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jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 17)

Hay... este capitulo personalmente se me hace casi doloroso... y es el último narrado por Erik en buen rato, que lo disfruten.

6
La noche era seca y tranquila, silenciosa excepto por el lejano vibrar de los violines y el suave
zumbido de los grillos en las crecidas hierbas. Enormes mariposas nocturnas se arremolinaban junto a
mi farol y saltaban de mi máscara cuando salí del recinto donde los gitanos bailaban con creciente
frenesí a medida que el licor iba corriendo con mayor largueza y las llamas de la hoguera del
campamento ascendían reflejándose contra el negro cielo español.
Cuando estuve seguro de que nadie podía verme, me arranqué la máscara y la tiré hacia la luna
creciente, que resplandecía pálida e indiferente ante mi arrebato de dolor. Luego me senté en el
polvoriento camino y examiné el pequeño frasco que había robado de la carpa de la vieja hechicera.
Contenía suficiente veneno como para envenenar al campamento entero... No quería cometer un error
en cuanto a la dosis.
Quitando el taponcillo de cristal, y comprobando el amargo; aroma que salía, vacilé. Tenía en la
mano --en mi mano de esqueleto-- el mágico talismán de la muerte, y lo que me impidió usarlo para
escapar de este abismo de desesperación fue la repentina e inoportuna reliquia de un recuerdo que creí
que había descartado hacía tiempo.
La lección del padre Mansart sobre los pecados mortales del asesinato y del suicidio me la había
inculcado a una edad en que la mayoría de los niños están luchando por aprender el credo. El
asesinato y el suicidio, me había dicho con severidad, eran crímenes parejos ante los ojos del Señor y
hacían caer una condena indiscriminada contra el que los perpetrase. El suicida yace en una sepultura
no consagrada y las puertas del cielo permanecen cerradas para él por toda la eternidad.
La vida no es nunca nuestra para arrebatarla, Erik. Si no recuerdas nada más de lo que te he
enseñado, al menos recuerda eso.
Estas fueron virtualmente las últimas palabras que me dirigió después del exorcismo, y yo le
había atravesado con la mirada, como sí no existiese, haciendo como que no oía una palabra de lo que
decía.
Pero ahora lo recordé, y fijé la vista con horror en el veneno que tenía en la mano. ¿Y si fuese
verdad que con esta acción cerraba la puerta de un sufrimiento tan sólo para abrir otra que condujese
a otro infinitamente peor..., y esta vez sin un fin natural?
Aterrado ante esa posibilidad, tiré el frasquito al suelo y contemplé cómo se tragaba la seca tierra
el líquido que iba saliendo poco a poco. Una sensación de desesperanza me invadió al agacharme
mecánicamente para recoger la máscara, pero antes de llegar a ponérmela de nuevo, me sobrecogió un
grito que se alzaba detrás de mí en la oscuridad.
Me detuve y escuché atentamente, y de nuevo se oyó la voz vacilante en la oscuridad, esta vez en
la forma de un apagado quejido de dolor. Avanzando instintivamente en la dirección del sonido, subí
a un montículo rocoso con decisión y osadía gracias a mis ojos de gato y a la agilidad especial que
había hecho que mi madre en cierta ocasión me comparase con un mono.
Del otro lado de las rocas, el farol me mostró un arrugado montón de faldas de vivos colores y
una bonita cara que me era conocida de verla en el fuego del campamento.
-¿Dunicha? -susurré.
Dirigió la vista hacia mí y gritó con una penetrante y violenta intensidad que me cogió
completamente por sorpresa; me había olvidado de momento que no llevaba puesta la máscara.
Sus chillidos me resonaron discordantes en todos los nervios del cuerpo y, de repente, me invadió
una furia ciega.
-¡Calla! -espeté, sacudiéndola violentamente por los delgados hombros-. ¡Deja de gritar de esa
manera o te haré todo el daño que temes y más!
Eso la silenció. Se tragó los gritos con una especie de entrecortado sollozo y se encogió
echándose hacia atrás cuando la agarré, como si fuese un conejo aterrorizado en las fauces de un
perro salvaje.
Luego la solté con desprecio.
-¿Dónde te has hecho daño? -pregunté con fría indiferencia.
Estaba temblando violentamente y los dientes le castañeaban de miedo, pero consiguió indicarme
el pie izquierdo, que vi que tenía flexionado en un ángulo antinatural.
-¿Me dejas verlo? -dije.
Estaba demasiado asustada como para negarse. Sobre mi indumentaria gitana aún llevaba puesta
la larga capa de mago que adoptaba para las representaciones. Al quitármela, corté una tira de la parte
inferior y luego le puse el resto del manto por los hombros, pues hacía un frío cortante bajo el claro
cielo de mediados de abril y tenía la piel fría y húmeda de la impresión. Nada más palparlo con los
dedos noté que se le había fracturado el hueso del tobillo y le inmovilicé la articulación lo mejor que
pude.
Se desvaneció cuando la toqué, aunque resultaba imposible saber si de dolor o simplemente de
terror. Esto ni me preocupó ni me sorprendió excesivamente y, en cualquier caso, hacía mi tarea
mucho más fácil.
Cuando hube terminado me senté en una roca cercana y esperé a que volviera en sí. La luz de mi
farol trazaba la curva de sus pechos y me vino un pensamiento a la mente que rápidamente aparté,
asqueado. No la toqué, y al cabo de un rato el urgente deseo de hacerlo me abandonó, quedándome de
nuevo tranquilo y frío, con un absoluto dominio de mi cuerpo. Aquel primer despertar del deseo de la
adolescencia fue muy agudo, pero transitorio, y me sentí curiosamente triunfante por haberlo
refrenado. De repente aquella chica despertó en mí cierta afectuosa disposición, pues me había hecho
comprender que nunca tendría que temer los estragos del amor. La lascivia no era nada especial, era
sencillamente una cometida de la sangre, un instinto animal que yo podía contener y controlar con el
mismo éxito con que controlaba mi voz. Aquella chica era bonita, pero yo no la amaba, así que a lo
mejor, después de todo, Dios había sido misericordioso y no me había hecho como a los otros chicos;
a lo mejor nunca me enamoraría de nadie. Una gran alegría y un gran alivio se agitaron dentro dé mí
ante esa idea, y empecé a desear que se despertase para poder comenzar a darle las gracias por aquel
maravilloso sentido de la liberación. La lascivia no era nada, y no la amaba. No la amaba y yo ya no
sentía la necesidad de morir a causa de un sufrimiento aplastante. Todo iba a arreglarse.
Abrió los ojos ante mi cara y rápidamente apartó la vista con un escalofrío.
-No te había visto nunca sin la máscara -susurró.
-¡De verdad! -algo de mi afectuosa gratitud se me marchitó, y con ello todo deseo de darle las
gracias-. Entonces debes de ser la única persona del campamento que no lo había hecho. Tal vez
debiera cobrarte por el privilegio de una sesión privada.
El miedo le volvió a los ojos. Yo suspiré y cogí la máscara que estaba en el suelo a mi lado y me
la volví a poner con un gesto que se había convertido en algo completamente natural para mí.
-No tienes nada que temer -dije pausadamente-, no voy a hacerte ningún daño. Nunca hago daño a
nadie.
-Pero dijiste..., antes..., dijiste...
-¡Oh, eso!¡alcé un poco los hombros con indiferencia-. Eso fue tan sólo porque me irritaste. Odio
que la gente me grite. Todas esas mujeres que gritan y se desmayan alrededor de mi jaula..., ¡no te
puedes imaginar lo que lo odio!
Se incorporó un poco, con los ojos todavía algo recelosos, fijos en mí, pero respirando con más
facilidad al disminuir su estúpido terror.
-Todo el mundo dice que eres un malvado, que trabajas como aprendiz para el demonio y que...
-¡y que cabalgo en un dragón! -terminé por ella irónicamente-. ¿Crees sinceramente que
permanecería con Javert si tuviese un dragón en el que cabalgar?
Sonrió tímidamente.
-Supongo que no. Qué extraño resulta hablarte como si... como si fueras como los demás.
Una oleada de frío malestar me pasó por encima y, de repente, tuve la desagradable sensación de
que me iba a echar a llorar..., ¡justo cuando acababa de pensar que había acabado con el llanto para
siempre! Aquel nimio e impensado comentario sin importancia hizo añicos mi calma y mi recién
encontrada resignación.
-¡Soy como los demás! -exploté indignado--. ¡Por dentro soy como todo el mundo! ¿Por qué había
de parecer eso tan extraño?
