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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 25)

2

A fin de llegar a Nijni-Novgorod antes de que terninase la Gran Yamark, que es como se conoce
su famosa feria de verano, me veía obligado a cruzar el mar Caspio sin la menor demora. Los rumores
corren a paso lento a lomos de un camello, y el cuento que había excitado la aburrida imaginación de
la kanum había tardado más de doce meses en llegamos. Yo no podía perder tiempo reuniendo el
complicado séquito que tanto le gusta al persa que emprende un viaje, así que no llevé conmigo más
que un puñado de criados -entre ellos, mi fiel Darius- y el menor equipaje posible a fin de ir más
deprisa.
Prefiero olvidar en lo posible la travesía marítima, que fue seguramente la más desagradable de
las travesías. Las tempestades de verano fueron inimaginablemente fuertes y nuestro pequeño navío
fue zarandeado como un pedazo de madera a la deriva. Yo estaba de pésimo humor para cuando
llegamos a Astracán y lo primero que advertí de esta famosa ciudad rusa no fueron los esbeltos
minarete s de sus doce mezquitas, o las airosas cúpulas de sus innumerables iglesias, sino el
repugnante olor a pescado podrido del que parecía estar impregnada toda la ciudad.
Me retiré inmediatamente a una insignificante y mezquina casa de huéspedes de madera, dejando
a Darius que arreglase nuestro pasaje en el bar'co de vapor del Volga. La patrona sirvió una comida
que consistía esencialmente de sopa de repollo, pepinos y sandía, y cuando estaba contemplando
aquella bazofia, tratando de decidir si me atrevía a enviarle un bocado a mi destrozado estómago,
volvió Darius con cara de preocupación. La Gran Yannark de Nijni ya no duraría más que unos días,
y el vapor en el que había reservado nuestro pasaje partía al mediodía.
Abandonando la sandía con repugnancia, observé cómo bajaba nuestro equipaje a golpes, sin el
menor cuidado, por la desvencijada escalera. La indignación de la patrona fue extraordinariamente
ruidosa. Cuando Darius se reunió conmigo en el muelle advertí que tenía manchas de sopa de repollo
en la ropa. Si no hubiese estado tan furioso, hasta me habría hecho gracia.
Un viaje de placer por el Volga debe de ser algo agradable para quien no se vea abrumado por
una rigurosa limitación de tiempo y por una enervante sensación de prisa. Desde luego, mis
compañeros de viaje mahometanos sí que parecían estar divirtiéndose. Cinco veces al día me reunía
con ellos en la cámara de las ruedas del vapor para volver la cara hacia La Meca y prostrarme en
oración, pero me avergüenza admitir que mi mente con frecuencia se apartaba de las invocaciones
rituales. No tenía en la cabeza más pensamiento que el éxito de esta misión, pues el éxito era lo único
que me conseguiría volver pronto a casa con mi hijo. Habíamos llegado mucho más tarde de lo que
había calculado en un principio y sabía que entonces el tiempo actuaba en contra mía. Maldiciendo la
majestuosa marcha del vapor, hice una visita a la sala de máquinas para averiguar si no se podría
aumentar la velocidad, y lo único que conseguí a cambio de mis esfuerzos fue una conferencia sobre
la técnica de la navegación a vapor y un agrio recordatorio de que las cosas habían sido mucho peor
en los días de las viejas maschinas que, hasta hacía muy poco, no se habían retirado de las vías
fluviales. ¿No me daba cuenta de que antes se tardaba en la travesía el mismo número de meses que
ahora se tardaba de días?
-Contemple el paisaje y tenga paciencia -me aconsejó el viejo capitán.
A mí no me interesaba el paisaje. Las colinas cubiertas de bosques de la Jigoulee, las idílicas
calas y ensenadas, se desperdiciaban en mí mientras oteaba la lejanía sin ver, deseando que el barco
fuese más deprisa. Mil seiscientas millas se extendían interminablemente ante mí a medida que los
días se nos iban escapando como la arena en un reloj de cristal. Saratof, Samara, Kazán...
