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martes, 23 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 8-9)


8
Desde que tuvo edad de andar, yo había tomado la preocupación de encerrar a Erik con llave en
su cuarto por la noche, en parte por protegerle a él, pero principalmente por mi propia tranquilidad.
Tenía ocho años cuando hice el nada grato descubrimiento de que las ventanas atrancadas y las
puertas cerradas con llave ya no eran suficiente para retener su imaginación cautiva.
Una mañana el padre Mansart vino a verme bastante preocupado para decirme que había mucho
desasosiego en el pueblo y que yo debía tener más cuidado de que Erik no saliese por la noche.
-No le comprendo -dije frunciendo el entrecejo-. Usted sabe muy bien que no se le permite ir más
allá del jardín.
El sacerdote sacudió la cabeza.
-Madeleine, más de una persona le ha visto en los jardines de la iglesia. Y hay varios testigos que
insisten en que oyeron tocar el órgano la noche pasada a medianoche.
-Pero, padre, eso no es posible -protesté-, yo misma le encerré con llave en su cuarto a las ocho.
-¿Dejó usted la llave puesta en la puerta?
-Sí. Pero es exactamente áhí donde la encontré esta mañana. Incluso si hubiese conseguido sacar
la llave de la cerradura y pasarla por debajo de la puerta, no habría podido de ninguna manera
volverse a encerrar él mismo.
-Mucho me temo que con Erik todo es posible -dijo el sacerdote con gravedad-. Me parece que lo
mejor será que yo le hable.
Me quedé profundamente consternada cuando Erik no trató de negar su escapada; lo admitió
abiertamente y tan sólo bajó la cabeza cuando el padre Mansart le reprendió por el pecado de engaño.
-No hacía nada malo -protestó, mirándome preocupado, como si esperase que yo le fuese a pegar
delante del sacerdote.
-¿Entonces, qué es lo que estabas haciendo? –grité
-Hay zorros en el bosque ---dijo con tranquilidad-, y me gusta con templar a sus cachorros
jugando a la luz de la luna. La primavera pasada...
Se calló aterrado ante mi expresión. Yo no podía creer que hubiese estado vagabundeando hasta
el bosque de Roumare durante un año o más sin que yo me enterase. Vi entonces muy claramente lo
que había ocurrido, cómo su creciente confianza le había inducido a aventurarse más y más dentro del
pueblo, donde la bella iglesia románica le atraía como una estrella polar.
-¿Cómo sales de tu cuarto? -pregunté.
-Oh, eso es fácil... -admitió--. Sencillamente, desatornillo las barras de la ventana y salto al árbol
que hay fuera.
Cerré los ojos horrorizada. Su cuarto estaba al menos a veinte pies del suelo y el árbol al que se
refería estaba lo suficientemente lejos como para hacer que ese salto resultase suicida para quien no
fuese un gato. No me molesté en preguntarle cómo se las arreglaba para volver a entrar..., sin duda
sería por un método igualmente demencial.
-¡So estúpido! ¡Te podías haber matado!
Dirigió la vista al suelo.
-Todo es tan bonito de noche y nadie me ve- murmuró.
-Bueno, pues anoche no solamente te vieron sino que te oyeron- espeté-. Ahora ya sabrá todo el
pueblo que estuviste tocando en la iglesia.
-¡Oh! -exclamó con tristeza-. Pensé que si alguien me oía pensaría que era un duende.
-Erik ---dijo el padre Mansart, interviniendo apresuradamente al verme cerrar los puños-, lo que
has estado haciendo es muy imprudente y hace que tu madre y tú corráis un riesgo. No debe volver a
ocurrir. Si continúas alarmando al pueblo de esta manera puede haber desagradables... represalias.
Erik hizo un movimiento instintivo hacia mí y luego se detuvo en seco. -Entiendes lo que quiero
decir con represalias, ¿verdad, hijo mío? -Sí -susurró Erik horrorizado-. Pero ¿por qué...? ¿Por qué
habían de hacerme daño? Yo no he hecho nada malo... ¿Por qué me odian todos? El sacerdote
extendió las manos con inquietud.