Se quedó callada mirándome fijamente con curiosidad, y me encontré con que ya no podía
sostenerle la mirada. No entendía lo que le estaba diciendo, pero al menos ya no le daba miedo. Y yo
suponía que eso ya era algo.
-¿Qué hacías aquí sola? -le pregunté al cabo de un momento--. ¿Porqué no estás en la celebración
de la boda?
Algo le pasó por la cara, una pasajera expresión de desafiante culpabilidad.
-¡Eso a ti qué te importa! -dijo bastante secamente.
La miré con verdadera incredulidad, pues de repente me di cuenta de que no podía haber más que
una explicación para su ausencia.
-¿Has tenido una cita con un amante? -dije muy bajito con temor-. ¿Un amante payo?
Me miró ferozmente.
-¿ y qué si ha sido así?
-Tu padre te pegará y te echará del campamento si se entera- dije preocupado. Sabía que una
gitana no podía cometer peor delito que el traicionar a su orgullosa raza con un payo. La mezcla de
sangre estaba muy mal vista.
Cuando desapareció repentinamente su agresivo envalentonamiento y rompió a llorar, yo no sabía
qué hacer.
-¿Dónde está tu amante? -pregunté algo inquieto-. ¿Por qué te ha dejado aquí sola? ¿Va a volver a
buscarte?
La cara se le contrajo de ira y golpeó el duro suelo con el puño cerrado.
-Me prometió que se casaría conmigo..., el so cerdo de español, ¡me lo prometió! ¡Oh, es verdad
lo que dicen de los payos que son unos asquerosos mentirosos! ¡Que el demonio lo abrase! ¡Le deseo
que su virilidad se le encoja y se le caiga la noche de bodas!
Yo me alegré de llevar puesta la máscara, pues notaba que me había puesto rojo como un
pimiento del azoramiento. Tres años entre los gitanos no me habían curtido lo suficiente como para
soportar su sana y descarada vulgaridad.
-¿Por qué me miras de esa manera? -me preguntó con hostilidad.
-No te miraba.
Me sentí rápidamente con ganas de disculparme, pues no solamente ya no me tenía miedo, sino
que ahora parecía recordar que me llevaba al menos cinco años. Una fría reserva se le había
introducido en la voz y, por minutos, me iba sintiendo cada vez más pequeño y más estúpido bajo su
despreciativa mirada.
-Saldrán pronto a buscarte -le dije-. No deben encontrarte aquí. Me agaché para darle la mano,
pero ella retrocedió con aversión.
-¡No me toques! --espetó inesperadamente-. ¡Si me tocas gritaré hasta que lo oiga todo el
campamento y vengan a buscarnos!
Me quedé anonadado. Habíamos charlado como seres humanos, y ahora, de repente, yo era de
nuevo un animal. Entonces, al mirarle a la cara a la luz del farol y ver una ladina y secreta sonrisa de
satisfacción esbozarse en sus labios, comprendí de súbito su intención.
-¡Nadie te creerá! -jadeé-. Nadie te creerá que fui yo quien te tentó para venir a este sitio.
-¡Oh, no me tentaste! -dijo con naturalidad-. Fui traída a la fuerza.
-¿Sin gritar? -pregunté con tembloroso sarcasmo-. ¿Sin un grito de protesta?
-Me desmayé... de terror -tenía la mirada fija en la lejanía, como si estuviese contemplando una
representación teatral que se estuviese celebrando delante de ella-. ¿Quién iba a poner en duda que
eso era la verdad?
Nadie, me dije a mí mismo con frío horror. Nadie dudaría de ella. Yo había cultivado la fama de
ser de una maldad desproporcionada para mi edad. Nadie iba a perder entonces el tiempo
preguntándose si no era demasiado joven para violar a una chica guapa.
Me aparté de ella, sacudiendo la cabeza lentamente con incredulidad, luego el pánico se apoderó
de mí y huí por donde había venido.
Sollozaba de rabia cuando llegué a mi carpa. Recogiendo los pocos bártulos que había acumulado
durante aquellos años, los metí de cualquier manera en un saco con una febril desesperación que
parecía estar curiosamente en contradicción con mi anterior desaliento suicida. Una vez que ella contase
su cuento, sabía que estaría condenado a muerte. Olvidando sus temores individuales, el
campamento entero se levantaría contra mí para vengarse de semejante violación. Yo ya no tenía
miedo a la muerte, pero era lo suficientemente infantil como para temer la prolongada tortura que
inevitablemente la precedería. Me harían cosas terribles..., cosas indescriptibles... Estaba tan
embebido en mi propio terror que no oí los pasos detrás de mí hasta que era demasiado tarde.
Una mano me cayó pesadamente en el hombro.
-Pero, bueno -me dijo al oído una voz conocida-, ¿qué es toda esa prisa? ¿Marcharse, abandonar
al querido Javert sin ni siquiera despedirse?
Me forzó a volverme para tenerme cara a cara, c1avándome los dedos en un sitio del cuello que
me produjo un dolor paralizador. La suave amenaza de su voz y la insolencia de su intensa mirada me
dejaron sin aliento de miedo.
-Te ibas sin una palabra de agradecimiento después de todo lo que he hecho por ti --continuó
seriamente-. Te he cuidado como a mi propia carne y sangre y ahora crees que puedes largarte como
si tal cosa. Oh, no, querido...; yo no lo creo así. No te puedes escapar del viejo Javert tan fácilmente.
Cuando la mano que tenía libre me arrancó los botones de la camisa di un grito sofocado del
susto. El vergonzoso y nefando horror que me había estado rondando como una bocanada de aire
fétido, había descendido tan inesperadamente que me quedé sin fuerzas para resistir su ímpetu.
Mientras le observaba quitarse el cinturón supe por instinto que esto no iba a ser una simple paliza...;
esto era algo espantoso que sobrepasaba mi imaginación.
Su mano se deslizó acariciante por mi cuerpo bajo la camisa abierta y yo me puse a temblar.
-Qué frío estás -se quejó--; tan frío como los muertos; es agua helada lo que te corre por las venas.
Pero no importa, pronto te calentaré.
-Por favor... -me libré de su mano con un movimiento brusco y él se echó a reír cuando me forzó
a echarme en el suelo.
Yo empecé entonces a luchar en serio, con una desesperación salvaje de la que no me hubiese
valido tan sólo para salvar la vida.
-Eso está mejor -dijo con una extraña satisfacción-. Eso está mucho mejor. Eres
sorprendentemente fuerte, ¿verdad? Ya veo que no podía haber retrasado mucho más esta última
lección. Nadie te va a desear nunca como te deseo yo... ¡Desde luego ninguna mujer! ¿Lo sabes? ¿Te
das cuenta del gran honor que estoy a punto de hacerte? No..., claro que no lo sabes, pues eres un
verdadero inocentón, a pesar de todos los cuentos que corren sobre ti alrededor del fuego del
campamento. Puro como la nieve recién caída, a pesar de todos tus inteligentes trucos. Bueno, pero
no por mucho más tiempo. Esto, querido, es el final de tu inocencia.
Me puso una mano sudorosa entre las piernas y entonces comprendí; no sabía cómo sería posible,
pero en lo más hondo de mi ser comprendí lo que me iba a suceder.
¡Violación!
¿Por qué había pensado yo que eso era un destino reservado exclusivamente a las mujeres?
Dejé de luchar y permanecí completamente quieto, observándole cómo tiraba su sucia
indumentaria a mi lado en el suelo.
-Ya veo que has decidido ser sensato ---comentó--. Eso está bien, así es como me gusta. Una
lucha sana para estimular el deseo... y luego un poco de adaptación.
-¿Qué tengo que hacer? -susurré apagadamente.
-Desnúdate y quítate la máscara, y luego... yo te enseñaré.
Me incorporé con cautela, controlando mi estúpido pánico; no podía hacer ningún movimiento
repentino, no podía hacer nada que pudiese alarmarle. Le vi relajarse visiblemente ante esta prueba de
mi fatigada resignación. Al volverse descuidadamente para quitarse las botas, cerré la mano en torno
a la empuñadura del cuchillo que sobresalía por debajo del cinturón que se había quitado.
Esperé justo lo suficiente para que se volviese de nuevo hacia mí y, entonces, le clavé el cuchillo
en la repugnante y fofa masa de carne que le cubría la garganta. Me quedé impresionado y
estremecido por la extraordinaria intensidad de mi placer al sentir el cuchillo deslizarse sin esfuerzo
entre las capas de la piel y clavarse hasta el mango; impresionado por registrar esa extraordinaria
sensación precisamente donde su indecente mano me había tocado.
