Antes que nada, amados lectores, otra disculpa por ser una abandonadora... pero digamos que he estado ocupada con ciertos proyectos persponales ^^. Eso sí, ahora prometo ¡MÁS PUBLICACIONES!... Y después de terminar con phantasma, el blog no quedará abandonado...
ESTE POST ES LA CONTINUACIÓN DE: FANTASMA, SUSAN KAY.
Clair
GIOVANNI
(1844-1846)
1
Ahora con frecuencia voy a sentarme solo en la azotea.
Cuando el calor del sol romano del mediodía empieza a arrancar el hedor de la miseria de la
ciudad, a mí me gusta dormitar en el banco de mármol travertino, aspirando el embriagador aroma de
la plantas de las macetas de Luciana. A veces, si me inclino para cortar alguna con unos dedos tan
retorcidos y deformados por la artritis que apenas son reconocibles, recuerdo el amoroso cuidado que
Erik prodigaba a estas flores; recuerdo la ternura con que las cuidaba para paliar los estragos
producidos por el irreflexivo descuido de Luciana, y la forma en que a veces se paraba para acariciar
una suave hoja verde, como si en silencio le estuviese deseando que creciese. Durante el año siguiente
han brotado convirtiéndose en magníficas flores, exactamente a como él floreció antaño bajo mi
dirección. Estas flores, este blanco banco de piedra y las misteriosas maquetas alineadas a lo la:rgo de
las paredes de mi sótano, es lo único que me queda para recordar aquellos dos años que alteraron para
siempre el panorama de mi mundo.
¡Recuerdos! Los recuerdos son como luciérnagas que cruzan precipitadamente la superficie de mi
mente, mostrándome, aquí y allá, imágenes tan nítidas y vívidas que contengo la respiración
asombrado antes de que la imagen haya desaparecido, hundiéndose como un guijarro en las arenas
movedizas del remordimiento y de la recriminación. Tal vez tengan razón los que dicen a mis
espaldas -¡como sé que lo hacen!- que yo ya había empezado a perder mis facultades mentales mucho
antes de la tragedia. Pero espero que estén equivocados. Me gustaría creer que yo estaba completamente
cuerdo aquel día en que vi a Erik por primera vez; me gustaría que mi historia perdurase como
la última voluntad y el último testamento de un hombre con la mente sana.
Recuerdo muy claramente el oscuro silencio de las calles vacías cuando me dirigía al lugar de la
obra; recuerdo la dolorida pesadez de mi corazón al pensar con tristeza en la carta que me había
sacado de la c'áiña, inquieto y preocupado, antes de que rayase el alba en el firmamento.
Era un día que no tenía nada de particular, un día que prometía ser como otro cualquiera, y en la
luz grisácea, la lluvia había desvelado el acre olor de la tierra excavada, trayendo a mis narices el
conocido aroma a arena mojada y cemento. Algunos maestros de obras odian las obras al amanecer,
cuando la primera luz subraya cruelmente los límites de lo hecho en el día. ¡Fue tan poco lo
conseguido ayer, que es mucho lo que hay que hacer hoy! Pero para mí el amanecer era un momento
de inspiración. No podía recordar una época de mi vida en que un edificio por terminar no hubiese
sido la razón de despertarme, de comer, de respirar. Era únicamente al terminar una obra cuando
notaba que me invadía el descontento y una sensación de haber perdido algo que llegaba casi a
aftigirme. Erik comprendía eso. Erik comprendía ciertas cosas que la mayoría de los chicos ni tan
siquiera vislumbran, pero, desde el mismísimo principio, la profundidad de su pasión de crear me
hacía temer por él. Yo tenía siempre en la mente el inquietante convencimiento de que
inevitablemente algún día se presentaría el gran encargo, el glorioso desafío al que entregaría cada
gramo de su ser y del que no podría soportar el separarse; el bello niño, nacido dentro de plazo, de su
imaginación que él mataría para poseerlo.