-Los hombres odian las cosas que temen... y temen las cosas que no comprenden.
Erik se tocó la máscara con indecisión.
-Mi cara... -titubeó--. ¿Me odian a causa de mi cara?
El padre Mansart le cogió del brazo.
-Ven, niño, vamos a rezar. Pediremos a Dios que te conceda paciencia y comprensión...
-¡No! -Erik se soltó bruscamente-. ¡No voy a rezar más! ¿Por qué había de hacerlo? Dios no me
escucha.
-¡Erik! -jadeé-, pide perdón al padre Mansart inmediatamente y ruega a Dios que te perdone por
tan terrible blasfemia.
Se quedó callado con terquedad.
-Vete a tu cuarto -dije glacialmente-, trataré de tu desobediencia más tarde.
Hubo un silencio estremecedor cuando se hubo marchado. Luego me desplomé en la silla de al
lado de la chimenea y me quedé mirando al sacerdote.
-¿Qué podemos hacer? -dije en voz baja.
-No le puede usted permitir que vuelva a salir de casa -dijo el padre Mansart al cabo de un
momento-. Volveré más tarde para cerrar con tablas la ventana y poner cerrojos en la puerta.
-Cerrar con tablas la ventana... -repetí abatida-. ¿He de encerrar le ahora en una habitación sin luz
natural?
-Me temo que no hay otra manera de protegerle -dijo el sacerdote con tristeza.
Esa noche hubo un gran revuelo fuera, en la calle, pues una multitud de chicos se dedicó a tirar
piedras y a gritar toda clase de insultos. Yo estaba tan furiosa que, a pesar de las advertencias del
cura, abrí de golpe la ventana de mi cuarto y me enfrenté a ellos. .
-¡Marchaos! -grité-. ¡Marchaos y dejadnos amí y ami hijo en paz! -¡Saque al monstruo! --
canturreaban groseramente en respuesta-.¡Señora, saque al monstruo y déjenos verle!
Un puñado de barro me dio en la mejilla mientras oía cómo rompían una ventana de abajo y,
cuando alguien empezó a dar patadas en la puerta principal, contuve la respiración, aterrada.
-Iros de aquí! -atronó la voz del padre Mansart a cierta distancia calle abajo-. ¡Hijos de Satanás!
¡Os prometo que esta noche os va a valer tantas penitencias como para manteneros de rodillas todo un
mes! Sí..., sé vuestros nombres..., ¡el de cada uno! ¡Iros de aquí!
Las voces se fueron debilitando y haciendo menos agresivas a medida que los que las proferían se
iban escabullendo al abrigo del anochecer.
Yo bajé corriendo las estrechas escaleras y abrí violentamente la puerta, ocultando mi rostro en la
sotana del religioso.
-¡Oh, padre! ¡Pensé que iban a irrumpir en casa y llevárselo!
-No creo que se atreviesen a llegar a tanto, querida, pero por supuesto que no podría responder de
lo que harían si le encontrasen deambulando solo. ¿Está a salvo arriba?
Asentí con la cabeza.
-Bien. Voy a quitar el cristal de su ventana y poner cerrojos en la parte de arriba y de abajo de su
puerta. Creo que eso le retendrá...; claro que es posible que después de lo de esta tarde tenga
demasiado miedo como para tratar de escaparse de nuevo.
-¿Qué va a ser de él? -susurré en el colmo de la desesperación-.¡Dios mío, ¿qué va ser de él?
-No es cosa nuestra el prever el futuro --contestó el sacerdote de forma evasiva-. Voy a ir a verle
ahora, si me lo permites. Me atrevo a pensar que le voy a encontrar dispuesto a volver a rezar.
Traté de esbozar una leve sonrisa.
-¿Entonces le ha perdonado su blasfemia?
Hizo un gesto tranquilizador.
-Si eso es todo lo que el cielo va a tener que perdonarle, seremos desde luego muy afortunados ---
dijo quedamente y cogiendo la vela de mi desmadejada mano, alumbrándose con ella subió por la
escalera a la parte superior de la silenciosa casa sin decir ni una palabra más.