Contemplé entonces cómo se le abombaban los ojos de incredulidad, cómo se le aflojaba la boca
y cómo le temblaba al dar una boqueada silenciosa, cómo se llevaba las manos al surtidor de sangre
que manaba de él cuando con toda calma saqué el cuchillo. Miré con fijeza el rojo torrente con una
sorpresa fría, desapasionada, casi indiferente; para mí era como si. hubiese reventado un pellejo de
vino. Había tiempo para asombrarse ante aquel curioso fenómeno... parecía haber tiempo de sobra.
Se puso de pie y trató desesperadamente de dirigirse, tambaleándose, hacia la faldilla de la puerta
de la carpa cuando le clavé el cuchillo en las costillas, esta vez tropezando molestamente con el
hueso.
Entonces me agarró las manos con las suyas al sacarle yo la hoja del cuchillo, pero la fuerza se le
iba agotando rápidamente y no pudo sujetarme. Me solté los brazos girando y hendí el cuchillo por
última vez, metiéndoselo de lleno en el agujero sangrante de la garganta.
Cayó como una piedra a mis pies, y yo me quedé mirando su mutilado cuerpo con jadeante
éxtasis, contemplando los estertores de su agonía sin el menor indicio de remordimiento o
repugnancia. Había sido tan fácil, y tan increíblemente satisfactorio, que apenas podía creer mi buena
suerte. Cinco minutos antes yo era un niño inocente y aterrado; ahora era un hombre con un asesinato
extraordinariamente bien hecho en mi haber.
Me sentí intoxicado de poder mientras limpiaba el cuchillo. en la camisa de Javert, luego lo metí
en el saco que aún estaba encima de mi jergón.
Tranquilamente, sin prisa, recogí el saco y me encaminé hacia su tienda, donde pronto localicé la
bolsa de cuero en la que guardaba las ganancias de mis actuaciones. No había ni sigilo ni miedo en la
forma en que crucé el campamento, y cogí, con calma, mi caballo favorito de entre los que estaban
atados. Ya no temía ser descubierto; no había un hombre que si me echaba las manos encima fuese a
sobrevivir para jactarse de ello. Me marchaba ahora porque había decidido marcharme; no me
marchaba porque temiese por mi seguridad, sino porque sentía desprecio por mi pasada debilidad, por
mis terrores infantiles y por mi sumisa desesperación.
El final de la inocencia...
Los límites de aquella insignificante y pequeña tribu de nómadas se me habían quedado
estrechos; ya no precisaba la dudosa protección de un malvado pervertido. Mi infancia había llegado
a su término y el mundo solicitaba mi singular talento. Acababa de empezar a explorar el vasto
imperio de mi mente y sus fronteras se me presentaban con la amplitud de un horizonte lejano. Quería
apurar toda nota de música jamás escrita, absorber toda la sabiduría del mundo, y dominar unas artes
que la humanidad aún no había concebido. Ya no precisaba límites..., donde los encontrase en el
futuro, los abatiría, forjando como consecuencia nuevos prodigios para sorprender a la pobre y
crédula humanidad. La creación - y la destrucción- serían las únicas aspiraciones que admitiría a
partir de entonces. Yo sería como Dios, una fuerza absoluta; por encima de toda duda..., por encima
de toda limitación.
El final de la inocencia.
Como Adán, había comido del árbol de la sabiduría, y había sido condenado, en consecuencia, a
errar por el mundo. Pero mi edén estaba plagado de crueles ortigas y perversas espinas... No
recordaba su pérdida con pesar. Las cadenas de la conciencia, con las que un cura párroco había
tratado de amarrarme, se habían quebrado sin posibilidad de ser recompuestas. Al perder el temor a la
muerte, había perdido todo respeto por las vidas de los demás. Aquella noche se me había hecho
evidente que la vida valía poco y que se consumía fácilmente, que era un pobre ser diurno que podía
extinguirse con la misma facilidad que la llama de una vela.
La muerte era el poder extremo y yo su ilusionado y complaciente aprendiz.
¡El asesinato no era más que otra técnica que yo había de dominar!

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 16)


5
Javert no era un gitano de nacimiento ni siquiera un poshratt, o media sangre. Era un chorody, un
nómada tolerado únicamente por su capacidad para dirigir los espectáculos, y pronto empecé a
comprender que, aunque viajaba con los gitanos, no pertenecía más que yo a su fuertemente trabada
comunidad.
En algún momento de su pasado había recibido una somerísima educación. A diferencia del resto
de la comunidad, sabía leer y, de vez en cuando, a través de las capas de su inherente vulgaridad
afioraban retazos sueltos de cultura. Fue Javert quien me contó la leyenda de Don Juan, y añadió el
nombre del gran conquistador a la extraña colección de motes con los que se deleitaba en llamarme.
Al principio era sencillamente otro insulto, no más hiriente que los demás, pero a medida que me fui
haciendo mayor y a estar más consciente de lo que iba implícito detrás de su burla, empecé a odiar el
nombre de Don Juan más que ningún otro.
Javert se pasaba la vida fanfarroneando de sus amantes y, sin embargo, no había ninguna mujer
que se acercase a su tienda. Como no era hermano de sangre de nadie, en el campamento no había
ningún padre que hubiese aceptado una donación de este hombre para casarse con su hija, y en mi
inocente ignorancia, sencillamente daba por hecho que ésa era la razón de que no tuviese mujer.
Una noche entró en mi tienda sin previo aviso, como solía hacer, y se inclinó sobre mí,
echándome asquerosos vapores alcohólicos en la cara. Al momento me di cuenta de que estaba
borracho..., y cuando estaba borracho era peligroso; sabía que tendría que tener cuidado.
-Trabajando..., siempre trabajando --comentó en tono poco amistoso, metiendo un dedo, bien
rechoncho, en el mecanismo de un nuevo truco que estaba en la mesa delante de mí-. ¡Qué cadaverito
tan trabajador eres!
Al cerrársele un muelle invisible en el dedo, recibí tal pescozón en la cabeza que me caí al suelo.
-¡Maldito seas! -dijo con irritación-. ¡Lo hiciste aposta! -¡Qué va! ---contesté airado, puesto que
por una vez estaba casualmente diciendo la verdad-. Fue un accidente.
-Sí, probablemente -dijo despectivamente-. Se te da muy bien lo de organizar accidentes,
¿verdad? Ya he notado que hay pequeños incidentes en abundancia cuando tú andas cerca.
Me quedé callado, preguntándome alarmado si realmente había adivinado de cuántos percances
era yo responsable. Aquella caída suya del caballo, por ejemplo; el inexplicable desplome de su
tienda, toda una serie de estúpidas e irritantes desgracias que yo había pensado que él sería incapaz de
relacionar conmigo.
Le miré a la cara, y me di cuenta con horror que sabía todo. Entonces esperé a que me cayese
encima el castigo.
No tuve que esperar mucho.
Bruscamente me arrancó la máscara de la cara, la cortó en pedazos con su temible cuchillo y me
tiró a mí los pedazos. Luego se me quedó mirando.
-¿No hay lágrimas? -frunció el ceño-. Me decepcionas, cadaverito. Y ciertamente ya sabrás que es
mejor no decepcionar al bueno de Javert.
Estiró el brazo y me abofeteó repetidas veces la cara con el revés de su enorme mano, pero yo
permanecí callado, mirándole fijamente con los ojos secos llenos de odio. Y, finalmente, recordando
que yo tenía que actuar esa noche, abandonó su intento de hacerme llorar.
-Al fin eres un hombre -dijo de mala gana-, ya no eres un mocoso llorón. Y lo siguiente supongo
que será que quieras un salario.
Juzgaba que era más seguro quedarme callado cuando me rondaba amenazadoramente. Había
aprendido a desconfiar de aquellos momentos de aparente generosidad: eran generalmente el preludio
de nuevos golpes y humillaciones.
-¿Cuántos años tienes? -preguntó inesperadamente.
-No sé -dije sin levantar la vista del suelo.
-¿Qué no sabes? -dijo bromeando de repente-. ¡Claro que tienes que tener una fecha de
nacimiento, como todo el mundo! O a lo mejor es que no naciste. A lo mejor es que saliste de un
huevo, como los lagartos. En mi memoria vi un espejo hacerse trizas, y empecé a temblar.