Llegué a comprender que era un genio sensible y apacible, pero nunca me engañé sobre ese
punto. El chico ya había matado mucho antes de venir a mí, eso se hizo del todo evidente en nuestro
primer encuentro.
Recuerdo que antes de haber intercambiado una sola palabra, tenía ya el cuchillo levantado contra
mí...
Tan pronto como llegué a la obra, me di cuenta de que había una figura delgada y juvenil
deslizándose como un duende por las grises murallas del andamiaje: era una visión extrañamente
misteriosa a la luz del sol que empezaba a despuntar. No grité de indignación, sino que permanecí un
momento observando al chico pasar los dedos acariciadoramente por la mampostería mojada. Al cabo
de un momento se echó hacia atrás, levantando los brazos hacia los muros, como un sacerdote druida
comunicándose con un dios pagano, y empezó a mover las manos con una rítmica serie de movimientos,
como si estuviese moldeando el aire en tomo suyo. Fue uno de los espectáculos más
extraños y más bellos que jamás había contemplado. En aquella comunión había algo extrañamente
místico que me hacía desear el continuar contemplándole con jadeante fascinación; pero di con el pie
en el borde de una punta de cantero mal equilibrada y fue a estrellarse al suelo. El chico se bajó de un
brinco del andamio con la agilidad de una pantera joven, y en un segundo estaba sobre mí empuñando
un cuchillo.
Me quedé sobrecogido al ver la máscara blanca. Los ojos de detrás estaban tan tensos y recelosos
como los de un animal salvaje mientras me indicaba con un gesto que me apoyase contra el muro de
piedra y le dejase libre el camino hacia la calle. Mirándolo retrospectivamente sí que debería haber
hecho caso a su instintiva sabiduría y haberle dejado marchar. Pero yo nunca fui cobarde y se me
había despertado una gran curiosidad. Con el cuchillo reluciendo apenas a media pulgada de mi
garganta, no hice más que levantar las manos con ironía y decirle que quería saber si por regla general
trataba con tan escaso civismo a los hombres de edad.
La verdad es que no esperaba una respuesta, y no estaba preparado para la repentina retirada del
cuchillo y la mirada de incertidumbre que sustituyó a la salvaje agresividad de sus ojos.
-¿Señor?
En el momento en que habló me di cuenta de que, a pesar de su extraño atuendo gitano, no era un
vulgar asesino de los bajos fondos, resuelto a matarme a causa de mi bolsa. Aquella única palabra
estaba tan bellamente impostada y modulada que me encontré con que no tenía más deseo en la mente
que oírle hablar de nuevo.
-¿Habla usted italiano? -pregunté con curiosidad.
-Sí, señor -pareció sorprenderse al encontrar que le estaban preguntando con un civismo normal.
-Usted ha allanado una propiedad privada... ¿Se da cuenta de que podría hacer que le arrestasen
por eso?
Volvió a levantar el cuchillo al instante, pero con una desgana y una falta de entusiasmo que, de
repente, me infundieron el valor de apartarle la mano.
-Baja ese maldito chisme, por amor de Dios, chico, que me pones muy nervioso. Eso..., eso está
mejor. Ahora... dime qué estabas haciendo aquí.
-¡No estaba robando! -dijo con rapidez, bajando la vista hacia el cuchillo con indecisión, como si
de repente no estuviese seguro de lo que había de hacer con él-. No estaba haciendo nada malo...
-Ya lo veo -dije con seca ironía-. Nadie ha hecho nunca daño a la piedra por tan sólo acariciarla.
-¡Oh! -una mano se le fue a la máscara con un gesto de angustiado azoramiento-. ¿Cuánto tiempo
lleva observándome?
-Lo suficiente para saber que no estaba contemplando la actuación de un ladrón--dije-. Te interesa
el trabajo de la piedra, ¿verdad...? A lo mejor te gustaría ver los planos.
Me miró recelosamente como si tratase de decidir si le estaba tomando el pelo, pero le vi
abandonar su natural cautela cuando me metí la mano en la chaqueta para coger los papeles.