El sábado fui al pueblo con Marie para avergonzar a los padres de nuestros atormentadores. Hacía
varios años que no había rezado en la magnífica abadía de St. Martin-de-Boscherville. Satisfecha de
oír misa, como una impedida, en la soledad de mi casa, había ido adoptando cada vez más las costumbres
de una reclusa. Y empecé a pensar que quizá hubiese cierta justificación en la creencia
general de que en la aislada casa de las afueras del pueblo vivían una loca y un monstruo. No debía
continuar ocultándome como un topo en su madriguera: tenía que demostrar que estaba dispuesta a
luchar por nuestro derecho a que nos dejasen en paz.
Durante toda la misa estuve consciente de que muchas cabezas se volvían furtivamente hacía mí.
A través del sermón se oía un cuchicheo apagado que ni tan siquiera la acerada mirada del sacerdote
fue capaz de acallar.
Mi resolución flaqueaba y yo sentía un terrible deseo de salir' corriendo de la vieja iglesia, pero
seguí sentada muy erguida, con las enguantadas manos cruzadas sobre el misal, ansiando que la
celebración llegase a su fin.
--lte missa est... --dijo el padre Mansart finalmente y, cuando los feligreses se pusieron de pie, yo
evité la mirada general contemplando sin pestañear los querubines que decoraban el crucero.
Al seguir a Marie por la nave se me cayó el misal a causa de mi agitación, y el golpe seco
retumbó de una manera anormalmente sonora en la bóveda. Dirigí entonces automáticamente la
mirada hacia la galería y, en la difusa luz procedente de la ventana del triforio, vi la imagen de un
hombre joven que me observaba pensativo.
Hizo una pequeña y cortés inclinación al darse cuenta de que yo le había visto, y la
desacostumbrada cortesía de su gesto me llenó de confusión. Durante mis años de soledad me había
olvidado de cómo responder a esos gestos, me había olvidado de cómo representar el papel de la
coqueta afectada y casquivana. Me sentí inquieta y, sin embargo, era sumamente difícil quebrar aquel
primer y revelador momento en que nuestros ojos se encontraron.
-¿Quién es ese hombre? -pregunté a Marie mientras salíamos hacia la abrasadora luz del sol que
inundaba el parque del pueblo.
Sonrió.
-Es el nuevo médico, el señor Barye.
-¿Cuánto tiempo lleva en Boscherville?
-Unos dos meses. Pero dicen que no se va a quedar. Creo que tiene muy pocos pacientes porque
todo el mundo sigue prefiriendo al doctor Gautier.
-¡Qué estupidez! --dije algo más tajantemente de lo que había pretendido--. El doctor Gautier ya
chocheaba hace diez años...; debe de tener al menos ochenta.
Marie se encogió de hombros.
-Bueno, ya sabes cómo es la gente del pueblo. Mi madre dice que ni soñando se dejaría reconocer
por un hombre tan joven, y seguramente no permitiría que me atendiese a mí.
-¿ Y qué sugiere tu madre que haga el joven mientras tanto? ¿Ha de perecer en una alcantarilla
hasta que se le ponga gris la barba?
-¡Calla! --dijo Marie de modo apremiante-. Que ya sale y te va a oír.
En contra de todas las normas de la buena educación, me volví a mirar y me encontré otra vez
con los ojos del joven fijos en los míos. De nuevo hizo la elegante inclinación y nos dio los buenos
días antes de seguir su camino con evidente desgana.
Marie me cogió del brazo, y de común acuerdo emprendimos la marcha a buen paso calle abajo,
alejándonos de él, que iba en dirección contraria. De repente, inexplicablemente, me puse a reír entre
dientes como la niña tonta y frívola que en otro tiempo yo había sido; de repente estaba de vuelta en
el colegio de monjas negando con poco entusiasmo mi interés por un apuesto profesor de música.
-Pero claro que no me gusta, no me gusta en absoluto, en absoluto... Tenía diecisiete años de nuevo,
era una impertinente mariposilla tratando
de echar a volar tras los rígidos años de crisálida de una severa educación católica. Diecisiete y
dispuesta a devorar la vida de un solo bocado ilusionado y ávido...
La polvorienta calle de mi casa, achicharrada por el sol, volvió abruptamente ante mi vista y el sol
pestañeó en el nuevo cristal que Erik había colocado en la ventana del comedor. Tenía ocho años,
pero ya era tan rápido y eficiente en tareas sencillas como el mejor obrero del pueblo.
¿Por qué tenía yo el sentido de culpabilidad de que iba a cometer la máxima traición a su
confianza?
9
¡Etienne!
¡Etienne Barye! ¡Qué deprisa sucedió! Qué pronto dejó de ser el joven y amable doctor que me
saludaba con tan estudiada cortesía todos los domingos después de misa; qué rápidamente se
convirtió en la más brillante estrella de mi oscuro y vacío firmamento.
Al cabo de unas semanas me parecía que no pensaba en nada más que en él y que el tiempo se
medía por la fatal duración de las horas que separaban nuestras citas secretas. Durante ocho años yo
había vivido como una monja, y por eso quizá fuese inevitable que me enamorase del primer hombre
guapo que volviese a mirarme con deseo.
Sabía por supuesto mi historia. Había más que suficientes personas impacientes por relatar sus
tenebrosos detalles, esperando con ello evitarle a un hombre guapo la maldición de mi beso.
Tenazmente, él hacía caso omiso de los avisos de perdición y continuaba apareciendo todos los
domingos en un extremo de mi banco en la iglesia. Yo entonces le colocaba una mano en la manga y
avanzaba por la nave mostrando una altiva y desafiante indiferencia a los que me observaban con
desaprobación.
Era más joven que yo, con unas facciones bien cinceladas y unos ojos que tenían la tendencia a
mirar con desdén a la gente que despreciaba. Y despreciaba a la mayoría de Boscherville, rechazando
a sus habitantes por provincianos e intransigentes. A los escasos pacientes que había conseguido
hacerse, pronto les irritó su conducta arrogante y algo brusca, y su relación conmigo era una garantía
de que no iba a añadir ninguno más a su clientela. Yo misma pronto aprendí a someterme a sus
opiniones, ya que encontraba que el tiempo que pasábamos juntos era demasiado valioso como para
malgastarlo en discusiones, y vivía con el constante temor de que abandonase lo que él describía
como "este pequeño y tedioso remanso" para volver a París a investigar. Su inquietud intelectual y su
pertinaz impaciencia eran" mucho más idóneos para un laboratorio que para la sala de un
quejumbroso paciente. Era tan sólo una cuestión de tiempo que él mismo llegase a aceptarlo.
Sentía una insaciable curiosidad por Erik, y me hacía preguntas penetrantes y exploratorias,
tomando a veces notas de mis respuestas. Su interés, me aseguraba, era puramente científico; quería
convertirlo en un caso de estudio. Me decía una y otra vez que quería ver al niño, pero, por múltipIes
razones, yo no estaba dispuesta a permitido. En el fondo de la mente se me iba desarrollando la
sensación de que no vacilaría en clavar a Erik en una mesa de disección a fin de satisfacer su
curiosidad, y esto me producía una gran inquietud.
-Madeleine -me reprendió suavemente, ya que el temor me hacía rehuir cada vez más sus
persistentes indagaciones-, no tienes que recelar tanto de una mente científica. Creía que te fiabas de
mí.
Yo aparté la vista. Me estaba enamorando del hombre, pero no me fiaba del científico; me
asustaba el vehemente afán de conocimiento que estaba al acecho, como un lobo salvaje, en sus fríos
ojos azules.
Levantándome de su sofá, me dirigí a la ventana y me puse a contemplar el parque del pueblo y la
antigua iglesia, que se elevaba un poco más allá.
-Haces demasiadas preguntas -murmuré.
-¡Naturalmente! -echó de lado el cuaderno de notas y vino a poner se a mi lado, abandonando su
comportamiento impersonal y doctoril como quien desecha un delantal viejo-. Mucho me temo que la
curiosidad, insaciable no sea una cualidad muy atractiva. Perdóname, Madeleine.
Su mano me presionaba el brazo con insistencia, pero yo no me volví para mirade.
