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El pequeño navío que nos esperaba en el puerto de Astracán aún llevaba la bandera imperial, y la
vanidad de Erik se vio lo bastante satisfecha al verlo como para embarcarse sin protestar. Le prometí
que tendría intimidad durante la travesía... Le hubiese prometido la luna y las estrellas para llevarle
sin dificultades al mar Caspio, donde yo podía sentirme razonablemente seguro de que no podría
ingeniárselas para desaparecer.
La última etapa de nuestro viaje transcurrió misericordiosamente sin incidentes que reseñar y,
finalmente, avistamos la gran cadena de colinas de arena que bordea la costa de Mazanderán. Detrás
de ellas se encuentran las murdabas o aguas muertas, una interminable sucesión de lagunas de aguas
estancadas rodeadas por una tupida selva, pantanos y arenas movedizas. Todo tipo de reptiles se
revolcaban en aquellas ciénagas apestosas y nubes de mosquitos zumbaban incesantemente en el aire
pestilento. Las provincias marítimas constituían una condena a muerte para los europeos no
aclimatados, y, una vez que hubimos desembarcado, yo me apresuré al suave aire de Ashraf, donde el
dulce y familiar aroma de los cipreses nos esperaba para abrazamos.
Las pequeñas casas con los tejados inclinados, las amplias verandas y las ventanas con vidrieras
de colores, nunca me habían parecido tan bonitas y, aunque sabía que tendríamos que apresuramos
implacablemente hacia Teherán, donde estaba residiendo la corte, ni Alá en persona me habría podido
ordenar que continuase un paso más sin ver a mi hijo.
Si había esperado impresionar a Erik con la magnificencia de mi morada y mi ascendencia real,
pronto me decepcioné.
-Según tengo entendido, en Persia los príncipes superan en número a los camellos y a las pulgas -
comentó con seriedad.
Sentí que me sonrojaba. ¡Oh, Alá! Pero si apenas había puesto el pie en el país, ¿cómo había
conseguido desenterrar tan pronto el más maldito de los proverbios?
Durante un momento observó mi malestar con tranquilo regocijo. -No se preocupe, daroga -dijo
suavemente-, si alguna vez me veo en la necesidad de derramar sangre real, ahora al menos sé dónde
encontrarla.
Advertí la sonrisa que había detrás de la máscara y, a pesar de mi indignación, no pude evitar el
reírme con él.
-Tendréis que aprender a amordazaros la lengua en la corte -le advertí seriamente-. El ingenio
despiadado es un don peligroso.
-Trataré de recordar eso..., y entre tanto, fuera de bromas, me siento muy honrado de dormir bajo
su real techo esta noche.
Me conmovió su genuina cortesía, me sorprendió vede desprenderse de su fría y abrasiva
conducta y adoptar en su lugar los modales de un perfecto invitado, encantadoramente bien educado y
complaciente. Aquella invitación a mi casa parecía suponer algo profundamente significativo para él
y, de no haber sido por la máscara, podría casi haber pensado que estaba recibiendo a un joven
caballero de la misión británica.
Nos sentamos en la veranda tranquila y civilizadamente mientras mis intrigado s criados nos
servían kalians3, café y helados, y fue allí donde mi hijo nos encontró; mientras su criado permanecía
a cierta distancia, como excusándose, en espera de una reprimenda.
-¡Padre! ¡Has estado tanto tiempo fuera! ¡Creí que no ibas a volver nunca, nunca más!
Me solté del apremiante abrazo, que tanto había echado de menos, y puse al niño de nuevo de pie,
haciéndole mantenerse firme cuando parecía que iba a perder el equilibrio.
-Reza -le reprendí suavemente-, ésta no es manera de portarte ante los invitados.
Erik permaneció callado cuando el niño volvió su mirada vaga y errante hacia él.
-Que su corazón nunca se estreche, señor ---dijo con bastante respeto y, luego, con una repentina
explosión de entusiasmo, que ya no podía contenerse dentro de los límites del decoro, continuó--:
¡Oh, señor!, ¿sois de verdad el mago más grande del mundo entero?
-Algunos me lo han llamado.
La voz de Erik era curiosamente suave. Cogió la mano que el niño le tendía y, al agarrade, se la
volvió de manera que durante un momento pareció que le estaba estudiando la palma.
-¡Oh, por favor, dígame que me va a enseñar algo mágico antes de irse! Erik me echó una rápida
mirada interrogativa y yo me encogí de hombros con tristeza e indefensión.
-Me encantaría ---dijo amablemente-, y para ti, Reza, habrá algo muy especial, algo que no ha
escuchado ni escuchará nunca ningún oído humano...; no, ni siquiera el sah.