-No sé -dije con voz trémula-. Mi... ella..., nunca me hablaba de ello.
Se pasó la manga de la camisa por la nariz y sonrió, dejando al descubierto una fila de dientes
amarillos y mellados.
-Bueno, supongo que es que no habría nada que celebrar. Es un milagro que nadie te tirase al
fuego antes de que empezases a respirar. Pero yo diría que debes de tener once o doce ahora... ¿Te
parece más o menos justo a ti?
Dije que sí con la cabeza con cierta cautela, intrigado por saber adónde conduciría esta serie de
preguntas.
-Bueno, pues -continuó afablemente- dentro de un año o así, si sigues atrayendo estas multitudes,
a lo mejor me decido a pagarte un salario. Claro que dependería de si seguías dando satisfacción... en
la escena, y fuera de ella, si es que comprendes lo que quiero decir. Me gustan los chicos que saben
cómo demostrar su gratitud…por así decido.
Le miré sin comprender.
-No entiendo -susurré.
-No te preocupes, ¡ya lo entenderás! -se echó a reír y me dio unos cachetes juguetonamente
alrededor de la oreja-. Sí, lo comprenderás todo a su debido tiempo. Eres muy listo, eso te lo concedo,
a veces demasiado listo por tu propio bien, pero no sabes todo. Hay un par de cosas que puedo
enseñarte cuando me apetezca. Y si estás dispuesto a aprender, si estás dispuesto a complacer...,
bueno, pues a lo mejor encuentras que soy muy generoso.
Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero su tono y su actitud suave y casi felina me
dejaron helado de aprensión. Aquella curiosa amabilidad escondía una amenaza todavía desconocida,
por encima de lo que yo podía comprender, y tuve miedo de hacer más preguntas. Tuve la impresión
de que por una vez no quería saber las respuestas.
Se chupó el dedo que le sangraba, escupió en el suelo de tierra y se dirigió pausadamente hacia la
faldilla de la carpa. En la puerta se volvió para mirarme y en la cara tenía una expresión muy curiosa.
-Nunca he poseído un cadáver -dijo como meditando.
Y luego se fue, dejándome solo con mi ignorancia y mi miedo.
Yo esperé nervioso durante los meses siguientes para que aquel innombrado desastre no me
cogiese desprevenido, pero mi vida continuaba como antes y nada peor me acontecía que recibir las
palizas a las que ya estaba acostumbrado. Había aprendido a aceptar el dolor físico aparentando indiferencia.
Si mi actuación no era perfecta, si enojaba a mi amo con una palabra que accidentalmente
era inoportuna, yo sabía exactamente lo que esperar. Pero las heridas de la carne y los moratones se
me curaban rápidamente y tenía cuidado de no cometer un error más de una vez. Había aprendido
cómo sobrevivir.
En un momento dado, al año siguiente, cruzamos la frontera y entramos en España, dirigiéndonos
ininterrumpidamente hacia Cataluña. La feria anual de Verdú había sido un tradicional punto de
encuentro de los gitanos desde el siglo XIV, y en el campamento se respiraba un ambiente de contenida
agitación ante la perspectiva de emocionantes encuentros con los hermanos de sangre. Por la
noche las tiendas y los carromatos arrojaban a sus ocupantes en tomo al fuego del campamento, los
violinistas rasgaban alegres canciones y las gitanillas bailaban para sus hombres entrando y saliendo
de la parpadeante luz, con largos mantones sobre los brazos desnudos, bronceados por el sol,
salerosas..., sensuales....
Este era el momento que yo había aprendido a amar por encima de todos los demás, cuando la
magia de las gitanas se desplegaba ante mis ojos pero siempre permanecía algo más apartado,
contemplando, escuchando, absorbiendo, y, sin embargo, en silencio y sin ser visto, como una culebra
sobre la hierba seca. Su cultura era un universo aparte del de la respetable existencia de la clase media
que yo había conocido antes, era una vida impregnada del amor a la música y regida por un respeto
instintivo y persistente hacia las fuerzas de la magia y el misterio. Para un gitano cada riachuelo, cada
bosque y cada seto está poblado por invisibles espíritus y demonios que hay que aplacar
continuamente por medio de conjuros y ensalmos. Lo oculto tiene una fuerte garra y la fortuna la
determina una cárta del Tarot. A mí me fascinaban los secretos de la adivinación y me cautivaba su
música, que abría nuevas perspectivas para mi oído convencionalmente formado. Era una música que
no reconocía límites artificiales. Prescindiendo de los acordes, de la transición y de la modulación
intermedia, su libertad era del todo intoxicante.
Yo escuchaba y aprendía, y todo lo que absorbía encontraba su plasmación dentro de mi carpa, en
la música o en el ilusionismo. No había ninguna parte de mí que no se viese afectada por su
inspiración, pero aquellos elevados conceptos de belleza y misterio no los adquirí sin dolor.
Yo había sido un niño solitario, contento con mi propia compañía, sin tener compañeros ni
desearlos, pero ahora me asomaba a un mundo muy diferente, un mundo de personas gregarias,
íntimamente relacionadas, que no tenían impronunciables tabúes que les prohibiesen tocarse o hacer
públicos esos tocamientos. Cada noche que les contemplaba juntos, peleándose, riendo, amándose,
hacía que mi noción de lo diferente que yo era se hiciese más nítida y dolorosa y que me lanzase una
luz fría y nueva sobre mi desgracia interior.
Si no hubiese ido a caer entre gitanos, quizá no habría estado consciente de las formas femeninas
tan pronto; tal vez hubiese disfrutado unos pocos años más de la asexuada inocencia infantil. Las
mujeres gitanas no son ni ligeras ni lascivas en su comportamiento: se valora mucho la virginidad y
no se compran más que por un elevado precio. Pero el amor, una vez santificado por el matrimonio,
no era una cosa privada y las parejas se abrazaban libremente en tomo al fuego del campamento,
evidenciando el placer de sus cuerpos sin vergüenza. Aquella primavera en Verdú me daba la impresión
de que todo el mundo se estaba emparejando, compartiendo un secreto universal que estaría
siempre vedado para mí. Y de repente, no resultaba suficiente el ser aprendiz del diablo, el número
estrella de un espectáculo ambulante cada vez más famoso.
Lo único que yo quería era ser como los demás.
Mientras las celebraciones nupciales estaban en su punto álgido, con los violines tocando con
aquel extraordinario amor a la vida que es tan característico de los gitanos de todo el mundo, yo me
adentré a la oscura y amorfa noche y robé lo que necesitaba de la tienda de la anciana.
Era capaz de vivir rodeado de crueldad y de odio; pero era la felicidad de los demás lo que ya no
podía soportar, la repentina revelación de que ninguno de mis talentos me iba a conseguir el ser
aceptado como un ser humano. Mi tienda podía ser cómoda, podía tener la libertad de ir y venir como
quisiese, pero en todo lo esencial seguía viviendo en una jaula, rodeado de barrotes invisibles. El
mundo tan sólo quería de mí que les deleitase los órganos sensoriales de la vista y el oído.
Yo estaba solo y nada iba a cambiar eso nunca. Quizá hubiese llegado el momento de dejar atrás
este mundo.


Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 15)

Este es un buen momento para aclarar que la traducción no es mía... pero en realidad ni si quiera estoy segura de donde lo saque.. XD El caso es que me da una enorme alegría poderles compartir este libro, aunque sea de poco en poco... ¿O no tan poco? Recuerden... que este es mi libro favorito.

4
Aunque pueda parecer extraño, una vez que hube ganado esa pequeña porción de libertad, dejé de
pensar en escapanne. Había pasado toda la vida apartado del mundo exterior, y todavía ignoraba
demasiado sus usos y costumbres como para sobrevivir solo. A lo que aspiraba era a comer a intervalos
regulares y a tener algún tipo de techo sobre la cabeza; Javert me proporcionaba las necesidades
básicas de la vida y yo decidí permanecer obedientemente a su lado por razones muy parecidas a las
que atan a un perro extraviado a un amo cruel. Su autoridad era el límite de mi mundo en un momento
en que era todavía lo suficientemente infantil como para necesitar ese límite y la sensación de orden y
lugar que ofrecían. Yo le pertenecía; tal vez por no mejor razón que el hecho de que sentía la
necesidad de pertenecer.
