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jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 12)



Sobre las pesquisas de Erik... y sus comienzos. Este es el primer capitulo, por favor comenten si el libro les esta gustando ^^.

Por cierto, el libro esta dividido en varias partes, ejemplo: en la parte de Erik vuelve a haber capítulo uno... he omitido eso y continuare con capitulo 12, 13... etc.
ERIK
(1840 – 1843)
1
Recuerdo que la noche en que me escapé de mi casa de Boscherville estaba oscuro como boca de
lobo. No había luna y, al abrirme camino entre la densa maleza en el bosque de abedules y pinos de
Roumare, las matas de ortigas me picaban en las manos. Yo no era generalmente tan patoso pero esa
noche tenía la cabeza embotada por el amodorramiento que produce el láudano y tropecé y me caí
varias veces. La herida que tenía debajo de las costillas había empezado a sangrar de nuevo con el
esfuerzo y volví a notar una viscosidad caliente filtrándose de nuevo bajo la camisa; pero no me detuve.
Seguí adelante, adelante --como si mi vida dependiese de esta huida precipitada y desesperada-,
sin saber cómo o adónde huía.
Yo ya no tenía miedo de la oscuridad; hacía tiempo que había aprendido a apreciar el caritativo
velo que me protegía de los ojos del odio. Me había convertido en una criatura de la noche, que
pasaba sin ser vista por las más oscuras sombras de los bosques, empapándome de los maravillosos
misterios de la naturaleza mientras que los que gustaban de la dura luz del día dormían en sus camas
tranquilos e ignorantes. Yo era tan noctámbulo como un tejón; y como el tejón, sabía que mi único
enemigo era el hombre.
No tenía ningún plan ni ninguna idea coherente en el cerebro, tan sólo una instintiva y profunda
necesidad de marcharme lejos, lejos, de la casa de mi madre. La muerte de Sacha me había
demostrado que mi madre no estaría nunca segura mientras yo continuase viviendo bajo su mismo
techo. Cuando yacía medio drogado en el sofá, me di cuenta de que no había más que dos alternativas
para mí. Podía dejar que me encerrasen en aquel horrible sitio para locos o podía huir. Elegí huir.
Al amanecer encontré un arroyo donde pude beber y construirme un refugio de ramas y hojas
escarchadas. No era una edificación palaciega, apenas a obra de un gran arquitecto, pero era una
protección contra los cortantes vientos de aquella heladora primavera normanda. Cuando estuvo
terminado, entré a gatas y permanecí allí durante varios amaneceres y varios crepúsculos. Estaba lo
bastante cansado como para haber dormido a pesar de mi dolor físico, pero era el dolor mental lo que
me mantenía despierto, el dolor de unas palabras que herían más profundamente que cualquier hoja
metálica.
Accidente anómalo de la naturaleza.
Monstruoso peso.
Un lugar donde puedas empezar a olvidar.
Pensé en mi madre. Una tremenda clarividencia me mostró lo aliviada que se sentiría al encontrar
que me había marchado, y me imaginé al doctor Barye consolándola con su manera eminentemente
sensata y práctica, mientras que en su interior se felicitaba por tan sorprendente buena suerte. Ella
ahora era libre. Se irían juntos a un lugar donde nadie la conociese, donde ella pudiese olvidarme y
ser feliz.
Yo quería que fuese feliz. ¡Estaba tan guapa cuando sonreía a la estatua del pastorcillo! Eso fue
por lo que hice que le cantase, para que estuviese feliz y sonriese y no quisiese enviarme a un
manicomio. Nunca tuve la intención de volverla loca. Cuando por vez primera empezó a mecer la
cuna vacía en el dormitorio de la buhardilla, temí que pudiesen enviarla también a ella a aquel terrible
lugar del que me había hablado. Así que, por el contrario, hice que todo el mundo se fuera. El padre
Mansart, el doctor Barye, la señorita Perrault... Les hice, uno a uno, desaparecer a todos. Soy capaz de
hacer que desaparezca cualquier cosa si realmente me lo propongo. Todo menos mi cara.