Y luego, finalmente, apareció en la margen derecha el cuadrado y encalado monasterio de San
Macario, y entonces me di cuenta, con gran emoción, de que al fin estaba a cinco horas de mi meta.
Barcazas muy cargadas circulaban hacia arriba y hacia abajo por el congestionado río, a uno y
otro lado de nosotros, pasando a veces tan cerca que era un milagro que no colisionasen. El paisaje de
la orilla derecha había tomado un aspecto nuevo; una elevada y montañosa cordillera surgía
repentinamente en la llanura de abajo. Dimos un cerrado viraje para evitar un banco de arena y en ese
momento vislumbré por primera vez la imponente situación de Nijni, percibiendo la dorada cúpula de
la catedral y las blancas y almenadas murallas del antiguo kremlin. La vieja ciudad yacía serenamente
bajo la sombra de su fortaleza como si estuviese ligeramente sorprendida por la desenfrenada
actividad que tenía lugar abajo, en el río. Más tarde llegaría a pensar cuánto se parecía Nijni-
Novgorod al hombre que había venido a buscar: reservado, formidable, lleno de asombrosas
contradicciones.
Cuando desembarcamos en el muelle, envié a mis criados a que buscasen alojamiento en la haute
ville. Esperé justo lo necesario para saber las señas del alojamiento y en seguida alquilé un chico con
un droski para que me cruzase la ciudad hasta el barrio del Oeste, que era del que me habían hablado.
Darius vino conmigo, pues insistió en que la feria estaba llena de ladrones y delincuentes y que no era
seguro para un caballero el aventurarse solo entre la muchedumbre.
Y había desde luego una gran muchedumbre. El caballito tártaro apenas se podía abrir camino
entre la oleada de tráfico que salía a borbotones de la feria. Ningún bazar persa podría compararse
con aquel caos. Multitudes a pie, en coche y a caballo, manadas de ganado, carros cargados de jarros,
barriles y cajones de todo tipo; todos impedían que avanzásemos, y a mí me pasmaba ver tanta
actividad tan entrado el día. La lluvia caía ininterrumpidamente y el caballo iba metido hasta los
espolones en un cenagal de barro, lo cual era prueba de que los torrenciales aguaceros constituían un
fenómeno deprimentemente regular. Pero ni la lluvia ni el fango desanimaban al sorprendente número
de dévots. En prácticamente todas las esquinas de las calles que pasábamos había una capilla o una
imagen, rodeada de hombres y mujeres histéricos, tirándose todos al suelo en el barro ante las velas
encendidas y santiguándose con febril insistencia, como si sus vidas dependiesen de ese gesto.
-¡Cristianos! -dijo Darius en voz baja, y en su voz pude apreciar todo el ancestral desprecio del
islam por el no creyente. Yo compartía sus creencias, pero no su desprecio. Yo sabía que no había
más Dios que Alá; aceptaba que no se admitiría a ningún infiel en el paraíso..., y, sin embargo, había
hecho muchos amigos en las misiones católicas de Persia, hombres cuya integridad moral respetaba
aunque compadeciese su errónea religiosidad. No había esperanza de que llegasen al cielo, pero aquí,
en este mundo, no veía razón para negarles la cortesía o la amistad. No era capaz de odiar con la
indiscriminada simplicidad de mi criado.
Así que no respondí, y continuamos en silencio, aunque continuar es apenas la palabra adecuada
para describir nuestro progreso. Dábamos bandazos de lado a lado, nos empujaban constantemente,
en la confusión casi nos hicieron volver y de todas las direcciones nos salpicaban la cara con un lodo
hediondo. Finalmente me vi obligado a admitir la necesidad de abandonar el camino hasta que
disminuyesen las multitudes. El pequeño del droski -un chaval de cara mugrienta- pareció encantado
de renunciar a la lucha y nos encaminó con sumo gusto a una casa de comidas, donde nos sirvieron un
pasable plato de pollo y arroz e interminables copas de té de limón.