El trasladarme de un lugar a otro se convirtió en parte integral de mi vida, y pronto aprendí a
aceptar el instintivo nomadismo de los gitanos y a asimilar su filosofía. Pronto aprendí a reconocer las
señales que otros viajeros gitanos habían dejado en su camino, señales que pasan inadvertidas para los
ojos de los no iniciados. Una ramita de abedul indicaba peligro más allá; unas plumas blancas, la
presencia de gallinas en la zona; las ramas de abeto anunciaban una boda. En silencio y observando,
pronto estuve tan impregnado de las costumbres y de la sabiduría calés como cualquier gitano nacido
en un camino.
Cuando descubrieron que mis ojos se adaptaban a la oscuridad mejor que los de un gato, pronto
me eligieron para la antigua usanza de la chiving drav. En la tienda de una vieja desdentada, famosa
por su conocimiento de las hierbas, me enseñaron cómo preparar un veneno que podía matar a un
cerdo sin contaminarle la sangre. Y luego, en las altas horas de la noche, me enviaban para que
entrase subrepticiamente en una granja vecina a fin de administrar el veneno a algún desgraciado
animal. La mayoría de los gitanos no roban de noche por miedo a encontrarse a los espíritus de los
muertos, pero, como Javert señaló con el ingenio del borracho, no era probable que los muertos se
opusieran a mi presencia. A la mañana siguiente, cuando el granjero se esforzaba por comprender la
misteriosa defunción de su cerdo, uno de la tribu aparecía en su puerta mendigando comida. Casi
invariablemente le regalaban el cadáver, ya que el granjero se solía sentir impaciente por quitárselo de
encima, temeroso de que la muerte fuese el anuncio de un brote de alguna enfermedad mortal.
Yo detestaba aquella práctica, y nunca comía la carne conseguida por ese procedimiento, y llegó a
conocerse como una excentricidad mía que prefería pasar hambre antes que compartir semejante
comida. Y con el tiempo, a medida que las actuaciones en mi tienda se fueron haciendo más profesionales
y lucrativas, me negué a llevar a cabo aquella nada grata tarea. La noche en que tiré el vial
de drav a la hoguera del campamento y comuniqué a la tribu que en adelante se procurasen ellos su
abyecta carroña, fue un extraño momento crucial. Nadie se movió para castigarme, nadie me tiró al
suelo por mi desobediencia; y fue entonces cuando de repente me di cuenta de que no estaba
desprovisto de poder.
¡Poder!
El concepto empezó a atraerme cada vez más a medida que iba perfeccionando mi habilidad
como ventrílocuo y me quedaba sentado hasta bien entrada la noche a fin de idear trucos de magia
cada vez más complejos para encandilar a las masas. Cuando habían pasado dos veranos con los
gitanos mi fama empezaba ya a ir por delante de mí y, como resultado, el campamento iba
prosperando inusitadamente. Yo era la principal atracción de la feria: la gente venía desde lejísimos
para verme actuar. Y aunque seguía detestando el momento de quitarme la máscara, había cierta
satisfacción en la silenciosa estupefacción con que se acogían mi canto y mis actuaciones como
prestidigitador.
¡Poder!
Una vez que empecé a buscarlo activamente, el poder me llegaba de muchas formas curiosas e
inesperadas. Mi período de aprendizaje en la tienda de la hechicera me había despertado un gran
interés por las propiedades de las hierbas que ella vendía en todas las ferias. Tenía remedios para
todos los trastornos humanos imaginables y, como todo lo que hiciese sufrir a la raza humana me
producía inevitablemente una apasionante fascinación, empecé a estudiar sus artes con disimulada
aplicación. Ella era lo bastante fea como para no verse muy perturbada por mi presencia y me parece
que se sentía halagada por mis preguntas. Sin embargo, cuando empecé a experimentar con remedios
seguros y de confianza, se puso furiosa y me amenazó con echarme una maldición. Creo que eso
hubiese sido el final de mi aprendizaje, pero esa misma noche se vio aquejada de una fiebre que no
respondía a ninguna de sus recetas ya probadas. Corrió entonces el rumor por el campamento de que
se estaba muriendo de un contagio mortal y, con una lógica fría y despiadada, la tribu retiró sus
tiendas a una distancia más prudencial.
-Pero tiene que haber alguien que vaya allí -protesté con desasosiego. Javert levantó la vista algo
sorprendido del palo que estaba afilando. -No se puede hacer nada con una fiebre mortal -me dijo
tranquilamente-. Es una cuestión de sentido común el mantenerse alejado.
Una extraña furia se apoderó de mí, una furia que no debía prácticamente nada a la compasión,
pero sí mucho a la incompetencia de los mortales y a la autocomplacencia. No había nada mejor para
hacer que apareciese un demonio en mi mente que decirme algo que no podía hacerse.
La imposibilidad no era un concepto que yo reconociese.
Me puse de pie despacio, sin decir ni una palabra de mis intenciones, y crucé el claro hasta la
tienda de la anciana.
Al verla comprendí que estaba muy mal y sentí la misma frustración que había experimentado en
cierta ocasión en que desmonté los relojes de mi madre: era una increíble irritación ante mi propia
incapacidad y limitada pericia.
Bueno..., pues había llegado muy pronto a dominar el mecanismo de un reloj. Y esta vez no me
iba a dejar vencer tampoco...; por supuesto que no iba a consentírselo a una abyecta peste invisible a
simple vista.
No me movía ningún sentimiento humanitario ni afectivo. Aquello era sencillamente un reto que
no podía resistir.
Mientras la mujer yacía en su jergón gimiendo, sin estar en absoluto consciente de mi presencia,
saqué los viejos cazos de cobre y empecé a calentar una infusión mía...
Vivió.
Pero la infección se propagó por todo el campamento, afectando a casi la mitad de los robustos
niños gitanos, que apenas habían pasado un día enfermos en su vida. Aquéllos a los que se trató con
las infusiones tradicionales, perecieron; los tres tratados con las mías, vivieron.
La suerte del principiante, tal vez; pero las leyendas nacen de tan extrañas y oportunas
coincidencias como aquélla. Y después de aquel incidente, la tribu empezó a tratarme con un
circunspecto respeto que iba en aumento. En todo el campamento, plagado de supersticiones, se
empezó a explicar que mis artes, que iban en rápida expansión, se debían a un talento natural para
manejar las fuerzas ocultas. En torno al fuego del campamento corrió la historia de que yo era el sabio
de una antigua leyenda gitana, el décimo graduado de la Escuela de Hechicería, al que se había
castigado a hacer de aprendiz del diablo. Se decía que yo conocía todos los secretos de la naturaleza y
de la magia, que cabalgaba en un dragón que vivía en lo alto de las montañas de Hermanstadt y que
dormía en la caldera en la que se elaboraba el trueno.
El cambio en mi situación fue sorprendente. Los niños pequeños ya no me tiraban piedras ni me
canturreaban motes cuando aparecía. Si pasaba delante de sus tiendas de día, se alejaban de mí
corriendo, como si yo fuese el demonio en persona, y llamaban a gritos a sus madres, que ahora
utilizaban mi nombre como la última amenaza para forzarles a obedecer.
-¡Calla! O si no vendrá Erik y te llevará a su tienda y no se te volverá a ver.
Los chicos de mi edad, que me habían hecho la vida de lo más desgraciada durante mis primeros
meses con la tribu, ahora me dejaban en paz, temiendo una terrible reprimenda si me enojaban. Y
como era cómodo verme libre de su tormento, hacía todo lo que estaba a mi alcance para fomentar el
crecimiento de mi siniestra reputación.
¡Poder!
Estaba empezando a cogerle gusto, bastante gusto, a considerarlo como un satisfactorio sustituto
de la felicidad..., del amor.
Para cuando ya llevaba tres veranos con los gitanos, estaba agradablemente consciente de que
todos en el campamento me miraban con cierto grado de infundado terror.
Sí..., todos me tenían miedo por entonces; todos excepto Javert. Por mucha leyenda que fuese, yo
era todavía su criatura.
Y no me dejaba olvidarlo ni por un momento.
Clairie

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 13-14)


2
Era por la mañana cuando me desperté para encontrarme tumbado sobre un montón de sacos, y lo
primero que hice fue buscar instintivamente la máscara. No estaba en ningún sitio al alcance de la
mano, por lo que me incorporé medio mareado, estirando más y más el brazo, hasta que lo retiré por
haber tocado un barrote de metal. Tardé un rato en poder concentrarme y entonces comprendí con
claridad que estaba rodeado de rejas.
¡Me encontraba en una jaula!
