me quedé mirándole asqueado-. ¿Que habéis llevado a cabo disecciones?
-De vez en cuando. Es la única manera de llegar a una auténtica comprensión del cuerpo humano.
Tengo un interés científico en la fisiología del horno sapiens...; tengo cierta curiosidad, comprende.
La forma en que habló de la raza humana era extrañamente inquietante. Era como si él no se
incluyese para nada en la especie. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y sentí un gran alivio cuando
volvimos a estar fuera, a la luz del sol. No le hice más preguntas. No quería enterarme de la clase de
hombre que era el que sacaba los esqueletos de las tumbas y disecaba cuerpos muertos para satisfacer
un "interés científico".
Varias veces, antes de marchamos de Kazán, me produjo una enorme pesadumbre con nuevas
pruebas de su total amoralidad. Al caminar con él una noche por las calles de aquella "pequeña
Moscú", me quedé horrorizado al observar que, cada vez que pasábamos alIado de un mercader
tártaro rico, una bolsa de cuero aparecía brevemente en la mano de Erik antes de pasar a algún
escondrijo oculto de su capa. Me daba la impresión de que aquellas bolsas saltaban a sus dedos tan
sólo por arte de magia, pues aunque le observaba muy de cerca, no pude nunca ver el momento en
queintroducía la mano sin el menor esfuerzo en algún bolsillo capaz. Más tarde empecé a comprender
que la única razón por la que yo había visto algo era porque él quería que lo viese. Parecía divertirle
el escandalizarme; sin embargo, debo admitir que, aunque su compañía era ciertamente muy
desconcertante, no era aburrida ni un solo momento, y yo me sentía como un niño bien educado
haciendo novillos en compañía de un perfecto pícaro. Cuando se ofreció a enseñanne el truco, en
realidad, vacilé un momento, sopesando las consecuencias si me cogiesen, antes de rehusar con una
declaración de justificada furia.
Pero la realidad se me reveló repentinamente una vez que hubimos dejado atrás el esplendor
tártaro de Kazán. Durante nuestra interminable marcha a través de los primitivos bosques que bordean
las orillas del Volga, pasémuchos momentos de inquietud. Éramos un grupo pequeño, del todo vulnerable
para las bandas de salteadores que vagaban por las orillas de los ríos en busca de temerarios e
incautos viajeros. Darius dormía con una pistola cargada alIado de su jergón y me persuadió a que
hiciese lo mismo. Pero Erik parecía totalmente indiferente ante el peligro, desapareciendo con frecuencia
él solo en la espesura del bosque, sin previo aviso y sin dar una explicación y permaneciendo
ausente del campamento durante varias noches.
Al conocerle más de cerca encontré que era irritable y veleidoso: no era nunca posible predecir su
genio o prevenir el momento en que el buen humor daba de repente paso al malo. Era propenso a
sufrir ataques de negra melancolía y, cuando le invadía esa disposición de ánimo, se retiraba a su
tienda y se negaba a seguir adelante, sin comer ni hablar durante varios días seguidos. Quien le
interrumpiese en ese momento arriesgaba seriamente su vida y corría un grave peligro, pues, como
pronto descubrimos, tenía un carácter muy violento e incontrolable. Y luego, igual de
inesperadamente, se volvía de nuevo divertido y sociable, exhibiendo su pasmosa destreza como
mago, músico y ventrilocuo, y dejándonos a todos pasmados con cada nueva prueba de su inagotable
ingenio. Cuando estaba de ese talante se quedaba a veces junto al fuego del campamento y satisfacía
mi curiosidad con historias de viajes exóticos. Según parecía, había vivido durante algún tiempo en la
mayoría de los países de Europa y Asia, y en la India había pasado una breve estancia entre los
místicos en el imperio de tiendas de campaña de Karak Khitan, que está situado al sur del Himalaya
occidental.