Incluso desde mis primeros recuerdos, mi madre estuvo siempre fría y distante, como una bella y
lejana estrella, siempre fuera de mi alcance. Creo que nací sabiendo que no debía tocarla, pero pasó
mucho tiempo antes de que yo comprendiese la razón de su repulsa y su odio. Incluso cuando me
arrastró ante aquel espejo y me mostró mi cara, al principio no comprendí. Pensé que la horrenda
imagen del espejo era un ser salido de una pesadilla, enviado para castigarme por mi desobediencia y,
durante mucho tiempo, tuve miedo de quitarme la máscara por si volvía a aparecérseme.
La verdad me fue .llegando despacio, y cuando empecé a caer en la cuenta, desarrollé una
fascinación irracional por los espejos y, jugando con los crueles e insensibles pedazos de cristal,
aprendí que podían ser deformados y manipulados para hacer que mostrasen a otros una apariencia
engañosa del tipo de pesadilla que me mostraban a mí. Mi preocupación por el ilusionismo indignaba
a mi madre. Decía que era una fantasía enfermiza y que si no la dominaba y volvía mis pensamientos
a Dios seguramente acabaría loco.
Me decían continuamente que volviese mis pensamientos hacia Dios, como si yo fuese un ser
especialmente perverso con una mayor proporción de la que a cada mortal corresponde del pecado
original. A decir verdad, yo era un niño católico perfectamente devoto y sumiso..., hasta el día que
supe que los animales no tienen alma.
No recuerdo qué sucedió una vez que me hicieron tan terrible revelación. No sé lo que hice para
que el padre Mansart decidiese exorcizarme, ¡debió de ser algo malo! Sólo sé que después de tener
lugar la siniestra ceremonia, descubrí que odiaba al cura, y que odiaba a Dios también..., a Dios, que
negaba una vida en el más allá a mi único amigo. ¿Por qué habían de tener alma los hombres odiosos
mientras que mi adorada Sacha estaba condenada a que se la comiesen los gusanos, a volver a ser
barro como si no hubiese existido? No podía soportar que me dijesen que cuando nos separásemos
sería para siempre.
¡Sacha! Hasta donde alcanza mi memoria siempre había estado ahí, había sido una presencia
acogedora, fácil, afectuosa, que nunca huyó de mí. Me contemplaba la cara sin la máscara y me lamía
la mejilla desnuda con su áspera lengua de color rosa. Y me dejaba besarla la suave y sedosa cabeza
y, a veces, cuando estaba trabajando, me metía la cabeza en la mano para pedirme que la acariciase.
Cuando la vi tumbada a mis pies, con su bella cabellera rubia entremezclada de suciedad, juré
vengarme de toda la raza humana por este crimen que mi fe no consideraba digno de confesionario.
Aprendí a odiar la noche en que Sacha murió. Fue la primera vez que sentí ese vehemente deseo de
sangre, el incontrolable e insaciable impulso de matar..., y matar..., ¡y matar!
Fue la primera vez, pero no la última.
Hacía un frío terrible bajo la cama de hojas y mi temblorosa respiración dejaba pequeñas nubes
en el aire húmedo. En la hierba rígida y blanqueada de alIado de mi cama advertí una araña
avanzando con determinación. La señorita Perrault tenía miedo de las arañas. Yo le había puesto una
en cierta ocasión en su chal, un ejemplar especialmente grande y feo, no muy diferente del que yo
estaba viendo ahora, y entonces el alarido de miedo que lanzó fue penoso de oír. A mi madre no le
daban miedo las arañas, pero de todas maneras las odiaba; ella odiaba a todos los seres feos y
repelentes. Siempre que yo veía una araña en casa, la salvaba antes de que ella tuviese la oportunidad
de aplastarla con la escoba. A veces soñaba que yo era una araña que huía precipitadamente buscando
aterrada un agujero oscuro, pero seguro, donde ningún ser humano con odio pudiese encontrarme.