-Gracias --dijo automáticamente, cogiéndome los pliegos y extendiéndolos en un trozo de suelo
seco debajo del andamio. Me recordaba a un niño pequeño al que le han hecho aprender buenas
maneras machaconamente durante un largo y penoso proceso, y me quedé desconcertado cuando de
repente dio un grito de rabia que era casi un sollozo.
-¡No, está mal! --dijo furioso-. Está muy mal, nada como yo... Oh, ¿cómo puede soportar el
construir algo tan vulgar?
Suspiré ligeramente, amilanado por recordar que mi primera reacción ante aquellos planos había
sido extrañamente parecida.
-El edificio se está construyendo de acuerdo con las instrucciones de un cliente muy rico y muy
vulgar --expliqué con paciencia-. Los arquitectos tienen que comer, sabes, y lo mismo les pasa a los
maestros de obra. Si no construyésemos más que para satisfacer nuestra vanidad personal pron to
nos moriríamos de hambre.
Le observé mientras contemplaba sombríamente el dibujo. -¡Preferiría morirme de hambre! -dijo
con extraordinario apasionamiento-. ¡Preferiría morirme de hambre antes que construir casas feas!
Le creí. El tono de su voz me produjo una profunda inquietud... Era como si el término fea fuese
la peor palabrota de su repertorio.
-¿Eres aprendiz aquí en Roma? -pregunté después de una buena pausa.
-No, señor -¿fue mi imaginación, o realmente se volvió menos cordial ante mi pregunta?
-Pero te interesa la arquitectura, ¿no es así? ¿Te gustan los edificios bellos?
-Estudié un poco en otro tiempo -admitió con cautela-. Hace mucho tiempo, cuando era niño.
No podía tener más de quince años y, sin embargo, hablaba de la infancia como si la tuviese a
muchas décadas detrás. Me dejaba perplejo y me preocupaba con su cauta y triste dignidad y su
agresiva reacción ante la amenaza. Yo quería saber quién era, de dónde venía y por qué combinaba la
educación de un joven caballero con todos los instintos de un matón callejero. Aunque resulte
extraño, la máscara era lo que menos curiosidad me despertaba.. .
-Tengo otras obras en marcha -le dije con tranquilidad-, y creo que encontrarás que no todos mis
clientes están desprovistos de gusto. Si la compañía de un hombre mayor, y terco, no te resulta
desagradable...
Extendí la mano para señalar la calle, allá abajo, y, tras un último momento de vacilación, surgido
de Dios sabe qué terrible experiencia, se puso de pie y me siguió.
Una extraña alegría me recorrió las venas cuando eché a andar, sin mirar hacia atrás, confiando en
que no me apuñalaría por la espalda o que sencillamente no huiría en la primera oportunidad. Mi
depresión interna se me había desvanecido como la niebla matutina, dejando detrás una extraña e
impulsiva felicidad, una sensación de que de alguna manera había tropezado con algo muy raro y
valioso.
Durante un momento pensé que comprendía cómo se había sentido Cristo cuando llamó a Juan.
Era difícil no mirar atrás. Al andar no hacía más ruido que un gato y, como era todavía demasiado
temprano para ver su sombra en las paredes al pasar, yo tenía la extraña sensación de que me seguía
un duende.
La obra que quería mostrarle se encontraba en la parte meridional de la ciudad, fuera de las
antiguas murallas romanas, y le faltaban pocas semanas para su terminación. Me di cuenta, por su
rápida respiración, que el espectáculo le gustaba; yo mismo estaba bastante satisfecho de los
resultados. Durante los quince últimos años, más o menos, había trabajado principalmente como
contratista, pero no había dejado nunca de controlar el trabajo de alta precisión. El bello relieve de los
capiteles y de las cornisas, asícomo la talla de las tracerías y archivoltas, seguía considerándolos de
mi exclusiva competencia, a pesar del lento avance de la artritis, y allí podía mostrarle la belleza de
las líneas puras y limpias y de la moderación, un arte que no hacía más que poner de manifiesto la
natural belleza de la piedra.