Temblando de miedo y de aturdimiento me recliné en los harapos y cerré los ojos con fuerza. Estaba
tan completamente desorientado que me fue fácil convencerme de que lo que había visto no era más
que el resultado de un sueño febril. Me despertaría pronto y me encontraría de nuevo en el cuarto de
la buhardilla, con Sacha tumbada a mis pies. Esperé a despertarme, y mientras esperaba, me toqué los
labios inflamados con la punta de la lengua, que tenía completamente seca, y traté de llamar.
-¡Sacha...!
-¡Deprisa! -dijo una voz a mi lado-. Corre y llama a Javert...; nos dijo que fuésemos a buscarle tan
pronto como se despertase.
-Vaya, ¿por qué tanta prisa? Vamos a divertimos un poco con ello. Oye, agarra este palo...;
vamos, ¡agárralo! ¿De qué tienes miedo? Esta cosa no puede salir.
-¡Cosa!
Permanecí tumbado muy quieto, deseando que pasase aquella pesadilla. No era más que un sueño,
un mal sueño que acabaría...
Cuando el puntiagudo pedazo de madera se astilló contra mi frente, metiéndoseme una rociada de
partículas punzantes en los ojos, traté de escabullirme fuera de su alcance, pero ellos lo que hacían era
perseguirme por el otro lado de la jaula. Entonces vi que eran tres: dos gitanillos delgados y de tez
olivácea, con el cabello negro y las caras muy sucias, y una niña pequeña con el traje roto, que
permanecía rezagada y que empezó a gritar. -No, Miya..., ¡no lo hagas tanto daño!
-Jo, calla Orka, o te meto en la jaula con ello. Ven. Vaya, vamos a buscar unas piedras.
Una gran sombra se proyectó en el suelo de la pequeña jaula y oí el chasquido de un látigo. Sin
esperar a que se lo dijesen, los niños huyeron por el campamento, compartiendo un miedo instintivo
y, al abrirse la puerta de la jaula, me volví para ver a mi nuevo amo.
Lo primero que me impresionó fue su tamaño, su inmenso tamaño. Parecía llenar la jaula entera:
era un hombre descomunal con una enorme barriga que le colgaba grotescamente por encima del
apretado cinturón. No tenía el menor parecido con ninguno de los hombres bajitos, delgados, más
bien airosos, que yo había visto alrededor del fuego del campamento la noche antes; no parecía
gitano..., pero sí parecía un truhán de pies a cabeza. Los ojos, hundidos en un rostro grueso que
brillaba de sudor, incluso en aquella fría mañana de primavera, eran pequeños e infinitamente crueles
mientras me recorrían de forma crítica.
-Extraordinario -rumió para sí mismo-, he estado esperando toda mi vida para encontrar algo así,
algo verdaderamente único. Vendrán desde muchas millas a la redonda para contemplar un cadáver
viviente. Sí, eso es, eso es lo que te voy a llamar...: el Cadáver Viviente.
Me aparté de él contra los barrotes de la jaula y me dejé caer encogido como un ovillo contra las
frías barras metálicas.
-Tengo que marcharme a casa --dije estúpidamente-. Mi madre me estará buscando.
-¡Por Satanás que lo estará! --dijo burlonamente-. Y te tendrá bien preparadito tu ataúd, ¿verdad?
-¿Ataúd? -le miré sin comprender.
-Ahí es donde duermen los cadáveres, ¿no es así? ---contestó atentamente-. ¡Vaya, eso sí que es
una idea! Mandaré que me hagan un ataúd para la jaula, no hay nada malo en hacer resaltar el efecto
con uno o dos detalles.
Y dicho eso, volvió a cerrar con llave la jaula y me dejó mirándole fijamente como embotado de
estupefacción. Tenía la mente completamente en blanco, tan vacía como la de un gusano; era una
masa insensible y congelada que se negaba en redondo a llevar a cabo el más sencillo razonamiento.
No comprendía ninguna de las pocas palabras que me había pronunciado en francés, mi lengua
materna; podía igualmente habérmelas dicho en ruso. No entendía por qué estaba yo en una jaula o lo
que me iba a suceder, pero había presentido, en el comportamiento del hombre, suficientes motivos
de amenaza como para inspirarme un estúpido pánico.
Empecé a manipular la cerradura desesperadamente.
En otras circunstancias, con la mente tranquila, discurriendo racionalmente, una única horquilla
podría haberme liberado en unos minutos, pero no había nada en la jaula que pudiese servir a mi
propósito, incluso si hubiese tenido la suficiente presencia de ánimo para buscarlo. Aquella única y
tosca cerradura tenía el poder de reducirme a una total impotencia. La golpeé y la mordí como un
animal salvaje y, ni una sola vez, en el tiempo que siguió, volví a atacarla con la capacidad de mi
intelecto y mi extraordinaria destreza manual. Incluso al cabo de todos estos años no puedo
explicarme aquella extraña parálisis mental, excepto para reconocer que la mente es capaz de erigir
barreras mucho más fuertes que cualquier obstáculo físico. Ésa es la llave que nos abre la puerta de
toda apariencia engañosa, y Dios sabe que fue una llave a lo que aprendí a dar la vuelta, con bastante
frecuencia, en otros. Para mí, en aquel momento, la certidumbre de la cautividad era tan completa
que, aunque hubiesen dejado la puerta sin echar la llave, a veces me pregunto si a pesar de todo, no
me hubiese quedado allí sentado, mirando a través de los barrotes como un animal encadenado que no
sabe hacer nada mejor que esperar con paciencia y aguantar.
Me recliné en el montón de sacos y contemplé cómo se convertía el pálido sol en un tenue
resplandor detrás de la arboleda. Los niños volvieron con sus palos, pero debieron de encontrarme
poco divertido, pues esa vh no traté lo más mínimo de huir de sus acosos. Les dejé con indiferencia
que me hiciesen sangre, casi sin sentido y, al no recibir respuesta, pronto se aburrieron y se fueron en
busca de entretenimientos más divertidos.
Al atardecer volvió el hombre llamado Javert, y a través de los barrotes de la jaula me dejó un
plato de hojalata con un repugnante estofado y una manta remendada.
Me incorporé lleno de esperanza.
-Por favor, señor, ¿puedo irme ya a casa? -susurré.
Yo estaba como un niño pequeño que repite la única frase de su repertorio y, como continué
repitiéndola día y noche, se puso furioso y me pegó.
-¿No sabes decir otra cosa, so estúpido? Estoy bastante harto de tu quejumbroso gimoteo. Pero
métete esto en tu hueca sesera, si es que tienes sesera, lo que estoy empezando seriamente a dudar: ¡tú
eres mi descubrimiento, mi creación y mi suerte! Me dicen que te niegas a comer, bueno, pues ya he
enseñado a demasiados animales para dejarme engañar por ese viejo truco. Comerás de buen grado o
si no te meteré a la fuerza, por tu horrenda gargantita, cada bocado con la mano. No te vas a marchar
a casa, pero tampoco te vas a morir estando conmigo, ¿lo has entendido, so estúpido monstruito?
Harás lo que se te diga o pagarás por ello, ¿entiendes? Ahora coge ese pan y cómetelo, come, ¡que
Dios te condene!
Me agarró la cabeza y empezó a meterme el pan, granuloso y áspero, a la fuerza en la boca hasta
que empecé a tener arcadas y a vomitar, pero lo extraño fue que, en vez de que esto le enfadase más,
le sirvió sencillamente para calmarle y zanjar la cuestión fríamente.
-Muy listo --dijo tranquilamente-, pero si piensas que esto me va a detener, estás muy equivocado.
Soy un hombre que tiene mucha paciencia, aunque no lo creas. Puedo quedarme aquí todo el día y, si
es necesario, toda la noche, así que depende de ti, cadaverito, depende enteramente de ti, cuánto
tiempo quieres seguir obstinándote.
No sé lo que duró aquella tortura, me pareció que horas. Las estrellas pestañeaban en el cielo, y él
estaba ya tan manchado y apestoso como el suelo de mi jaula, cuando alcancé el límite de mi aguante
y capitulé ante su fuerza física y su inquebrantable determinación. Al cogede finalmente el pedazo de
pan de la mano y empezar a mordisquearlo con cansancio, se levantó y se limpió las manos en los
sacos que me servían de cama.
-Me gusta el animal que conoce a su amo --dijo con satisfacción-No ha habido todavía ninguno
que haya vencido al bueno de Javert.
Cuando me vino a ver al día siguiente, no cometí el error de negarme a comer o de decirle que me
quería ir a casa, sino que le pregunté qué tenía la intención de hacer conmigo.