Soñaba que tejía una telaraña pegajosa muy grande que se tragaba a todas las personas que tiraban
piedras a nuestras ventanas y que gritaban cosas feas. En la oscuridad yo salía a hurtadillas por una
hebra de seda y me recreaba de su indefensión antes de paralizarlos de un solo mordisco.
He pensado con frecuencia que yo habría sido muy feliz siendo una araña.
Hasta una araña tiene derecho a emparejarse.
El hambre me sacó finalmente de mi refugio, obligándome a seguir adelante por aquella zona de
densos bosques, andando por la noche y durmiendo de día. Un irónico capricho del destino me había
dotado con una asombrosa capacidad de recuperación, y la herida de cuchillo se me iba cicatrizando
poco a poco, convirtiéndose en un verdugón con costra marrón que me animó a quitarme los vendajes
del doctor Barye. Su rápido tratamiento había evitado que se infectase. Probablemente me había
salvado la vida, pero yo no consideraba esto como algo por lo que estar agradecido, pues, por el contrario,
había veces en que llegaba a odiarle más por aquel único acto de compasión que por todo lo
demás.
Tenía una vaga idea de que el bosque me conduciría a la carretera de Canteleu. Mi instinto me
impulsaba a esconderme de la gente, pero, acuciado por mi creciente necesidad de comer, ese instinto
empezaba a debilitarse más y más cada día. Tenía la ropa hecha jirones y muy sucia, pegada al cuerpo
como unos harapos húmedos, después de haber pasado tantas noches durmiendo en el suelo; sin
embargo, esa incomodidad perdía importancia ante el hambre salvaje que tenía.
No estaba acostumbrado a tener hambre. En su casi demencial insistencia en que comiese para no
recordarle a un esqueleto hambriento, mi madre ponía constantemente delante de mí una insultante
procesión de platos. Me forzaba a comer como si fuese un castigo: era como si hubiese tratado de
expiar alguna negligencia del pasado, a este respecto, que la colmaba perpetuamente de un gran
sentido de culpabilidad. Yo había desarrollado mucha destreza manual desde muy temprana edad, a
fin de pasar comida que yo no quería a Sacha por debajo de la mesa, y con frecuencia pensaba en el
cielo como en un lugar donde nadie tendría que volver a comer. Pero eso era antes de que
comprendiera de verdad lo que era morirse de hambre.
No había tomado nada más que agua durante casi una semana y estaba mareado y con una
desesperación que me iba devolviendo poco a poco al mundo de los seres humanos.
Cuando oscureció de nuevo, abandoné el refugio del bosque y me aventuré a la carretera abierta,
donde un resplandor de pestañeantes luces me atraía acogedoramente. Las luces significaban que
había gente, y donde había gente había también comida que podía robarse. Avancé a trompicones
hasta llegar a un campamento de carpas y caravanas situado en un amplio espacio de terreno comunal
respaldado por la masa más profunda del bosque.
¡Gitanos!
Yo sabía muy poco sobre estas misteriosas gentes, y lo poco que sabía era en su mayor parte
malo, recogido de retazos de conversación entre mi madre y la señorita Perrault. Eran unas gentes
paganas (y según mi madre, ése era el peor crimen imaginable), robaban niños (especialmente niños
que no se comían la cena; esto último mirándome a mí severamente), eran unos rufianes vagabundos
que no se lavaban, no tenían principios y a los que no se debería permitir que acampasen cerca de la
gente decente.
Los gitanos eran, por tanto, como las arañas. A mi madre no le gustaban, y yo, en consecuencia,
me sentía secretamente unido a esos marginados.
Pero aun así fui con cautela, temiendo ser descubierto al introducirme en el campamento, en cuyo
corro interno tenían atados a un poste un grupo de caballos cuyo atractivo y belleza desbordó
momentáneamente mi propósito. Alargué la mano instintivamente para acariciar un suave y aterciopelado
morro yeso fue mi perdición, pues el caballo relinchó nerviosamente ante la desconocida
caricia y al momento ese nerviosismo se contagió a todos los pacíficos animales que estaban atados.