Al volver a las calles alrededor de una hora después, me quedé consternado de ver que, aunque el
ganado y los carros habían desaparecido, los que iban a pie eran diez veces más numerosos. Me daba
la impresión de que la mitad del mundo estaba decidida a penetrar en elfaubourg del Oeste aquella
noche en busca de comida y de diversiones. Resultaba claro que no tenía sentido el tratar de abrimos
paso a través de tal apiñamiento de cuerpos a caballo y en coche, así que pagué al chico del droski y
proseguimos nuestro camino a pie.
En seguida nos perdimos. Mi ruso no era todo lo bueno que debería haber sido, y en mis intentos
por conseguir la dirección adecuada acabamos siguiendo una larga serie de pistas falsas. La mayoría
de los barbudos mercaderes y de los orientales de cara grave parecían estar tan desconcertados y
confusos como yo, así que tardamos algún tiempo en lograr llegar al famoso suburbio de Kunavin.
Esa zona se hallaba situada en el extremo más occidental de la feria y estaba dedicada por entero
a los placeres de carácter equívoco. Al echarse la noche encima, de las casas de comidas empezaron a
salir tampaleándose grupos de juerguistas borrachos y alborotadores que se enzarzaban en
interminables peleas camino de los garito s y los prostíbulos. Darius sacó su cuchillo y me instó a
buscar refugio, pero yo le aparté la mano preocupada y disuasoria. No podría dormir aquella noche
sin saber si mi presa ya había volado. Había ferias diseminadas por todo lo largo y lo ancho de Rusia,
y el pánico que me producía la perspectiva de fracasar en Nijni me hizo sentir frío. Estaba condenado,
por el mandato imperial, a recorrer toda la superficie de aquel enorme e inhóspito continente hasta
encontrar al maldito mago. Deambularía por aquellas calles toda la noche si fuese necesario antes de
abandonar la esperanza de tener éxito pronto.
Una hora después, al dar la vuelta a una esquina, me encontré cara a cara con el espectáculo que
estaba buscando: la carpa kirguiza que me había d_scrito tan detalladamente el comerciante de pieles
de Samarkanda. De forma oval, como una inmensa colmena, la enorme sombra negra resultaba severa
y bastante siniestra, rodeada de tugurio s de mala nota decorados con colores chillones. Me quedé
sorprendido y acobardado al encontrarme con que, después de haber luchado tanto para llegar a aquel
lugar, mi primer impulso fuese darme la vuelta y salir corriendo. Mientras permanecía en aquella
calle iluminada a medias, se apoderó de mí un profundo presentimiento de desgracia y tragedia que
no se parecía a nada que hubiese experimentado hasta. entonces. Todos mis instintos me advertían
que no entrase en aquella carpa, de forma de cúpula, que de repente me pareció tan extraña e
irresistiblemente amenazadora. Tenía las piernas como de plomo cuando pedí a Darius que se quedase
donde estaba, y, vacilante, levanté la estera de junco que hacía las veces de puerta.
Era como entrar en un seno misterioso. Todo lo que tenía ante los ojos era rojo: las paredes, la
rica alfombra persa del suelo, las banderolas que colgaban del cóncavo techo. La suave y tenue
iluminación de las velas, y un embriagador aroma de olorosos aceites e incienso, hicieron que el
ambiente me agobiase como una nube encantada. Un extraño y pesado letargo empezó a invadirme y
tuve que parpadear para despejarme la cabeza y poder fijar la vista en el hombre que estaba recostado
sobre los almohadones del suelo.
En total contraste con la acogedora opulencia de lo que le rodeaba, él iba vestido de negro de pies
a cabeza y tenía la cara totalmente oculta detrás de una máscara blanca. El efecto que producía era de
poder; era una majestuosidad fría y escalofriante: era como si hubiese tropezado con uno de los
antiguos dioses mitológicos. No levantó la vista cuando yo entré y, durante un buen rato, siguió
jugueteando con una complicada caja de juegos malabares, mientras yo permanecía inmóvil alIado de
la entrada, preocupado por la creciente sensación de que yo era invisible.