Pareció sorprenderse de mi pregunta.
-Voy a exhibirte, naturalmente, ¿qué otra cosa iba a hacer contigo? La gente paga bien por ver a
un fenómeno, ¿no lo sabes...? ¿Es que no sabes nada del mundo?
Le miré con horrorizada incredulidad.
-¿Que pagarán -tartamudeé-, que pagarán por mirarme?
-Pues claro..., y además pagan bien. Dentro de pocas semanas, cuando corra la voz de mi nueva
atracción, harán cola alrededor de esta jaula hasta donde alcanza la vista. .
Una oleada de repugnancia me invadió entonces y me puse a tiritar y a vomitar
incontroladamente.
-¡Maldita sea! - dijo con irritación-. El mayor descubrimiento del mundo y ¿qué resulta ser? Un
mocoso vomitón. ¡ Vaya suerte la mía!
Saliendo como un huracán de la jaula, llamó a un niño que pasaba, que al instante se encogió de
miedo.
-Oye, tú, tráeme un poco de leche y ten cuidado con ella. ¡Corre! -se volvió para echarme una
mirada furibunda a través de los barrotes-. Y tú procura contener eso, so esqueleto, o te dejo sin
sentido a palos.
No contesté.
Me arrodillé en el suelo y empecé a pedir a Dios en voz baja que me dejase morir antes de que se
impusiese aquella nueva vergüenza.
3
Empecé mi vida como fenómeno de exhibición con las manos y los pies atados a los barrotes de
la jaula, de manera que no pudiese esconder la cara ante la curiosa muchedumbre. Mi primera
aparición había sido un desastre que ocasionó algo peligrosamente parecido a un motín cuando los
indignados espectadores exigían que les devolviesen el dinero, ya que no habían podido ver nada
porque yo me acurruqué en un rincón con los brazos alrededor de la cabeza. Insistían en que les
habían timado, y Javert, viendo que había una amenaza de violencia, envió inmediatamente a dos
hombres a la jaula a que me atasen.
Yo me puse a chillar, a dar patadas y a morder como un animal salvaje, pero no podía competir
con la fuerza de dos hombres mayores y, en unos pocos segundos, me habían amarrado con los brazos
completamente estirados, como Cristo en la cruz, de manera que me era imposible v9lver la cara para
que no me vieran. Javert entró en la jaula y me ató una cuerda alrededor del cuello que me obligaba a
levantar la cara del pecho. Al alzarme la cabeza contra los barrotes de hierro, abrí los ojos sin querer y
vi a la gente echarse hacia atrás con horrorizado deleite.
-¡Santa madre de Dios! -exclamó una mujer empujando bajo el cobijo de su falda a un niño que
gritaba. Déjennos pasar..., por amor de Dios; ¡déjennos pasar!
El gentío se apartó un poco para que pudiese llevarse al histérico niño, pero otros niños habían
empezado a gritar también, y yo no podía apartar la vista de sus gritonas bocas abiertas. Era como si
me volviese a ver en aquel espejo y compartiese de nuevo con ellos el horror de aquella primera
visión. Pero no había horror que pudiese compararse con la abrasadora degradación, con la indecible
humillación de aquella repulsiva exhibición. El pánico me insensibilizaba los demás sentidos y
empecé a retorcerme y a tirar como un caballo trastornado y desbocado hasta que la cuerda me hizo
una cortadura en la garganta.
-¡Mira! -gritó alguien-, ¡se va a estrangular!
-¡Qué repulsivo! Estas cosas no deberían mostrarse en público...
Un nuevo descontento estaba contaminando rápidamente a la multitud. Habían pagado buenos
dineros para que les animasen y divirtiesen, no para que les inquietasen y angustiasen. Mi angustia a
lo vivo era ofensiva para algunos, y Javert tuvo que enfrentarse de nuevo con las airadas peticiones de
los espectadores de que les devolviesen el importe de las entradas.
Mi jaula fue rápidamente retirada de la vista. No sé cuánto dinero le costé a Javert en aquella
ocasión, pero fue lo suficiente como para que viniese a verme un poco más tarde presa de una
violentísima ira. Me azotó salvajemente con un látigo por haberle estropeado el espectáculo, pero, en
el preciso momento en que un bendito desmayo estaba a punto de acogerme, me desató de los
barrotes y se quedó junto a mí con los brazos cruzados en actitud agresiva.
-¿Y bien? -preguntó con frialdad-. ¿Has aprendido ya a quedarte callado... o necesitas otro curso
de aprendizaje?
Yo yacía a sus pies, mirando con incredulidad los enormes hematomas que se me estaban
formando en los desnudos brazos; la cabeza me daba vueltas y tenía sangre en la boca porque me
había mordido la lengua. Pero no tenía más que una idea en la cabeza, un único deseo...
-Devuélvame la máscara -suspiré.
-¿Qué? -se me quedó mirando con curiosidad.
-La máscara-repetí medio desvanecido-. Devuélvame la máscara..., ¡por favor!
De repente, sin previo aviso, Javert se echó a reír, dándose con el látigo en el grueso muslo e
inclinándose después hacia delante para pincharme con el mango.
-Ahora, escúchame, cadaverito, y escucha bien. Nadie va a pagar por ver una mierda de máscara;
sin embargo, la mitad de las mujeres de Francia se desmayarán ante la visión de tu cara. Ni Don Juan
habría atraído a tantas mujeres en una sola tarde. Pero no voy a consentir más esos malditos gritos, te
lo advierto. Si ahuyentas a más espectadores, como has hecho hoy, será un mal asunto para ti. Te
despellejo sin dejarte un cacho de piel en tu desdichado cuerpo si vuelves a comportarte así en
público.
Cerré los puños y le miré con desquiciado descaro.
-No quiero que me vean..., no quiero que me contemplen..., no quiero..., ¡no quiero!.
Ahora seguramente me mataría. Dejaría caer su enorme puño y convertiría mi suicida insolencia
en un amasijo... Esperé angustiado que llegase el final que me liberaría; sin embargo, no me volvió a
pegar. Por el contrario, se me quedó mirando pensativo, como si estuviese valorando cada lesión de
mi cuerpo y las sopesase contra el momento en que pudiese volver a exhibirme.
-Supongo que podría amordazarte -reflexionó despacio--. Son los gritos los que causan el
perjuicio..., ponen nerviosas a las mujeres y espantan a la gente. Sí..., me parece que te voy a
amordazar la próxima vez. Una paliza se olvida pronto, pero una mordaza... una mordaza acabará con
tu insolencia para siempre.
Al día siguiente reanudamos el viaje. Yo no sabía adónde íbamos ni me importaba; el tiempo y el
lugar habían cesado de tener sentido para mí. Pero él cumplió su promesa. La próxima vez que me
exhibió me amordazó y me ató en un féretro colocado en una posición en que era físicamente imposible
para mí hacerme daño. Entonces permanecí callado y esa vez nadie se quejó ni reclamó que le
devolviesen el dinero.
Fui un enorme éxito, según me comunicó Javert con satisfacción cuando vino esa noche a darme
de comer como a un perro amaestrado. Cuando yo hubiese aprendido a tener sentido común me
quitaría la mordaza y me permitiría ganarme el sustento con un poco más de comodidad. Le vi meterse
la llave de la cerradura en el bolsillo y alejarse silbando alegremente, y entonces pensé en lo mucho
que le odiaba, en cuánto deseaba su muerte.
El viento soplaba entre los barrotes de mi jaula aquella noche mientras yo yacía oyendo a los
perros del campamento ladrar intermitentemente, y odiando... ¡odiando!
Pero el odio no podía calentarme.
Mucho antes de que se apagasen las hogueras del campamento coloqué el ataúd en el suelo, me
metí en él, pues al ser muy estrecho me protegía, y entonces me quedé dormido.
La mordaza me derrotó, como Javert sabía que acabaría ocurriendo. Su violencia y su crueldad
disimulaban una innata astucia, un tipo de sabiduría tosca e instintiva, que le revelaba nuevas y más
sutiles maneras de someter la rebeldía. No tardé mucho en aceptar que con mi obstinación lo único
que conseguía era incrementar mis sufrimientos; y, aunque la carne aún me hormigueaba de asco
cuando el gentío se apiñaba en torno a mi jaula, aprendí a exteriorizar la silenciosa indiferencia de un
animal mudo. Eso era lo que buscaban, lo que venían a ver..., un animal, una rareza..., ¡una cosa!