Se quedó impresionado. No dijo nada, pero su silenciosa aprobación me bañó como una cálida
marea y me hizo sentirme como si acabase de someter a la antigua logia masónica la pieza que me
acreditaba como maestro. ¡Una extraña sensación para un hombre que había dedicado cuarenta y
cinco años a su oficio!
Le permití vagar por el vacío edificio, en el que todo resonaba, tocando, haciendo preguntas,
exponiendo a veces una crítica que me dejaba sin habla por su oportunidad y alcance; era como un
misterioso reflejo de mis propios instintos.
Y entonces, al ser interrumpidos por la llegada del maestro carpintero y su aprendiz al patio de
abajo, el chico inmediatamente se encogió, para no ser visto, contra la pared de un dormitorio.
-Tengo que irme --dijo inquieto, buscando con los ojos de detrás de la máscara el camino más
corto para huir.
Le puse una mano en el brazo para detenerle.
-¿Dónde vives? -pregunté de repente.
-No vivo en ninguna parte -me miró fijamente la mano que tenía apoyada en su brazo, sin hacer el
menor esfuerzo por liberarse de mi apretón, mirando tan sólo como si no pudiese realmente creer que
le hubiese tocado sin tener la intención de hacerle daño-. A veces viajo por las ferias durante algún
tiempo. Oí decir que había una en el Trastevere, así que dejé mis caballos en el exterior de las
murallas de la ciudad y vine a mirar, aprovechando que las calles estaban tranquilas...
Mientras hablaba distraídamente, me puso un dedo en el revés de la mano, siguiendo suavemente
las nudosas venas que me corrían por la seca y arrugada piel, tan áspera y blanquecina por tantos años
de estar en contacto con el polvo de la piedra.
-Tengo que irme -repitió con tristeza.
-Pero volverás -insistí, algo asombrado ante mi inexplicable resistencia a verle desaparecer para
siempre por las laberínticas calles de Roma-. Volverás, ¿verdad?.. Tengo aún tanto que enseñarte...
Llegaban más hombres al patio de abajo, saludándose unos a otros y maldiciendo el calor, que ya
empezaba a cernerse agobiante en el cielo sin viento, haciendo surgir una calina bochornosa del
húmedo suelo. El chico miró hacia abajo por la ventana sin cristal, y cada línea de su cuerpo, penosamente
delgado, reflejaba la angustia de un desesperado conflicto. Supe entonces --como quizá lo
había sabido desde el momento en que le vi por primera vez- que estaba en un gran apuro, arrastrando
las cadenas de unos crímenes inconfesables. Las tinieblas de su alma proyectaban una sombra que
parecía abarcar a la mía y, al mirarle, tuve una profunda sensación de que le estaba viendo hundirse
ante mis ojos en las oscuras aguas de su pasado. Súbitamente sentí un vivo deseo de lanzar la cuerda
que le sacase de aquel emponzoñado lago... A pesar de lo que hubiese hecho -¡y sin lugar a dudas
había hecho algo!-, yo no podía creer que fuese malo, no podía creerlo después de haberme tocado la
mano con todo el silencioso asombro de un niño inocente.
-¡Vuelve! -repetí resueltamente-. Mañana al amanecer te encontraré aquí.
Se volvió y me miró perspicazmente, como si desease leer en mi fláccido rostro la callada
sinceridad que escuchaba en mi voz.
-Mañana al amanecer -repitió quedamente.
Se oyó el sonido de unos pesados pasos que cruzaban los tablones del suelo del rellano de fuera
de la habitación, y al instante, sin previo aviso, el chico se deslizó por el hueco vacío de la ventana
para ir a caer al patio de abajo casi sin hacer ruido.
Cuando fui a asomarme a la ventana, vi que ya se había ido.
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