Yo vi la expresión de embeleso en ,el rostro de mi hijo al levantar instintivamente las manos
hacia donde manaba aquella voz extraordinaria.
-¿Me lo va a enseñar ahora, señor?
-Mañana -objetó Erik-, me temo que tendrá que ser mañana...¿Tendrás paciencia para esperar
hasta entonces?
-Reza, ¡te estás olvidando de tus maneras! ---desconcertado por la extraña comunión que advertía
entre ellos, hablé más severamente de lo que había pretendido-. Vuelve ahora a tus habitaciones y yo
iré a verte más tarde.
-Sí, padre -noté la dolida sorpresa en la voz de mi hijo mientras dejaba que su criado se lo llevase.
Se hizo un tenso silencio en el mirador al ausentarse Reza. Erik volvió a la silla de mimbre blanco
y examinó los posos de su café con extraña intensidad.
-¿Desde cuándo le falla la vista al chico? -preguntó bruscamente.
-Desde hace unos dieciocho meses.
-¿ Y la debilidad de los músculos le ha venido después?
3 Narguile o pipa en que fuman los orientales y en la que el humo del tabaco pasa a través de un vaso lleno de agua
perfumada.
-Sí -me bebí el café con dificultad-. Me han dicho que es una enfermedad infantil que superará
con el tiempo.
Erik suspiró al dejar la taza en la mesa.
-Éste es un mal progresivo y degenerativo, daroga.
Le miré fijamente.
-Entonces..., ¿no cree que recuperará la vista, después de todo?
-Me parece que no es algo que deba esperar ---dijo evasivamente-. y ahora tengo trabajo del que
ocuparme..., tal vez tenga la amabilidad de excusarme esta noche para la cena.
Hice una inclinación de cabeza y me quedé solo para meditar tristemente sobre las palabras de
Erik.
Mis criados me contaron que en su cuarto las luces estuvieron encendidas toda la noche, y que,
cuando eventualmente salió de sus habitaciones al día siguiente, llevaba una extraña figura que
parecía un muñeco.
Algo después yo mismo vi la figura en las habitaciones de Reza. No era un muñeco, sino un
autómata vestido de campesino ruso con un violín en una mano y el arco en la otra. Al verlo
inclinarse rígidamente desde la cintura y colocarse el violín bajo la barbilla, sonreí sin querer, y
esperé a que el sencillo gesto se repitiese. No había visto nunca tanta flexibilidad y elegancia en un
mecanismo de relojería.
-Es muy ingenioso... --empecé a decir, pero Reza me agarró el brazo apremiantemente.
-Espera, padre, no ha terminado todavía... ¡Escucha!
Cuando la figura empezó a tocar, balanceándose suavemente al ritmo de su propia melodía, me
quedé intrigado, pero aún no estupefacto, y me dije que estaba escuchando una complicada caja de
música... Un invento ingenioso, pero no pasmoso.
Al terminar la melodía Reza me dijo que aplaudiese.
-No volverá a tocar a no ser que lo hagamos -insistió con preocupación.
Disimulé una sonrisa. Erik, pensé divertido, qué incorregible actor eres.
Y aplaudí correctamente para complacer al niño.
Como la figura no se movió, di por hecho que se le había acabado la cuerda.
-Tienes que aplaudir con entusiasmo para satisfacer la insaciable vanidad de un artista -dijo Reza
severamente-. Eso es lo que me ha dicho Erik.
Perplejo junté las manos con más fuerza.
-¡Más fuerte! -dijo Reza con un toque de arrogancia en la voz que nunca le había oído--. ¡Más
fuerte, padre!
Me empezaron a doler las palmas de las manos, pero justo cuando estaba empezando a pensar que
ya había tenido bastante de aquella tontería infantil, el campesino saludó condescendiente con una
inclinación, se volvió a colocar el violín bajo la garganta y empezó a tocar una melodía distinta.
Repetí tres veces el proceso recomendado y la música fue diferente cada vez. Aunque me pareció
reconocer las mismas notas, sin embargo, el orden cambiaba sutilmente en cada ocasión, de manera
que resultaba virtualmente imposible determinar cuál era la frase original y cuál la ingeniosa
variación. Cuanto más trataba de averiguar el engaño, más frustrado y confuso me sentía ante mi
incapacidad de dominar mis dispersos sentidos.
Pero había al menos un sencillo truco que yo acabaría por encontrar. Erik, evidentemente, había
introducido algún tipo de efecto retardado en el mecanismo, y lo único que yo tenía que hacer era
esperar, sin aplaudir, y el ingenioso truquillo quedaría al descubierto volviendo a tocar. Estaba tan
decidido a poner el invento dentro del ámbito de mi comprensión, que no pensé ni por un momento en
la innecesaria desilusión que iba a ocasionar a mi hijo al revelarle aquel truco.