Me ignoró tan completamente que empecé a creer que no se había dado cuenta de mi presencia y,
en consecuencia, me permití quedarme mirándole con una vulgar curiosidad. No pude evitar el
fijarme en sus dedos, que eran extraordinariamente delgados, casi como huesos. Eran desde luego de
una longitud inhumana y se movían con una agilidad y destreza que resultaba fascinante de una
manera extraña. Me había quedado mirando como hipnotizado y, de repente, me di cuenta de que me
estaba viendo mirarle. El escrutinio de aquellos ojos imperturbables de detrás de la máscara me
pusieron muy nervioso. Había algo siniestro, casi reptil, en la inmovilidad de la figura ataviada de
negro, algo que me recordaba con inquietud una cobra dispuesta para lanzarse al ataque.
-La representación ha tenninado por esta noche --dijo en impecable ruso--. Si quieren presenciar
mis artes tienen que volver mañana.
Me quedé boquiabierto de sorpresa, pues nada en su aspecto siniestro y austero me había
preparado para su voz. Incluso en aquel frío y cortante comentario, su asombrosa belleza era
inconfundible. Solamente quien le hubiese oído hablar y cantar sabría lo que una voz puede ser: era
preciso oír la extraordinaria resonancia y profundidad de su timbre para comprender verdaderamente
la magnitud de su poder. Yo no había esperado oír una voz semejante fuera del paraíso y el
encontrarla allí, en aquella carpa llena de corrientes y mal alumbrada, tenía algo siniestro en sí, pues
¿quién era?, ¿ qué era?, ¿para estar en posesión de una sonoridad tan divina? En aquel primer
momento, cuando le oí hablar, me pregunté si estaría contemplando a un ángel o a un demonio, y, aun
ahora, después de todos estos años, esa es una pregunta que sigo haciéndome. Pues cada vez que
pensaba que finalmente sabía la respuesta, él volvía a desconcertarme.
Pero eso fue después. Entonces no existía más que el presente y la necesidad de concentrar mi
ingenio a la vista de su enérgica despedida.
-Le ruego sepa disculparme por esta intromisión --dije apresuradamente volviendo a hablar persa
en mi confusión-. Por favor, desearía que comprenda que no vengo aquí sencillamente como un
crédulo espectador más, lo suficientemente impertinente como para esperar una representación
privada.
-Usted es desde luego un impertinente -respondió fríamente en mi lengua nativa-. Exponga el
asunto que le trae aquí y sea breve.
Me habló con la arrogancia de un rey, y yo, involuntariamente, me encontré cayendo en la
deferencia automática que nonnalmenteJreservaba para el sah.
-Señor, vuestra fama ha recorrido muchas millas, incluso más lejos de lo que podéis imaginar. He
venido desde Persia para presentaros la invitación personal del sah-in-sah.
Incluso mientras hablaba sabía que estaba excediéndome en mi misión. A mí me habían dicho
que fuese a buscar a aquel hombre, muy de la misma manera en que me podían haber pedido que
fuese a buscar a un mono que actuaba en un espectáculo. Pero de repente, me di perfectamente cuenta
de que no iba a ser tan fácil.
Se echó a reír suavemente; era un sonido que hizo que se me pusiese de punta el vello de la
mano.
-¿Entonces es que cree que yo voy y vengo al capricho de los reyes, como otros hombres? -me
desafió.
-No --dije con tranquilidad-, ya veo que no sois como otros hombres.
Se reclinó en los almohadones, estudiándome con cierto sentimiento de curiosidad que yo no
podía comprender.
-Persa, habla usted con más sinceridad de lo que cree. ¡Pero más le valdría callar!
Se levantó y yo me quedé helado de miedo cuando dio un paso hacia mí. Yo sabía que le había
enojado, pero no sabía ni cómo ni por qué.
-¿ Y si no voy con usted a Persia? ¿Qué le sucederá..., Mensajero del Rey?
La amenaza en su voz se había hecho indescriptible y su proximidad física producía terror. Me di
repentinamente cuenta de que nada podía salvarme entonces de su tácita amenaza salvo una
escrupulosa y penosa honestidad.