-A veces pienso que lo único que quieres de mí son respuestas -suspiré.
Me hizo volverme lentamente hasta tenerme de frente.
-Nada de eso -dijo.
Y me besó.
-¿Quién es ese hombre? -preguntó Erik bruscamente.
Estaba esperándome en el vestíbulo al abrir yo la puerta de casa, y en sus ojos había una expresión
acusadora al mirarme.
-¿Quién es ese hombre? -repitió glacialmente al no contestarle yo-.¿Por qué viene andando
contigo sola?
Hacía casi cuatro meses que yo había conocido a Etienne, pero había tenido mucho cuidado de
que Erik no nos viese juntos. Evidentemente, aquella noche no lo había tenido bastante.
-¡Si me da la gana de pasear con un hombre, eso no es cosa tuya! -respondí indignada.
Después de colgar mi capa me dispuse a pasar por delante de él, pero me cerró el paso hacia la
sala y, de repente, experimenté un momento de mucho miedo. Ya me llegaba hasta el hombro, y era
engañosamente fuerte a pesar de su constitución esquelética.
-¿Quién es, madre?
Era la primera vez que utilizaba esa palabra para dirigirse a mí, y el desprecio que denotaba su
voz era del todo aterrador.
-Se llama Etienne -me encontré diciendo jadeante-, Etienne Barye...; es médico. Ahora déjame
pasar, Erik. No voy a permitir que se me interrogues de esa forma tan impertinente y molesta. Yo...
Mi voz vaciló hasta interrumpirse, mientras él continuaba mirándome fijamente y con frialdad.
-Es un amigo -tartamudeé-. Debes comprender, Erik, que tengo perfecto derecho a tener amigos
como cualquier persona del pueblo.
Hizo un movimiento hacia mí y yo instintivamente di un paso hacia atrás a la defensiva.
-No quiero que continúe esa amistad -me dijo inexorablemente. Los ojos de detrás de la máscara
eran como taladros; nunca le había visto mirarme de aquella manera. Retrocedí en el vestíbulo hasta
apoyar la espalda en la puerta de entrada, pero él seguía avanzando hacia mí con un extraño y
amenazador aspecto que nada tenía de infantil. Entonces le asesté un golpe, repentinamente aterrada
pero tras ese primer golpe vacilante, la ira pudo más que el miedo ante su tácita amenaza.
-¡Que tú! --chillé-, ¿que tú no quieres? ¡Cómo te atreves a hablarme así! ¡Tú destrozaste mi vida
el día que naciste, la destrozaste..., la destrozaste!; y te odio, te odio con sólo verte y oírte..., y odio tu
cara de demonio y tu voz de ángel! Hay muchos ángeles en el infierno, ¿sabías eso? Ojalá estuvieras
tú allí con ellos, que es adonde perteneces. Ojalá estuvieses muerto, ¿me oyes? ¡Ojalá estuvieses
muerto!
Pareció contraerse, casi encogerse, ante mis ojos. Fuese lo que fuese unos minutos antes, ahora no
era más que un niño retrocediendo incrédulo ante un castigo peor de lo que podía imaginar. Era como
si toda la violenta tensión emocional que se había ido enconando entre nosotros desde su nacimiento
hubiese entrado en erupción para formar un único divieso que finalmente se había reventado,
ahogándonos a los dos en su veneno. Y yo supe, al vislumbrar su aplastante sufrimiento, que Erik se
llevaría esas palabras con él hasta la tumba. Nada de lo que yo pudiese decir o hacer lavaría la
corrosiva mancha de su mente.
Cuando giré a su lado, incapaz de expresar mi pena y mi remordimiento, se quitó de repente las
manos de la máscara y se me quedó mirando con una expresión de congoja que era más fuerte que las
lágrimas.
-Yo también te odio - dijo con lenta y afligida sorpresa, como si fuese algo que acababa de serie
revelado--. Yo también te odio.
Y, apartándose de mí, empezó a subir las escaleras a tientas y muy despacio, como si de un niño
ciego se tratase.
Erik no volvió a hablar del hombre. A partir de entonces demostró una total indiferencia por mis
cada vez más frecuentes ausencias, sin molestarse siquiera en ver cuándo volvía a casa. Se envolvió
en una capa de impenetrable silencio, pasando la mayor parte del tiempo trabajando en su cuarto sin
más compañía que la de Sacha.
La perra se estaba haciendo vieja y se estaba poniendo gorda, pues había entrado en ese período
de rápida decadencia que ataca a tantos canes en torno a los diez años de edad. Erik la llevaba
pacientemente en brazos para subir o bajar las empinadas escaleras, que ya le resultaban demasiado
para sus fuerzas; le lavaba los lacrimosos ojos y a veces se pasaba toda una hora dándole de comer
con la mano. Pero yo no estaba segura de que comprendiese que el inevitable momento de separarse
podría estar ya cerca. Y como no era una cosa de la que yo pudiese hablar con él con tranquilidad, le
pedí al padre Mansart que sacase él el tema.
Desde la habitación de al Iado, donde yo estaba sentada cosiendo, apenas se oían sus voces. Erik
dijo con calma que sabía que Sacha tenía muchos años y que no iba a vivir para siempre, que quizá no
llegase más allá del año próximo o así, pero que comprendía que Dios se la llevaría a vivir al cielo y
que de esa forma no estarían separados para siempre.
Sentí, más que oí, cómo aspiraba aire el sacerdote, cómo tomaba aliento para corregir el error
doctrinal, infantil pero inaceptable, de su discípulo. Le pidió entonces a Erik que comprendiese que,
aunque dios se compadecía de todas sus criaturas, era tan sólo al hombre a quien Él había concedido
una vida futura. Los animales, dijo el padre Mansart con solemnidad, no tienen alma...
Hubo un segundo de silencio, y después, inesperadamente, un grito indescriptible de aflicción y
de rabia que pareció desgarrarme la cabeza. Entré entonces corriendo en el salón justo a tiempo de ver
a Erik coger el reloj que había en la repisa de la chimenea y lanzarlo contra ésta. Y luego, ante mi más
absoluto horror, agarró las tenazas del carbón y se lanzó contra el sacerdote, gritando terribles
insultos, palabras que yo ni siquiera pensaba que supiese. Al tratar yo de ponerme entre ellos para
separarlos, las tenazas me dieron con mucha fuerza en un hombro, atravesando el terciopelo, y
haciéndome una herida.
El sacerdote me apartó fuera del alcance del arma, con la que Erik golpeaba frenéticamente
haciendo trizas indiscriminadamente todo lo que cogía por delante.
-¡Dios mío! -respiré-. ¡Va a destrozar toda la habitación! Déjeme que se lo impida...
La respuesta del padre Mansart fue hacerme pasar la puerta de un empujón, cerrándola con
rapidez después de salir él. Una salvaje descarga de golpes cayó contra los paneles tras de nosotros y
la puerta empezó a astillarse. Pero cuando fui a agarrar la manija, el cura me la arrebató de la mano.
-No debe usted acercarse a él.... ni la reconoce.
Le miré con incredulidad. Los ruidos de la frenética destrucción continuaban en el cuarto de al
lado, y el cura tenía la cara pálida como un muerto, sus labios eran una tirante línea gris de dolor y
aflicción.
-He fracasado -dijo entre dientes con cansancio-, le he fallado a él y he fallado a Dios.
-No le entiendo -dije con voz entrecortada-. ¿Me está diciendo que está loco?
El sacerdote sacudió la cabeza porfiadamente.
-Esto no es que esté loco, hija mía..., ¡esto es que está poseído! Miré la sangre que me iba
empapando la manga.
-¿ Volverá..., volverá a ocurrir? -tartamudeé insegura.
El sacerdote suspiró.
-Cuando a las fuerzas de las tinieblas se les presenta una buena presa... Extendió las manos con un
gesto de impotencia antes de continuar. -Mañana llevaré a cabo un exorcismo -dijo con tristeza.
Exorcismo....
Una intensa oscuridad me rodeó, y el padre Mansart me sujetó cuando empezaba a tambalearme.