-No aplaudas -ordené de repente-. Veamos lo que sucede. Permanecimos esperando en el
resonante silencio. Sin aplausos, el curioso autómata se mantenía reservadamente mudo, y yo tuve la
impresión de que me estaba observando con algo del desprecio de su fabricante en la mirada.
-Ya te dije que no funcionaría! -dijo Reza hoscamente-. Te he dicho lo que Erik me advirtió.
-¡No quiero saber lo que Erik ha dicho! -grité de repente furioso a causa de la pronunciación
eslava que el niño daba a ese nombre-. Dame la llave y le volveré a dar cuerda.
-No hay ninguna llave.
-¡No seas absurdo, niño, tiene que haber una llave!
Levanté la figura de golpe y empecé a examinarla enfurecido, pero era exactamente como había
dicho Reza. No encontraba la forma de poder controlar aquel autómata, y me vi de repente invadido
por un feroz y estúpido afán de estrellarlo contra la pared con furia.
-¡Deja de sacudirlo! -dijo Reza sollozando--, lo vas a romper, padre... ¡Por favor! ¡Por favor,
devuélvemelo!
Fui recobrando el juicio lentamente y solté la figura que tenía agarrada demencialmente. ¡Oh,
Alá! ¿Qué me había sucedido para actuar como un niño alocado y petulante?
-Reza... -crucé la habitación precipitadamente hacia los almohadones del suelo, donde el niño se
había acurrucado para refugiarse con su valioso juguete-. Reza...
Volvió la cara hacia el otro lado y la metió entre los almohadones de satén, apartándome la mano.
Me quedé entonces anonadado por la inesperada repulsa, y aterrado al darme cuenta de cuán de
verdad me la merecía.
Salí de la habitación avergonzado y me apoyé en la puerta para volver a ganar la compostura. Al
cabo de un momento oí al niño aplaudir frenéticamente.
Y luego aquellas notas lentas y extrañamente enloquecedoras empezaron a sonar de nuevo...
Ya entrada la noche encontré a Erik sentado en el borde de la fuente del patio, pasando sus largos
dedos por el surtidor. Yo quería preguntarle cómo funcionaba el autómata, pero el recuerdo de mi
comportamiento, tan tremendamente irracional, de aquella tarde, me hizo guardar silencio.
Los mosquitos zumbaban de manera irritante en tomo a nosotros cuando aceptó un bol de sorbete
que le ofrecí.
-Su mujer ha muerto hace algún tiempo, ¿no es así? -dijo inesperadamente-. Puesto que no es
costumbre entre los de su fe el mantenerse monógamos, doy por hecho que la quería mucho.
Levanté la vista, escandalizado por la impertinencia de semejante comentario, pero me silenció la
extraordinaria compasión que había en los ojos de detrás de la máscara. Su mirada compasiva me
cortó la respiración con tanta eficacia como lo hubiese hecho un golpe en el bazo, y me llenó una vez
más de aquella terrible sensación de mal agüero. Entonces me di cuenta de que yo había empezado
a temblar.
-¿Se parece el niño a ella? -insistió con tristeza.
-Sí -mi voz fue un susurro, tenue y agudo, y, de repente, lo único que me apeteció fue salir
corriendo para huir de aquello.
-Lo siento mucho -dijo.
Y volviendo a poner el sorbete, que no había probado, en la mesa de mimbre, desapareció por una
de las altas ventanas que daban al jardín.
Permanecí sentado muy quieto mirándome fijamente las manos de piel olivácea que tenía en el
regazo. Si el médico personal del sah me hubiese dicho que mi hijo se estaba muriendo, me hubiese
negado a creerle; habría continuado aferrándome tenazmente a las últimas ramas de esperanza, como
un hombre a punto de ahogarse.
Pero no podía cerrar la mente al significado de la insinuación tan cuidadosamente velada de Erik;
no podía negar que tenía un conocimiento íntimo y espiritual de las cosas que estaba fuera del alcance
de mi simple entendimiento.
Mi hijo se estaba muriendo, y aquel hombre extraño y enmascarado --que mataba sin remorderle
la conciencia y al que no parecía afectarle ningún tipo de moralidad- estaba conmovido y sentía
compasión por mi suerte.
Era, sin embargo, implacable, peligroso y escandalosamente amoral.
Pero me encontré con que ya no pensaba en él como en un monstruo despiadado y frío.
Permanecimos en Ashraf sin hacer nada muchos más días de lo que yo había tenido la intención
en un principio, pues me hallaba sumido en una desesperación que ya no admitía la urgencia, aunque
desagradase al sah. ¿Qué me importaba ya conservar mi puesto, el favor de que disfrutaba y mi mezquina
posición en la sociedad? ¿Qué me importaba ya nada? Pronto habría perdido todo lo que me
hacía amar la vida.