-Si fallo en mi misión perderé la posición en la corte, el sustento y posiblemente la vida.
Se quedó callado durante un momento, mirándome pensativo, y tuve la impresión de que había
empezado a sonreír tras la máscara.
-¿Qué puesto ocupa? -preguntó inesperadamente.
Yo le hice una pequeña e irónica inclinación de cortesía.
-Soy el daroga de Mazanderán.
-Ya entiendo -cruzó los brazos bajo la envolvente capa negra-. . ¿Entonces debo entender que el
jefe de policía ha venido con hombres armados?
-No, señor vengo solo, a excepción de un criado que está esperando fuera.
¡Alá! Pero ¿por qué le estaba diciendo eso?
Volvió a reírse, pero esta vez no había amenaza en el sonido.
-Eso, si me perdona por decírselo, es un gran descuido por su parte. ¡Confío en que conduzca con
más eficiencia los asuntos de su país!
Su humor había cambiado súbitamente con mi vil confesión. Seguía jugueteando conmigo, como
el gato juega con el ratón, pero entonces, pausadamente, con las uñas envainadas. Negándome a picar
su cebo mantuve un decoroso silencio y, al cabo de un momento, se encogió de hombros y se dirigió
hacia un rincón de la carpa donde hacía rato que hervía el agua en el recipiente metálico de un
samovar. Cogiendo una pequeña tetera de porcelana que había sobre el fuego de carbón vegetal,
sirvió una única taza, añadió un pedazo de limón y me la ofreció. Acepté este gesto sagrado de la
hospitalidad rusa con gran alivio. En ese país el té era el profegómeno natural a todo negocio...; por
supuesto, el prolegómeno natural a todo negocio civilizado: se llegaban a más acuerdos en las casas
de té que en cualquier otro sitio. Al menos parecía que no se me iba a expulsar de la carpa sin escuchar
mi exposición en su totalidad.
-¿Qué ofrece el sah a cambio de mis servicios? -preguntó bruscamente.
Tomé un sorbo del té hirviendo para darme valor.
-Riqueza..., honores... -hizo un gesto de impaciencia, como si esas cosas no fuesen de interés para
él, y yo respiré hondo al poner el cebo en mi último anzuelo-. Poder.
Volvió a colocar la tetera en el fuego y se dio la vuelta para mirarme.
-¿Poder? -el eco de su única palabra resonó en el aire entre nosotros: supe entonces que,
finalmente, yo había pulsado la cuerda precisa.
-Si dais gusto al sah y a la kanum, vuestra palabra será ley.
-Durante algún tiempo.
-Durante algún tiempo -asentí, sabiendo que era inútil mentir-Pero...durante ese tiempo... -extendí
las manos con un expresivo gesto que no se malgastó en él.
-Sí --dijo despacio-. Entiendo lo que quiere decir.
-Entonces, ¿vendréis conmigo? Si estáis de acuerdo podríamos partir mañana.
Chasqueó los dedos malhumorado.
-Su insistencia empieza a fastidiarme y encontrará que no me gusta que me fastidien, ni siquiera
el daroga de Mazanderán. Váyase ahora. Tendrá la respuesta cuando yo esté dispuesto a darla, no
antes.
Comprendí que si decía una palabra más perdería todo el terreno que había ganado; así, aunque
estaba furibundo por su arrogante autocracia, no hice más que una inclinación con la cabeza y me
marché. Mi suerte estaba por entero a su antojo, pero, defepente, deseé no haber llegado a tiempo
después de todo, no haber podido encontrarle.
Ignoraba la terrible cadena de acontecimientos que había puesto en marcha aquella noche, pero
me invadió una profunda inquietud al pensar en su presencia en Persia.
La sensación de amenaza y de mal agüero seguía conmigo mucho después de abandonar la carpa.
Amanecía cuando al fin pude conciliar el sueño aquella noche y, cuando así fue, oí su voz resonando
en mis inquietos sueños como un extraño eco de perdición.

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