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La noche era seca y tranquila, silenciosa excepto por el lejano vibrar de los violines y el suavezumbido de los grillos en las crecidas hierbas. Enormes mariposas nocturnas se arremolinaban junto a
mi farol y saltaban de mi máscara cuando salí del recinto donde los gitanos bailaban con creciente
frenesí a medida que el licor iba corriendo con mayor largueza y las llamas de la hoguera del
campamento ascendían reflejándose contra el negro cielo español.
Cuando estuve seguro de que nadie podía verme, me arranqué la máscara y la tiré hacia la luna
creciente, que resplandecía pálida e indiferente ante mi arrebato de dolor. Luego me senté en el
polvoriento camino y examiné el pequeño frasco que había robado de la carpa de la vieja hechicera.
Contenía suficiente veneno como para envenenar al campamento entero... No quería cometer un error
en cuanto a la dosis.
Quitando el taponcillo de cristal, y comprobando el amargo; aroma que salía, vacilé. Tenía en la
mano --en mi mano de esqueleto-- el mágico talismán de la muerte, y lo que me impidió usarlo para
escapar de este abismo de desesperación fue la repentina e inoportuna reliquia de un recuerdo que creí
que había descartado hacía tiempo.
La lección del padre Mansart sobre los pecados mortales del asesinato y del suicidio me la había
inculcado a una edad en que la mayoría de los niños están luchando por aprender el credo. El
asesinato y el suicidio, me había dicho con severidad, eran crímenes parejos ante los ojos del Señor y
hacían caer una condena indiscriminada contra el que los perpetrase. El suicida yace en una sepultura
no consagrada y las puertas del cielo permanecen cerradas para él por toda la eternidad.
La vida no es nunca nuestra para arrebatarla, Erik. Si no recuerdas nada más de lo que te he
enseñado, al menos recuerda eso.
Estas fueron virtualmente las últimas palabras que me dirigió después del exorcismo, y yo le
había atravesado con la mirada, como sí no existiese, haciendo como que no oía una palabra de lo que
decía.
Pero ahora lo recordé, y fijé la vista con horror en el veneno que tenía en la mano. ¿Y si fuese
verdad que con esta acción cerraba la puerta de un sufrimiento tan sólo para abrir otra que condujese
a otro infinitamente peor..., y esta vez sin un fin natural?
Aterrado ante esa posibilidad, tiré el frasquito al suelo y contemplé cómo se tragaba la seca tierra
el líquido que iba saliendo poco a poco. Una sensación de desesperanza me invadió al agacharme
mecánicamente para recoger la máscara, pero antes de llegar a ponérmela de nuevo, me sobrecogió un
grito que se alzaba detrás de mí en la oscuridad.
Me detuve y escuché atentamente, y de nuevo se oyó la voz vacilante en la oscuridad, esta vez en
la forma de un apagado quejido de dolor. Avanzando instintivamente en la dirección del sonido, subí
a un montículo rocoso con decisión y osadía gracias a mis ojos de gato y a la agilidad especial que
había hecho que mi madre en cierta ocasión me comparase con un mono.
Del otro lado de las rocas, el farol me mostró un arrugado montón de faldas de vivos colores y
una bonita cara que me era conocida de verla en el fuego del campamento.
-¿Dunicha? -susurré.
Dirigió la vista hacia mí y gritó con una penetrante y violenta intensidad que me cogió
completamente por sorpresa; me había olvidado de momento que no llevaba puesta la máscara.
Sus chillidos me resonaron discordantes en todos los nervios del cuerpo y, de repente, me invadió
una furia ciega.
-¡Calla! -espeté, sacudiéndola violentamente por los delgados hombros-. ¡Deja de gritar de esa
manera o te haré todo el daño que temes y más!
Eso la silenció. Se tragó los gritos con una especie de entrecortado sollozo y se encogió
echándose hacia atrás cuando la agarré, como si fuese un conejo aterrorizado en las fauces de un
perro salvaje.
Luego la solté con desprecio.
-¿Dónde te has hecho daño? -pregunté con fría indiferencia.
Estaba temblando violentamente y los dientes le castañeaban de miedo, pero consiguió indicarme
el pie izquierdo, que vi que tenía flexionado en un ángulo antinatural.
-¿Me dejas verlo? -dije.