Mi amargo resentimiento se tradujo al fin en la violenta necesidad de una mujer: mandé venir a
una chica que me había satisfecho bien en el pasado y me perdí vehementemente en las suaves y
atractivas curvas de su cuerpo. No significaba nada para mí, pero me alivió físicamente: fueron unos
pocos momentos de delirante placer y bendito olvido que me permitieron funcionar como el hombre
que Alá había creado. Compadecía al hombre al que se le hubiese negado la posibilidad de calmar tan
sencilla y sana necesidad con una esposa, una concubina o incluso una prostituta. Mas cuando
pensaba en semejante hombre, mi mente instintivamente se apartaba y se negaba a pensar en el dolor
experimentado por otro. No quería pensar en lo que aquella cara inevitablemente habría negado a
Erik..., pues ya tenía yo mi propio dolor.
Reza se pasó aquellos pocos días casi enteramente en compañía de un mago cuya voz y
sorprendentes habilidades le tenían del todo hipnotizado. Se pasaba muchas horas seguidas sentado a
los pies de Erik, como un joven adicto en un fumadero de opio, pidiéndole descaradamente otra historia,
otra canción, y a mí me maravillaba el incansable buen humor de aquel hombre, que no se había
distinguido, ni mucho menos, por su ecuanimidad, guiando las manos del niño con toda la invisible
destreza de un hábil titiritero.
-Eso está bien..., eso está mucho mejor, Reza...; ahora se lo puedes demostrar a tu padre...
Las voces me pasaban de largo, resonando por las distintas recámaras de mi desdicha hasta que,
finalmente, acabé despertándome de aquel letargo de inactividad para anunciar nuestra marcha.
Yo no estaba preparado para la violenta reacción de Reza.
-¿Por qué tiene que irse tan pronto? ¿Por qué no puede quedarse un poco más?
-Reza, el sah ha ordenado su presencia en la corte..., ya lo sabes.
-Pero no tenéis que iras ahora, no inmediatamente...
-El sah...
-¡Odio al sah! -gritó Reza con vehemencia-. ¡Le odio!
Yo nunca había visto a mi hijo portarse así y me alarmó aquella explosión. Erik estaba mirando
por la ventana con los brazos cruzados bajo la capa y tuve la sensación de que, por una vez, estaba
desconcertado de verdad por lo que había precipitado.
Hice una señal a un criado, que andaba por allí, para que se llevase al niño inmediatamente a sus
habitaciones, pero tan pronto como el hombre le cogió por el hombro, Reza se tiró al suelo y empezó
a patalear en los baldosines con un ataque de rabia. Mi hijo, aquel niño tranquilo y bien educado, se
había convertido de repente en un salvaje, en un animalillo estúpido y alocado. Y yo me daba cuenta
con amargura de que no iba a ser capaz de controlarle sin recurrir a la indecorosa fuerza física.
-¡Reza!
La voz de la ventana era inconmensurablemente suave, poco más que un respiro susurrado y, sin
embargo, se dejó oír por encima del desagradable ataque de histerismo del niño, y al instante se hizo
un silencio en la solea da cámara de paredes blancas.
-Ven a mí.
En el tono melifluo y apacible se había deslizado una irresistible nota de mano. Mientras lo
contemplaba, Erik alargó una mano y pareció atraer al niño a su lado, desde el otro lado de la
habitación, con un solo gesto que impulsaba con aterradora fuerza.
Me di cuenta entonces de que yo estaba conteniendo la respiración con una especie de sombrío
horror. La misma voz que estaba manipulando la mente de mi hijo me mantenía a mí en una frígida
impotencia que me impedía del todo cualquier posibilidad de intervenir; tenía la sensación de que me
habían drogado con una dosis masiva de jarabe de amapola.
Reza se había tranquilizadó del todo, aunque las lágrimas aún le brillaban en las enrojecidas
mejillas.
-¿ Volverás? -susurró tímidamente.
Erik colocó un dedo esquelético bajo la barbilla del niño y le levantó
la cara hacia la luz.
-Volveré en cuanto me lo permitan mis deberes de la corte. Pero si lloras cuando me marche, tu
padre pronto me prohibirá que venga. Te has portado muy mal delante de él; ve y pídele que te
perdone.
El niño vino hacia mí como un autómata, con toda la humildad y deferencia que su amo le había
pedido, y yo le perdoné con gusto, en estúpida respuesta a aquel deseo superior no expresado.
Sin embargo, advertí el momento preciso en que Erik nos liberó de su dominio; fue como si se
cortase una corriente eléctrica invisible.
Aunque no hubiese sabido ya que era un implacable asesino, aquel día le habría reconocido como
el hombre más peligroso del mundo.