Mi impresión de que no pertenecía a lo que en términos generales se denomina la raza humana
fue en aumento. Era como si hubiese ido a caer en un planeta extraño, donde no era capaz de
vengarme de mis atormentadores, excepto en la oscura prisión de mi mente. Allí, en aquel recinto
incomparablemente privado, donde estaba libre de cadenas, conjuré mil muertes horribles para los
que venían a mirar y a enardecerse. Aprendí a vivir enteramente dentro de mi mente, creándome un
panorama propio y poblándolo con los inventos de mi imaginación cautiva. Mi mundo era extraño y
bello, una dimensión enteramente nueva en la que dominaban la música y la magia. Era un segundo
edén, donde yo era Dios, y a veces me internaba tanto en él que me convertía de verdad en un cadáver
viviente, comatoso y como en trance, respirando apenas.
Sin embargo, por mucho que me evadiera, siempre había una parte en mí que permanecía
amargamente consciente de la realidad. Mi cárcel móvil me traqueteaba a lo largo y a lo ancho de
Francia, de una feria a otra, y se me mantenía en unas condiciones tan mugrientas que eran más
propias de un animal, hasta que fingí ser lo suficientemente obediente y tener la suficiente resignación
como para que se pensase que tenía el espíritu destrozado del todo. La humildad era el precio de
aquellos momentos de intimidad que exige la dignidad humana básica. Mi madre me había enseñado
a comportarme como un caballero, a ser exigente con mi persona y cortés en mi conducta, y no podía
soportar el vivir como un animal.
Supliqué que se me permitiese salir de la jaula para realizar las funciones que requerían estar
solo, y esa petición divirtió tanto a Javert -jaquel cerdo mal educado!- que vino a sacarme en persona
y a montar la guardia con la pistola durante mis abluciones. Yo sabía que si hacía el menor intento de
escaparme dispararía -sin matarme (pues yo era un objeto para exhibir demasiado valioso)-, pero me
mutilaría lo suficiente como para estar seguro de que no podría llegar muy lejos antes de que él me
capturase.
Cuando pedí ropa limpia soltó una sonora risotada y me dijo que nunca había conocido un
cadáver tan exigente con su mortaja.
-Luego querrás un traje de etiqueta -se burló-. Olvídate de tus lamentos, que tal como estás atraes
suficiente gente.
Me volví muy lentamente para mirarle.
-Podría atraer más -dije, llevado por la desesperación a una repentina osadía-. Podría atraer al
doble de gente... si usted hiciera que me valiese la pena.
Bajó la pistola y me indicó que me acercara; su instinto le inducía a mofarse, pero su inherente
avaricia le hacía sentir curiosidad.
-¿ Qué disparate es ése? -preguntó con cautela-. Eres la criatura más fea que jamás anduvo por
este mundo de Dios, y eso es tu sustento y mi buena suerte. ¿Por qué otra cosa iban a querer pagar
para verte?
-Si coloca usted azucenas conmigo en el ataúd podría hacerlas cantar -dije despacio.
Se metió la pistola en el cinturón y se tambaleó de un lado a otro sobre los talones, bramando de
risa.
-Dios me ampare, so golfo, pero si eres un loco de atar..., vas a acabar conmigo, que lo juro por
éstas. ¿Que vas a hacer cantar a las azucenas? y cómo lo vas a hacer es algo que me gustaría saber.
Por aquella época, antes de que me inclinase por mis propias composiciones, seguía considerando
que la misa en si menor de Bach era la más valiosa interpretación del texto latino. Fue de esa obra, tan
querida del padre Mansart, de la que entonces elegí el Agnus Dei, que parecía surgir de los pétalos de
un asfódelo salvaje que había junto al pie de Javert.
-Agnus Dei... miserere nobis...
Sin sentir la menor emoción, observé cómo se le descolgaba de incredulidad la gruesa cara a
Javert mientras se inclinaba para coger la flor que tenía a sus pies. Se la acercó a la oreja y oí su
agudo grito de asombro cuando hice que mi voz le sonase dulcemente en la cabeza. Cambió entonces
de oreja y mi voz cambio rápidamente de dirección, luego tiró la marchita flor al suelo y se apartó de
ella, pero yo disminuí el sonido de manera que le pareciese que mi voz se había distanciado.
A continuación vino y se me quedó mirando fijamente mientras me colocaba uno de sus gordos y
sucios dedos en la garganta, sobresaltándose cuando sintió la débil vibración de mis cuerdas bucales.
-¿Cómo es posible? -musitó más para sí que para mí-. He visto más que suficientes ventri1ocuos
en mi vida..., pero nunca he oído a nadie producir una voz así -me agarró bruscamente por el hombro
y me vapuleó con furia-. Debería zurrarte por haberme ocultado este secreto, ¡SO demonio! Cuando
pienso en el dinero que podía haber hecho ya... -me soltó bruscamente y retrocedió-. Sin embargo, no
importa, cantarás esta noche. Buscaré esas azucenas aunque tenga que saquear la tumba de un
cementerio...
De repente se dio cuenta de mi inequívoco silencio.
-¿ Y bien? -preguntó preocupado-. ¿Por qué esa expresión de bacalao mudo? Se te ha comido la
lengua el gato, ¿verdad?
Yo me quedé mirándole en un obstinado silencio, y en seguida empezó a bramar como un matón
que presiente el primer indicio de derrota.
-Muy bien, lo que se está cociendo en esa tu cabecita retorcida... ¡suéltalo!
Yo me encogí de hombros y volví la cabeza.
-Si accediese a cantar habría condiciones -le dije con calma. -¡Condiciones! ---me agarró por el
cuello y me apretó sus enormes pulgares contra la tráquea como para estrangularme-. Condiciones,
¿verdad? Te podría rajar la garganta aquí y ahora.
Empecé a sonreír lentamente, y supongo que se le debió de hacer evidente al instante lo absurdo
de su vacía amenaza, pues me soltó incluso mientras hablaba y yo me di cuenta de que respiraba
haciendo ruido por la nariz en un inútil esfuerzo por dominar su furia.
-Condiciones -repetía, articulando la palabra con cierta dificultad a través de los dientes
apretados-. Bueno, ¿qué son esas malditas condiciones? ¡Nómbralas, so insolente saco de huesos, y
acaba con ello!
Me senté en la hierba oteando a lo lejos el disperso campamento con una total indiferencia ante su
creciente agitación. Le hice esperar... y sudar.
-No cantaré sin la máscara y no cantaré dentro de la jaula ---dije con firmeza-. Si quiere hacer un
trato conmigo puede empezar por darme una carpa para mí solo.
-Si quiero... --empezó incrédulo. Luego, de repente, pareció recobrarse de su estupefacción y fue a
lo práctico con frialdad-. Imposible --continuó, pero advertí que sin ira-, ¿cómo iba a fiarme de que
no te largases?
Me quedé mirando el suelo para ocultar las lágrimas que me picaban en los ojos al contemplar
cara a cara mi desesperanzador futuro.
-No tengo dónde ir -había un ribete de cansancio y resignación en mi voz-. Déme intimidad y un
poco de comodidad y me quedaré, y a cambio le haré ganar una fortuna.
Me miró con recelo.
-Eso dices. Pero aun suponiendo que decidiese fiarme de ti, hay que tener en cuenta al público.
Querrán verte la cara... ¿Qué iban a pintar el ataúd y las azucenas si no te ven la cara?
Pensé en esto con resentimiento, pues sabía que él había sacado a relucir una cuestión muy válida.
-Muy bien --concedí finalmente-, estoy dispuesto a quitarme la máscara al término de la
representación. Pero solamente durante unos minutos, justo el tiempo suficiente para sorprender.
Permanezco con la cara tapada hasta ese momento, y el resto del tiempo me pertenece para hacer lo
que me plazca.
-No es mucho lo que pides, ¿verdad? -había ironía en su voz, pero algo se movió en el fondo de
sus duros ojos, una mirada en la que había como una especie de respeto, a pesar suyo.
-Podría darte una soberana paliza, pero no podría obligarte a cantar, ésa es la cosa, ¿verdad, so
bribón? ¿Es eso lo que me estás queriendo decir?
-No -dije porfiadamente-, no podría hacerme cantar.
Nos miramos uno a otro como enemigos cautelosos y, al cabo de un momento, me hizo un gesto
brusco para que le acompañase a su carpa, cruzando el campo, y resistiendo la tentación de mirar
hacia atrás para comprobar si le seguía.
De momento, yo era el vencedor.