Estaba demasiado asustada como para negarse. Sobre mi indumentaria gitana aún llevaba puesta
la larga capa de mago que adoptaba para las representaciones. Al quitármela, corté una tira de la parte
inferior y luego le puse el resto del manto por los hombros, pues hacía un frío cortante bajo el claro
cielo de mediados de abril y tenía la piel fría y húmeda de la impresión. Nada más palparlo con los
dedos noté que se le había fracturado el hueso del tobillo y le inmovilicé la articulación lo mejor que
pude.
Se desvaneció cuando la toqué, aunque resultaba imposible saber si de dolor o simplemente de
terror. Esto ni me preocupó ni me sorprendió excesivamente y, en cualquier caso, hacía mi tarea
mucho más fácil.
Cuando hube terminado me senté en una roca cercana y esperé a que volviera en sí. La luz de mi
farol trazaba la curva de sus pechos y me vino un pensamiento a la mente que rápidamente aparté,
asqueado. No la toqué, y al cabo de un rato el urgente deseo de hacerlo me abandonó, quedándome de
nuevo tranquilo y frío, con un absoluto dominio de mi cuerpo. Aquel primer despertar del deseo de la
adolescencia fue muy agudo, pero transitorio, y me sentí curiosamente triunfante por haberlo
refrenado. De repente aquella chica despertó en mí cierta afectuosa disposición, pues me había hecho
comprender que nunca tendría que temer los estragos del amor. La lascivia no era nada especial, era
sencillamente una cometida de la sangre, un instinto animal que yo podía contener y controlar con el
mismo éxito con que controlaba mi voz. Aquella chica era bonita, pero yo no la amaba, así que a lo
mejor, después de todo, Dios había sido misericordioso y no me había hecho como a los otros chicos;
a lo mejor nunca me enamoraría de nadie. Una gran alegría y un gran alivio se agitaron dentro dé mí
ante esa idea, y empecé a desear que se despertase para poder comenzar a darle las gracias por aquel
maravilloso sentido de la liberación. La lascivia no era nada, y no la amaba. No la amaba y yo ya no
sentía la necesidad de morir a causa de un sufrimiento aplastante. Todo iba a arreglarse.
Abrió los ojos ante mi cara y rápidamente apartó la vista con un escalofrío.
-No te había visto nunca sin la máscara -susurró.
-¡De verdad! -algo de mi afectuosa gratitud se me marchitó, y con ello todo deseo de darle las
gracias-. Entonces debes de ser la única persona del campamento que no lo había hecho. Tal vez
debiera cobrarte por el privilegio de una sesión privada.
El miedo le volvió a los ojos. Yo suspiré y cogí la máscara que estaba en el suelo a mi lado y me
la volví a poner con un gesto que se había convertido en algo completamente natural para mí.
-No tienes nada que temer -dije pausadamente-, no voy a hacerte ningún daño. Nunca hago daño a
nadie.
-Pero dijiste..., antes..., dijiste...
-¡Oh, eso!¡alcé un poco los hombros con indiferencia-. Eso fue tan sólo porque me irritaste. Odio
que la gente me grite. Todas esas mujeres que gritan y se desmayan alrededor de mi jaula..., ¡no te
puedes imaginar lo que lo odio!
Se incorporó un poco, con los ojos todavía algo recelosos, fijos en mí, pero respirando con más
facilidad al disminuir su estúpido terror.
-Todo el mundo dice que eres un malvado, que trabajas como aprendiz para el demonio y que...
-¡y que cabalgo en un dragón! -terminé por ella irónicamente-. ¿Crees sinceramente que
permanecería con Javert si tuviese un dragón en el que cabalgar?
Sonrió tímidamente.
-Supongo que no. Qué extraño resulta hablarte como si... como si fueras como los demás.
Una oleada de frío malestar me pasó por encima y, de repente, tuve la desagradable sensación de
que me iba a echar a llorar..., ¡justo cuando acababa de pensar que había acabado con el llanto para
siempre! Aquel nimio e impensado comentario sin importancia hizo añicos mi calma y mi recién
encontrada resignación.
-¡Soy como los demás! -exploté indignado--. ¡Por dentro soy como todo el mundo! ¿Por qué había
de parecer eso tan extraño?
Se quedó callada mirándome fijamente con curiosidad, y me encontré con que ya no podía
sostenerle la mirada. No entendía lo que le estaba diciendo, pero al menos ya no le daba miedo. Y yo
suponía que eso ya era algo.
-¿Qué hacías aquí sola? -le pregunté al cabo de un momento--. ¿Porqué no estás en la celebración
de la boda?
Algo le pasó por la cara, una pasajera expresión de desafiante culpabilidad.
-¡Eso a ti qué te importa! -dijo bastante secamente.
La miré con verdadera incredulidad, pues de repente me di cuenta de que no podía haber más que
una explicación para su ausencia.
-¿Has tenido una cita con un amante? -dije muy bajito con temor-. ¿Un amante payo?
Me miró ferozmente.
-¿ y qué si ha sido así?
-Tu padre te pegará y te echará del campamento si se entera- dije preocupado. Sabía que una
gitana no podía cometer peor delito que el traicionar a su orgullosa raza con un payo. La mezcla de
sangre estaba muy mal vista.
Cuando desapareció repentinamente su agresivo envalentonamiento y rompió a llorar, yo no sabía
qué hacer.
-¿Dónde está tu amante? -pregunté algo inquieto-. ¿Por qué te ha dejado aquí sola? ¿Va a volver a
buscarte?
La cara se le contrajo de ira y golpeó el duro suelo con el puño cerrado.
-Me prometió que se casaría conmigo..., el so cerdo de español, ¡me lo prometió! ¡Oh, es verdad
lo que dicen de los payos que son unos asquerosos mentirosos! ¡Que el demonio lo abrase! ¡Le deseo
que su virilidad se le encoja y se le caiga la noche de bodas!
Yo me alegré de llevar puesta la máscara, pues notaba que me había puesto rojo como un
pimiento del azoramiento. Tres años entre los gitanos no me habían curtido lo suficiente como para
soportar su sana y descarada vulgaridad.
-¿Por qué me miras de esa manera? -me preguntó con hostilidad.
-No te miraba.
Me sentí rápidamente con ganas de disculparme, pues no solamente ya no me tenía miedo, sino
que ahora parecía recordar que me llevaba al menos cinco años. Una fría reserva se le había
introducido en la voz y, por minutos, me iba sintiendo cada vez más pequeño y más estúpido bajo su
despreciativa mirada.
-Saldrán pronto a buscarte -le dije-. No deben encontrarte aquí. Me agaché para darle la mano,
pero ella retrocedió con aversión.
-¡No me toques! --espetó inesperadamente-. ¡Si me tocas gritaré hasta que lo oiga todo el
campamento y vengan a buscarnos!
Me quedé anonadado. Habíamos charlado como seres humanos, y ahora, de repente, yo era de
nuevo un animal. Entonces, al mirarle a la cara a la luz del farol y ver una ladina y secreta sonrisa de
satisfacción esbozarse en sus labios, comprendí de súbito su intención.
-¡Nadie te creerá! -jadeé-. Nadie te creerá que fui yo quien te tentó para venir a este sitio.
-¡Oh, no me tentaste! -dijo con naturalidad-. Fui traída a la fuerza.
-¿Sin gritar? -pregunté con tembloroso sarcasmo-. ¿Sin un grito de protesta?
-Me desmayé... de terror -tenía la mirada fija en la lejanía, como si estuviese contemplando una
representación teatral que se estuviese celebrando delante de ella-. ¿Quién iba a poner en duda que
eso era la verdad?
Nadie, me dije a mí mismo con frío horror. Nadie dudaría de ella. Yo había cultivado la fama de
ser de una maldad desproporcionada para mi edad. Nadie iba a perder entonces el tiempo
preguntándose si no era demasiado joven para violar a una chica guapa.
Me aparté de ella, sacudiendo la cabeza lentamente con incredulidad, luego el pánico se apoderó
de mí y huí por donde había venido.