-¡Exorcismo! --dijo Etienne con desagrado--. Ese cura es un estúpido entrometido que adonde
pertenece es a la Edad Media. Este no es un caso para la Iglesia, sino para una institución médica.
-Un manicomio --dije entre dientes-, ¡quieres decir un manicomio para locos!
Etienne suspiró.
-Me gustaría que no recurrieses a términos tan emotivos. El chico parece sufrir en cierto grado un
trastorno mental y, dadas las circunstancias, no es realmente más de lo que yo esperaría encontrar.
Hay pocas cosas más peligrosas para el equilibrio de la mente humana que esa genialidad anormal
que me has explicado -me colocó una mano en el brazo antes de añadir con tranquilidad-: Amor mío,
debes empezar a pensar seriamente en la posibilidad de una institución.
-Pero..., ¿no son unos lugares horribles? Se oyen unas historias de crueldad tan tremendas.
-Nada de eso -respondió Etienne con calma-, hay unos mejores que otros, no voy a negar eso,
pero conozco casualmente un sitio excelente donde se le podría mantener a salvo de cualquier mal.
Podría tener sus libros y su música...; sería muy feliz..., o al menos todo lo feliz que pueda
posiblemente llegar a ser en este mundo.
Etienne se reclinó contra la orilla del río y se puso a mirar el fluir del Sena con los ojos medio
cerrados. Tenía una manera enérgica y decidida de enfrentarse con las emociones, una manera que
invalidaba tanto la pasión como el sentimiento. Su ilimitado optimismo era capaz de revestir las más
desagradable propuestas con un ropaje áceptable y respetable. Una decisión rápida, una firma en los
papeles de confinamiento y habrían concluido todos mis problemas. Lo hacía parecer muy fácil y
muy justo.
Inclinándose sobre mí me empujó sobre la mullida hierba y yo me alegré de rendirme a sus
insistentes labios. Durante unos maravillosos momentos no hubo más que placer físico y liberación
espiritual, y yo le apreté más Contra mí temiendo el momento en que se apartase.
Diez años antes no creo que le hubiese querido, pues diez años antes no habría aguantado que me
dijesen de manera tan caballeresca lo que tenía que pensar y lo que tenía que hacer. Ahora no había
nada que desease tanto como sentirme a salvo encerrada entre sus brazos y protegida de la sordidez de
la realidad. Éramos amantes en todos los aspectos menos en el sentido más completo del término, ya
que él era demasiado lógico, demasiado razonable, demasiado sensato, como para arriesgarse a que
yo me perdiese. El anhelaba una existencia respetable, de acuerdo con la dignidad de su profesión, y
yo sabía que estas citas furtivas probablemente acabarían por dejarle de agradar. No sin razón quería
alguna promesa de cara al futuro.
¿Pero qué futuro podía haber cuando no me atrevía ni a invitarle a comer a casa por miedo a
provocar la violenta ira de Erik?
Yo sabía que este estado de cosas no podía continuar indefinidamente: ya había un cauteloso
intruso susurrándome con insidiosa decisión en el fondo de mi mente lo que creo que yo había sabido
desde aquel primer momento en la nave de la iglesia.
Este hombre se casaría contigo si estuvieses libre.
Si estuviese libre de mi frustrado hijo.
Si le internase en una institución para locos violentos...
Permanecí muy callada mientras volvíamos paseando por la orilla del
río, y mucho antes de llegar a la vista del pueblo sugerí que sería más prudente que continuase sola.
-La gente está empezando a hablar. En tu posición no puedes darte el
lujo de que haya un escándalo.
Me pasó un brazo por los hombros y me levantó la cara hacia la suya.
-Madeleine -dijo suavemente-, no tiene por qué haber, un escándalo..., ya lo sabes, ¿verdad? Lo
único que te pido es que me dejes ver al chico para darte mi opinión profesional sobre su estado
mental.
Pero yo sabía que esa opinión ya estaba formada y, aunque estaba desesperada, aún no estaba en
disposición de hacer el papel de Judas.
-¿ Vas a pensar en lo que te he dicho? -insistió.
-Sí -dije apagadamente-, lo pensaré.
Pero sabía que no lo haría.
Clair

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