CHIISTEEE

¿Quieres que ya no opine sobre los libros?

jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 16)


5
Javert no era un gitano de nacimiento ni siquiera un poshratt, o media sangre. Era un chorody, un
nómada tolerado únicamente por su capacidad para dirigir los espectáculos, y pronto empecé a
comprender que, aunque viajaba con los gitanos, no pertenecía más que yo a su fuertemente trabada
comunidad.
En algún momento de su pasado había recibido una somerísima educación. A diferencia del resto
de la comunidad, sabía leer y, de vez en cuando, a través de las capas de su inherente vulgaridad
afioraban retazos sueltos de cultura. Fue Javert quien me contó la leyenda de Don Juan, y añadió el
nombre del gran conquistador a la extraña colección de motes con los que se deleitaba en llamarme.
Al principio era sencillamente otro insulto, no más hiriente que los demás, pero a medida que me fui
haciendo mayor y a estar más consciente de lo que iba implícito detrás de su burla, empecé a odiar el
nombre de Don Juan más que ningún otro.
Javert se pasaba la vida fanfarroneando de sus amantes y, sin embargo, no había ninguna mujer
que se acercase a su tienda. Como no era hermano de sangre de nadie, en el campamento no había
ningún padre que hubiese aceptado una donación de este hombre para casarse con su hija, y en mi
inocente ignorancia, sencillamente daba por hecho que ésa era la razón de que no tuviese mujer.
Una noche entró en mi tienda sin previo aviso, como solía hacer, y se inclinó sobre mí,
echándome asquerosos vapores alcohólicos en la cara. Al momento me di cuenta de que estaba
borracho..., y cuando estaba borracho era peligroso; sabía que tendría que tener cuidado.
-Trabajando..., siempre trabajando --comentó en tono poco amistoso, metiendo un dedo, bien
rechoncho, en el mecanismo de un nuevo truco que estaba en la mesa delante de mí-. ¡Qué cadaverito
tan trabajador eres!
Al cerrársele un muelle invisible en el dedo, recibí tal pescozón en la cabeza que me caí al suelo.
-¡Maldito seas! -dijo con irritación-. ¡Lo hiciste aposta! -¡Qué va! ---contesté airado, puesto que
por una vez estaba casualmente diciendo la verdad-. Fue un accidente.
-Sí, probablemente -dijo despectivamente-. Se te da muy bien lo de organizar accidentes,
¿verdad? Ya he notado que hay pequeños incidentes en abundancia cuando tú andas cerca.
Me quedé callado, preguntándome alarmado si realmente había adivinado de cuántos percances
era yo responsable. Aquella caída suya del caballo, por ejemplo; el inexplicable desplome de su
tienda, toda una serie de estúpidas e irritantes desgracias que yo había pensado que él sería incapaz de
relacionar conmigo.
Le miré a la cara, y me di cuenta con horror que sabía todo. Entonces esperé a que me cayese
encima el castigo.
No tuve que esperar mucho.
Bruscamente me arrancó la máscara de la cara, la cortó en pedazos con su temible cuchillo y me
tiró a mí los pedazos. Luego se me quedó mirando.
-¿No hay lágrimas? -frunció el ceño-. Me decepcionas, cadaverito. Y ciertamente ya sabrás que es
mejor no decepcionar al bueno de Javert.
Estiró el brazo y me abofeteó repetidas veces la cara con el revés de su enorme mano, pero yo
permanecí callado, mirándole fijamente con los ojos secos llenos de odio. Y, finalmente, recordando
que yo tenía que actuar esa noche, abandonó su intento de hacerme llorar.
-Al fin eres un hombre -dijo de mala gana-, ya no eres un mocoso llorón. Y lo siguiente supongo
que será que quieras un salario.
Juzgaba que era más seguro quedarme callado cuando me rondaba amenazadoramente. Había
aprendido a desconfiar de aquellos momentos de aparente generosidad: eran generalmente el preludio
de nuevos golpes y humillaciones.