Era un narrador nato. De sus labios salían, con una intensidad y convicción que mantenían a sus
oyentes embelesados, extraordinarias leyendas. Aprendí más cosas de los secretos del mundo durante
aquellas semanas de viaje, que lo que podría haber aprendido durante toda una vida de estudios; pero
de su biografía averigüé muy poco. Nunca hablaba de la vida que tenía que haber llevado alguna vez
en los días anteriores a que se lanzase a errar por el mundo, impulsado por un insaciable y vehemente
deseo de conocimiento. Ocultaba el pasado lo mismo que ocultaba la cara, y hasta el más inocuo
intento de intromisión era recibido con hostilidad.
Llevábamos varias semanas viajando de esa fonna cuando el tiempo se volvió de repente contra
nosotros. Durante muchos días seguidos se amontonaban pesadas nubes sobre el Volga y la lluvia
caía a cántaros del cielo gris plomizo en una implacable cortina de agua que convertía el terreno, bajo
los cascos de nuestros caballos, en un barrizal intransitable. Nos empapábamos hasta los huesos
mientras cabalgábamos y por la noche resultaba imposible secar nuestras ropas ante los inadecuados
braseros de las carpas. El calor húmedo y tropical de Mazanderán parecía muy lejano, y con aquel frío
tan impropio de la época, y aquella racha de maldita lluvia, yo cogí un resfriado que me hacía toser
como un anciano. Para cuando llegamos a Kamichin, donde las tonnentas se intensificaron, haciendo
imposible seguir el viaje, yo estaba abrasando de fiebre.
Darius me tapó con las mantas más secas que pudo encontrar y pasé una noche espantosa oyendo
el incesante tamborileo de la lluvia sobre el cuero tirante de la carpa. Por la mañana tenía un dolor en
el pecho que era como si me atravesasen con un cuchillo cada vez que respiraba.
Seguía tratando de aspirar aire cuando inesperadamente apareció Erik en mi carpa, inclinándose
sobre mi jergón.
-Su criado me ha dicho que estaba enfenno -sus ojos me examinaron con perspicaz preocupación-
. ¿Desde cuándo tiene dolor al respirar?
-Desde hace unas horas -dije con resentimiento--. Este asqueroso clima y su terquedad son los
responsables.
Me puso una mano muy fría en la frente y yo jadeé ante su gélido tacto. No era una frialdad
natural, como la que yo podía haber atribuido, sin equivocanne, al tiempo, sino más bien el frío
sepulcral, el frío de la sangre helada que atribuimos a la muerte; una frialdad que se iba a mantener
incluso con el calor fiero de Mazanderán. Yo entonces aparté la cabeza de un contacto que tan
desagradablemente me recordaba el tránsitQ.
-Congestión de los pulmones -le oí munnurar-, voy a preparar una infusión que ayudará.
-Así que también sois médico -dije groseramente-. ¿No existe fin a vuestros innumerables
saberes?
Se levantó y me miró con extraordinaria calma.
-Tengo ciertos conocimientos de los que puede usted tener motivo de alegrarse...; pero, claro, si
prefiere fiarse de los remedios de su idiota de criado, eso desde luego es privilegio suyo.
Salió de mi carpa sin volver la vista hacia atrás y yo pennanecí miran
do las paredes de cuero con febril irritación. ¿Por qué había de fiarme de él? Era tan posible que me
envenenase como cualquier otra cosa, especialmente después de cómo le había insultado. No me
sentía dispuesto a someterme a unas dudosas curas gitanas. ¡Congestión de los pulmones! ¿Qué podía
saber él de eso?
Recuerdo muy poco de los días siguientes. Me sumergí en un reino de pesadillas febriles, a través
de las cuales no tuve más que una imprecisa conciencia de Darius cuidándome y de una forma oscura,
extraña y sin cara que, de vez en cuando, se inclinaba sobre mi jergón para reconvenirme con dureza.
-¡lnténtelo, maldita sea! ¡Yo no puedo hacer nada por usted si se entrega!
Cada vez que oía esa voz tenía un vago impulso de luchar y pegar a su dueño, y durante un breve
espacio de tiempo la oscuridad se apartaba de mí. Pero yo me estaba debilitando mucho y lo único
que realmente deseaba era dejarme ir sin esfuerzo hacia el acogedor olvido, hacia abajo, hacia abajo,
hacia la paz, donde Rookheeya me esperaba pacientemente.
Y luego había música...
Música suave y calmante como una cascada...; una música que me engatusaba el alma, a pesar de
su desgana, para que volviese a la luz con su dulce y tácita promesa.
Confía en mí, sígueme, déjame que te muestre el camino para llegar a su lado.
Yo creía en la música...; la seguía sin cuestionarla.
Y cuando me desperté en la semioscuridad de mi carpa, sin nada más
que Darius a mi lado, sollocé ante la crueldad de una tan diabólica decepción.
-Señor, advirtió que os despertaríais llorando, si es que os despertabais -dijo Darius en voz queda-
Dijo que no debía hacer caso y que os diese esto.
Darius me incorporó en el jergón y me hizo tragar un jarabe de sabor asqueroso.
Cuando volvió a tumbarme de nuevo, vi el Corán al lado de mi cabeza.
Y entonces supe lo cerca del paraíso que había estado.
Si la gravedad de mi enfermedad había preocupado a Erik, sin embargo, mi convalecencia
parecía, desde luego, aburrirle muchísimo, pues no volvió a acercarse a mí hasta que me pude poner
de pie. Y cuando traté de hacer alguna alusión a mi agradecimiento, no hizo más que reírse un tanto
desdeñosamente, Y me dijo que mi muerte le habría resultado de lo más inoportuna a esas alturas del
asunto.
Se quedó conmigo en aquella ocasión hasta bien entrada la noche, aprovechándose de mi
debilidad para ganarme una buena cantidad de dinero en sucesivas partidas de ajedrez. Pero, al final,
cuando se aburrió con mi poco inspirado juego, se puso de pie, guardó el tablero y me tiró sus
ganancias en la almohada. .
-¿Qué es esto? -pregunté sorprendido.
Se alzó de hombros.
-Está cansado, no fue un juego justo, Pero cuidado..., mañana triplicaremos las apuestas y créame
que no le voy a dar respiro.
Se volvió y salió de la carpa sin una palabra más, pero al irse el viento separó los faldones de la
puerta. Mientras me esforzaba por llegar a sujetados miré hacia fuera y vi cómo sucedía.
Un hombre con un traje de calmuco se lanzó sobre él desde la maleza con un cuchillo en la mano,
pero, antes de que yo pudiese pronunciar una palabra para avisarle, Erik ya se había vuelto contra su
asaltante como un gato salvaje.
Un fino lazo cruzó el aire agarrotando al intruso con una única sacudida rápida y violenta, con lo
que el hombre cayó muerto en el barro fangoso en un abrir y cerrar-los ojos. Me quedé mudo de
asombro por aquella rapidez de reflejos: fue una automática e inmisericorde reacción que traicionaba
todos los instintos de un animal de rapiña para el que matar es tan natural como respirar. Ya había
matado muchas veces: de aquel hecho se deducía que no podía haber la menor duda.
Mientras yo estaba en la entrada de mi carpa mirando boquiabierto de espanto, Erik se inclinó
para soltar el lazo, lo que llevó a cabo con un descuidado movimiento de los dedos, volviéndolo a
guardar en algún recoveco de la capa. Estaba del todo tranquilo e indiferente; si hubiese retorcido el
pescuezo de una gallina apenas podría haber demostrado menos emoción, y aquella calma mortal me
acobardó más que la despiadada e irreflexiva velocidad con que había matado.
Empujando el cadáver hacia un lado con el pie, levantó la vista y me vio allí mirándole fijamente
como un estúpido demente.
-Entre en la carpa, daroga -advertí cierta desaprobación en su voz-.Encontraré tremendamente
pesado tener que salvarle la vida por segunda vez.
Y con eso se dio la vuelta y desapareció en la circundante oscuridad.
Yo me volví a la cama profundamente impresionado y traté de reconciliarme con este nuevo y
desagradable descubrimiento.
Era no solamente el más grande de los magos, el más sorprendente de los ventnlocuos y el más
consumado de los músicos que jamás había visto. Era también el asesino que con más frialdad y
eficacia actuaba.
Únicamente el más loco suicida dejaría de tratarle con temeroso respeto.