Inmediatamente empezó a ladrar un perro y un hombre gritó airado para avisar que alguien estaba
tocando los caballos.
De repente se precipitaron sobre mí faroles procedentes de todas partes. Instintivamente me tiré al
suelo y me tapé la cara con los brazos preparándome a resistir los posibles golpes. Me agarraron por
los hombros y me arrastraron por el suelo de mantillo escarchado hasta el enorme fuego del
campamento, que parpadeaba y resplandecía contra la clara noche de primavera. y allí me lanzaron a
los pies de un hombre bajito con un bigote negro como el azabache y un único arete en una oreja, que
me empujó con bastante fuerza con el pie.
-¡Levántate! -ordenó fríamente.
Me puse de pie como pude y miré en tomo mío frenéticamente en busca de un camino por donde
poder escapar, pero pronto comprendí que estaba rodeado.
-¿Sabes lo que hacemos con los ladrones? -preguntó el hombre-. ¿Con los ladronzuelos que no
enseñan su cara de ladrón? Les asamos como erizos..., y luego... -se inclinó hacia delante y me acercó
a su cara de atezada piel-. ¡Y luego nos los comemos!
Yo no veía motivo para no creer aquella amenaza y mi grito de horror fue recibido con sonoras y
estruendosas risotadas de regocijo.
-Mejor será que nos muestres la cara, ¿no te parece? -continuó el hombre con calma-, si no
quieres terminar en la hoguera del campamento.
Agarré la máscara con desafiante terror, consciente de la curiosa expectación que se advertía en
todos los rostros, arrebolados por la luz que proyectaba el fuego.
-Oh, déjale marcharse -dijo una mujer con una falda de chillones colores-. El pobrecillo diablo
tiene aspecto de estar muerto de hambre. Mira los brazos, los tiene como palillos. Dale algo de comer
y déjale marcharse, después de todo no ha hecho nada malo.
-¿Cómo sabes que no ha hecho nada malo? -gritó un hombre detrás de mí-. ¿Es que nos vamos a
fiar de los payos? ¿De los payos furtivos? ¿Qué hacía merodeando junto a los caballos? Vamos,
volvede los bolsillos a ver primero qué ha robado.
-¡ Y quítate esa máscara!
-Sí..., quítate esa máscara.
El grito fue coreado como una salmodia mientras me pasaban alrededor del fuego de unas manos
a otras en tanto que yo me debatía para conservar la máscara.
-Quítate la máscara, queridito, y déjanos que te veamos. Numerosos dedos empezaron a
manosearme las sienes y yo me puse a chillar y a dar patadas salvajemente.
-¡No..., no! ¡Por favor..., no!
-Escuchad eso, ¡tiene los modales de un caballero! ¿Qué os parece? -¿Será acaso un príncipe de
Borbón que perdió la carreta?
Las risas a mi alrededor se hacían cada vez más estruendosas y violentas.
-¿Tienes sangre azul, verdad, queridito? ¿Te abrimos una vena para verlo?
Me sujetaron los brazos por la espalda y yo forcejeé violentamente para soltarme. Entonces una
vigorosa mano me agarró por debajo de la garganta y me arrancó la máscara. De repente se hizo un
silencio mortal, roto tan sólo por un único juramento gitano.
En el pavoroso silencio les vi a todos mirarme fijamente y en las caras quedaron reflejadas toda
una serie de diferentes expresiones que iban desde una auténtica incredulidad a verdadero pavor.
-Dejad que me marche -susurré débilmente-. Si me dejáis marcharme prometo que no volveré.
Iban cerrando el círculo alrededor mío, como los lobos de una manada y a la luz de la lumbre vi el
reflejo de un cuchillo, y entonces grité, pues súbitamente supe que iba a tener que soportar todo de
nuevo..., la estúpida violencia de una turba furiosa e irracional.
Luego todo se puso negro y no supe nada más de lo que me hicieron esa noche.
Clair

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