-¿Cuántos años tienes? -preguntó inesperadamente.
-No sé -dije sin levantar la vista del suelo.
-¿Qué no sabes? -dijo bromeando de repente-. ¡Claro que tienes que tener una fecha de
nacimiento, como todo el mundo! O a lo mejor es que no naciste. A lo mejor es que saliste de un
huevo, como los lagartos. En mi memoria vi un espejo hacerse trizas, y empecé a temblar.
-No sé -dije con voz trémula-. Mi... ella..., nunca me hablaba de ello.
Se pasó la manga de la camisa por la nariz y sonrió, dejando al descubierto una fila de dientes
amarillos y mellados.
-Bueno, supongo que es que no habría nada que celebrar. Es un milagro que nadie te tirase al
fuego antes de que empezases a respirar. Pero yo diría que debes de tener once o doce ahora... ¿Te
parece más o menos justo a ti?
Dije que sí con la cabeza con cierta cautela, intrigado por saber adónde conduciría esta serie de
preguntas.
-Bueno, pues -continuó afablemente- dentro de un año o así, si sigues atrayendo estas multitudes,
a lo mejor me decido a pagarte un salario. Claro que dependería de si seguías dando satisfacción... en
la escena, y fuera de ella, si es que comprendes lo que quiero decir. Me gustan los chicos que saben
cómo demostrar su gratitud…por así decido.
Le miré sin comprender.
-No entiendo -susurré.
-No te preocupes, ¡ya lo entenderás! -se echó a reír y me dio unos cachetes juguetonamente
alrededor de la oreja-. Sí, lo comprenderás todo a su debido tiempo. Eres muy listo, eso te lo concedo,
a veces demasiado listo por tu propio bien, pero no sabes todo. Hay un par de cosas que puedo
enseñarte cuando me apetezca. Y si estás dispuesto a aprender, si estás dispuesto a complacer...,
bueno, pues a lo mejor encuentras que soy muy generoso.
Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando, pero su tono y su actitud suave y casi felina me
dejaron helado de aprensión. Aquella curiosa amabilidad escondía una amenaza todavía desconocida,
por encima de lo que yo podía comprender, y tuve miedo de hacer más preguntas. Tuve la impresión
de que por una vez no quería saber las respuestas.
Se chupó el dedo que le sangraba, escupió en el suelo de tierra y se dirigió pausadamente hacia la
faldilla de la carpa. En la puerta se volvió para mirarme y en la cara tenía una expresión muy curiosa.
-Nunca he poseído un cadáver -dijo como meditando.
Y luego se fue, dejándome solo con mi ignorancia y mi miedo.
Yo esperé nervioso durante los meses siguientes para que aquel innombrado desastre no me
cogiese desprevenido, pero mi vida continuaba como antes y nada peor me acontecía que recibir las
palizas a las que ya estaba acostumbrado. Había aprendido a aceptar el dolor físico aparentando indiferencia.
Si mi actuación no era perfecta, si enojaba a mi amo con una palabra que accidentalmente
era inoportuna, yo sabía exactamente lo que esperar. Pero las heridas de la carne y los moratones se
me curaban rápidamente y tenía cuidado de no cometer un error más de una vez. Había aprendido
cómo sobrevivir.
En un momento dado, al año siguiente, cruzamos la frontera y entramos en España, dirigiéndonos
ininterrumpidamente hacia Cataluña. La feria anual de Verdú había sido un tradicional punto de
encuentro de los gitanos desde el siglo XIV, y en el campamento se respiraba un ambiente de contenida
agitación ante la perspectiva de emocionantes encuentros con los hermanos de sangre. Por la
noche las tiendas y los carromatos arrojaban a sus ocupantes en tomo al fuego del campamento, los
violinistas rasgaban alegres canciones y las gitanillas bailaban para sus hombres entrando y saliendo
de la parpadeante luz, con largos mantones sobre los brazos desnudos, bronceados por el sol,
salerosas..., sensuales....