Sollozaba de rabia cuando llegué a mi carpa. Recogiendo los pocos bártulos que había acumulado
durante aquellos años, los metí de cualquier manera en un saco con una febril desesperación que
parecía estar curiosamente en contradicción con mi anterior desaliento suicida. Una vez que ella contase
su cuento, sabía que estaría condenado a muerte. Olvidando sus temores individuales, el
campamento entero se levantaría contra mí para vengarse de semejante violación. Yo ya no tenía
miedo a la muerte, pero era lo suficientemente infantil como para temer la prolongada tortura que
inevitablemente la precedería. Me harían cosas terribles..., cosas indescriptibles... Estaba tan
embebido en mi propio terror que no oí los pasos detrás de mí hasta que era demasiado tarde.
Una mano me cayó pesadamente en el hombro.
-Pero, bueno -me dijo al oído una voz conocida-, ¿qué es toda esa prisa? ¿Marcharse, abandonar
al querido Javert sin ni siquiera despedirse?
Me forzó a volverme para tenerme cara a cara, c1avándome los dedos en un sitio del cuello que
me produjo un dolor paralizador. La suave amenaza de su voz y la insolencia de su intensa mirada me
dejaron sin aliento de miedo.
-Te ibas sin una palabra de agradecimiento después de todo lo que he hecho por ti --continuó
seriamente-. Te he cuidado como a mi propia carne y sangre y ahora crees que puedes largarte como
si tal cosa. Oh, no, querido...; yo no lo creo así. No te puedes escapar del viejo Javert tan fácilmente.
Cuando la mano que tenía libre me arrancó los botones de la camisa di un grito sofocado del
susto. El vergonzoso y nefando horror que me había estado rondando como una bocanada de aire
fétido, había descendido tan inesperadamente que me quedé sin fuerzas para resistir su ímpetu.
Mientras le observaba quitarse el cinturón supe por instinto que esto no iba a ser una simple paliza...;
esto era algo espantoso que sobrepasaba mi imaginación.
Su mano se deslizó acariciante por mi cuerpo bajo la camisa abierta y yo me puse a temblar.
-Qué frío estás -se quejó--; tan frío como los muertos; es agua helada lo que te corre por las venas.
Pero no importa, pronto te calentaré.
-Por favor... -me libré de su mano con un movimiento brusco y él se echó a reír cuando me forzó
a echarme en el suelo.
Yo empecé entonces a luchar en serio, con una desesperación salvaje de la que no me hubiese
valido tan sólo para salvar la vida.
-Eso está mejor -dijo con una extraña satisfacción-. Eso está mucho mejor. Eres
sorprendentemente fuerte, ¿verdad? Ya veo que no podía haber retrasado mucho más esta última
lección. Nadie te va a desear nunca como te deseo yo... ¡Desde luego ninguna mujer! ¿Lo sabes? ¿Te
das cuenta del gran honor que estoy a punto de hacerte? No..., claro que no lo sabes, pues eres un
verdadero inocentón, a pesar de todos los cuentos que corren sobre ti alrededor del fuego del
campamento. Puro como la nieve recién caída, a pesar de todos tus inteligentes trucos. Bueno, pero
no por mucho más tiempo. Esto, querido, es el final de tu inocencia.
Me puso una mano sudorosa entre las piernas y entonces comprendí; no sabía cómo sería posible,
pero en lo más hondo de mi ser comprendí lo que me iba a suceder.
¡Violación!
¿Por qué había pensado yo que eso era un destino reservado exclusivamente a las mujeres?
Dejé de luchar y permanecí completamente quieto, observándole cómo tiraba su sucia
indumentaria a mi lado en el suelo.
-Ya veo que has decidido ser sensato ---comentó--. Eso está bien, así es como me gusta. Una
lucha sana para estimular el deseo... y luego un poco de adaptación.
-¿Qué tengo que hacer? -susurré apagadamente.
-Desnúdate y quítate la máscara, y luego... yo te enseñaré.
Me incorporé con cautela, controlando mi estúpido pánico; no podía hacer ningún movimiento
repentino, no podía hacer nada que pudiese alarmarle. Le vi relajarse visiblemente ante esta prueba de
mi fatigada resignación. Al volverse descuidadamente para quitarse las botas, cerré la mano en torno
a la empuñadura del cuchillo que sobresalía por debajo del cinturón que se había quitado.
Esperé justo lo suficiente para que se volviese de nuevo hacia mí y, entonces, le clavé el cuchillo
en la repugnante y fofa masa de carne que le cubría la garganta. Me quedé impresionado y
estremecido por la extraordinaria intensidad de mi placer al sentir el cuchillo deslizarse sin esfuerzo
entre las capas de la piel y clavarse hasta el mango; impresionado por registrar esa extraordinaria
sensación precisamente donde su indecente mano me había tocado.
Contemplé entonces cómo se le abombaban los ojos de incredulidad, cómo se le aflojaba la boca
y cómo le temblaba al dar una boqueada silenciosa, cómo se llevaba las manos al surtidor de sangre
que manaba de él cuando con toda calma saqué el cuchillo. Miré con fijeza el rojo torrente con una
sorpresa fría, desapasionada, casi indiferente; para mí era como si. hubiese reventado un pellejo de
vino. Había tiempo para asombrarse ante aquel curioso fenómeno... parecía haber tiempo de sobra.
Se puso de pie y trató desesperadamente de dirigirse, tambaleándose, hacia la faldilla de la puerta
de la carpa cuando le clavé el cuchillo en las costillas, esta vez tropezando molestamente con el
hueso.
Entonces me agarró las manos con las suyas al sacarle yo la hoja del cuchillo, pero la fuerza se le
iba agotando rápidamente y no pudo sujetarme. Me solté los brazos girando y hendí el cuchillo por
última vez, metiéndoselo de lleno en el agujero sangrante de la garganta.
Cayó como una piedra a mis pies, y yo me quedé mirando su mutilado cuerpo con jadeante
éxtasis, contemplando los estertores de su agonía sin el menor indicio de remordimiento o
repugnancia. Había sido tan fácil, y tan increíblemente satisfactorio, que apenas podía creer mi buena
suerte. Cinco minutos antes yo era un niño inocente y aterrado; ahora era un hombre con un asesinato
extraordinariamente bien hecho en mi haber.
Me sentí intoxicado de poder mientras limpiaba el cuchillo. en la camisa de Javert, luego lo metí
en el saco que aún estaba encima de mi jergón.
Tranquilamente, sin prisa, recogí el saco y me encaminé hacia su tienda, donde pronto localicé la
bolsa de cuero en la que guardaba las ganancias de mis actuaciones. No había ni sigilo ni miedo en la
forma en que crucé el campamento, y cogí, con calma, mi caballo favorito de entre los que estaban
atados. Ya no temía ser descubierto; no había un hombre que si me echaba las manos encima fuese a
sobrevivir para jactarse de ello. Me marchaba ahora porque había decidido marcharme; no me
marchaba porque temiese por mi seguridad, sino porque sentía desprecio por mi pasada debilidad, por
mis terrores infantiles y por mi sumisa desesperación.
El final de la inocencia...
Los límites de aquella insignificante y pequeña tribu de nómadas se me habían quedado
estrechos; ya no precisaba la dudosa protección de un malvado pervertido. Mi infancia había llegado
a su término y el mundo solicitaba mi singular talento. Acababa de empezar a explorar el vasto
imperio de mi mente y sus fronteras se me presentaban con la amplitud de un horizonte lejano. Quería
apurar toda nota de música jamás escrita, absorber toda la sabiduría del mundo, y dominar unas artes
que la humanidad aún no había concebido. Ya no precisaba límites..., donde los encontrase en el
futuro, los abatiría, forjando como consecuencia nuevos prodigios para sorprender a la pobre y
crédula humanidad. La creación - y la destrucción- serían las únicas aspiraciones que admitiría a
partir de entonces. Yo sería como Dios, una fuerza absoluta; por encima de toda duda..., por encima
de toda limitación.
El final de la inocencia.
Como Adán, había comido del árbol de la sabiduría, y había sido condenado, en consecuencia, a
errar por el mundo. Pero mi edén estaba plagado de crueles ortigas y perversas espinas... No
recordaba su pérdida con pesar. Las cadenas de la conciencia, con las que un cura párroco había
tratado de amarrarme, se habían quebrado sin posibilidad de ser recompuestas. Al perder el temor a la
muerte, había perdido todo respeto por las vidas de los demás. Aquella noche se me había hecho
evidente que la vida valía poco y que se consumía fácilmente, que era un pobre ser diurno que podía
extinguirse con la misma facilidad que la llama de una vela.
La muerte era el poder extremo y yo su ilusionado y complaciente aprendiz.
¡El asesinato no era más que otra técnica que yo había de dominar!