Este era el momento que yo había aprendido a amar por encima de todos los demás, cuando la
magia de las gitanas se desplegaba ante mis ojos pero siempre permanecía algo más apartado,
contemplando, escuchando, absorbiendo, y, sin embargo, en silencio y sin ser visto, como una culebra
sobre la hierba seca. Su cultura era un universo aparte del de la respetable existencia de la clase media
que yo había conocido antes, era una vida impregnada del amor a la música y regida por un respeto
instintivo y persistente hacia las fuerzas de la magia y el misterio. Para un gitano cada riachuelo, cada
bosque y cada seto está poblado por invisibles espíritus y demonios que hay que aplacar
continuamente por medio de conjuros y ensalmos. Lo oculto tiene una fuerte garra y la fortuna la
determina una cárta del Tarot. A mí me fascinaban los secretos de la adivinación y me cautivaba su
música, que abría nuevas perspectivas para mi oído convencionalmente formado. Era una música que
no reconocía límites artificiales. Prescindiendo de los acordes, de la transición y de la modulación
intermedia, su libertad era del todo intoxicante.
Yo escuchaba y aprendía, y todo lo que absorbía encontraba su plasmación dentro de mi carpa, en
la música o en el ilusionismo. No había ninguna parte de mí que no se viese afectada por su
inspiración, pero aquellos elevados conceptos de belleza y misterio no los adquirí sin dolor.
Yo había sido un niño solitario, contento con mi propia compañía, sin tener compañeros ni
desearlos, pero ahora me asomaba a un mundo muy diferente, un mundo de personas gregarias,
íntimamente relacionadas, que no tenían impronunciables tabúes que les prohibiesen tocarse o hacer
públicos esos tocamientos. Cada noche que les contemplaba juntos, peleándose, riendo, amándose,
hacía que mi noción de lo diferente que yo era se hiciese más nítida y dolorosa y que me lanzase una
luz fría y nueva sobre mi desgracia interior.
Si no hubiese ido a caer entre gitanos, quizá no habría estado consciente de las formas femeninas
tan pronto; tal vez hubiese disfrutado unos pocos años más de la asexuada inocencia infantil. Las
mujeres gitanas no son ni ligeras ni lascivas en su comportamiento: se valora mucho la virginidad y
no se compran más que por un elevado precio. Pero el amor, una vez santificado por el matrimonio,
no era una cosa privada y las parejas se abrazaban libremente en tomo al fuego del campamento,
evidenciando el placer de sus cuerpos sin vergüenza. Aquella primavera en Verdú me daba la impresión
de que todo el mundo se estaba emparejando, compartiendo un secreto universal que estaría
siempre vedado para mí. Y de repente, no resultaba suficiente el ser aprendiz del diablo, el número
estrella de un espectáculo ambulante cada vez más famoso.
Lo único que yo quería era ser como los demás.
Mientras las celebraciones nupciales estaban en su punto álgido, con los violines tocando con
aquel extraordinario amor a la vida que es tan característico de los gitanos de todo el mundo, yo me
adentré a la oscura y amorfa noche y robé lo que necesitaba de la tienda de la anciana.
Era capaz de vivir rodeado de crueldad y de odio; pero era la felicidad de los demás lo que ya no
podía soportar, la repentina revelación de que ninguno de mis talentos me iba a conseguir el ser
aceptado como un ser humano. Mi tienda podía ser cómoda, podía tener la libertad de ir y venir como
quisiese, pero en todo lo esencial seguía viviendo en una jaula, rodeado de barrotes invisibles. El
mundo tan sólo quería de mí que les deleitase los órganos sensoriales de la vista y el oído.
Yo estaba solo y nada iba a cambiar eso nunca. Quizá hubiese llegado el momento de dejar atrás
este mundo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario