CHIISTEEE

¿Quieres que ya no opine sobre los libros?

lunes, 22 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 1)

He visto... que ha habido mucha búsqueda del libro fantasma, de Susan Kay en la web.
Así que este es el proyecto de este blogger, subirlo capítulo a capítulo para el deleite de los lectores (No te hagas, me refiero a ti).
Y si estas pensando adquirir este tesoro literario en una librería dudo que lo consigas (por desgracia), ya que esta descontinuado y solo se encuentra difícilmente en ingles.
Qué lo disfruten, yo me encargaré de subirlo.


MADELEINE
1831-1840
1
Fue un parto de nalgas y, por ello, estuve consciente del alboroto y la falta de delicadeza con que
la comadrona me infundía ánimos, hasta el final de mi inocente ignorancia.
-Ya no falta más que la cabeza, querida...; ya está casi...; su hijo ya casi ha nacido. Pero ahora
debemos tener mucho cuidado. Haga exactamente lo que yo le diga, ¿me oye, señora?, exactamente.
Asentí con la cabeza y aspiré jadeante aferrándome a la toalla que me habían colgado en el
cabecera de madera de detrás de mi cabeza. La luz de la vela reflejaba enormes sombras en el techo,
extrañas formas impúdicas que me resultaban singularmente amenazadoras en el desquiciante delirio
del dolor. En ese último y solitario momento de penetrante angustia, me parecía que no quedaba nadie
vivo en el mundo, excepto yo, y que me iban a dejar encerrada por toda la eternidad en aquella
desolada cárcel de dolor.
Hubo un gran estallido, una sensación desgarradora, y luego, paz... y silencio; el profundo silencio
que produce la respiración contenida ante un hecho que resulta insólito. Abrí los ojos y me encontré
con que la cara de la comadrona ---enrojecida por el esfuerzo durante sólo unos momentos iba
lentamente perdiendo el color, y con que mi doncella Simonette se apartaba de la cama tapándose la
boca con una mano.
Recuerdo que pensé: debe de estar muerto. Ésa es la impresión que tuve en esa fracción de
segundo antes de conocer que la verdad era algo peor que eso mucho peor.
Esforzándome por incorporarme contra la empapada almohada, dirigí la vista hacia las
ensangrentadas sábanas de debajo y vi lo que ellas habían visto.
No grité; ninguna de nosotras gritó. Ni siquiera cuando le vimos hacer un débil movimiento y nos
dimos cuenta de que no estaba muerto. El espectáculo de la cosa que yacía sobre la sábana era tan
increíble que impedía toda posibilidad de movimiento a las cuerdas vocales. No hicimos más que
mirar fijamente, las tres, como si esperásemos que el horror que sentíamos, y que nos había dejado sin
habla, fuese a hacer que aquel espeluznante y aborrecible ser se desvaneciese volviendo al reino de
las pesadillas, al que seguramente pertenecía.
La comadrona fue la primera en reponerse de la parálisis, precipitándose a cortar el cordón
umbilical con una mano que temblaba tanto que apenas podía sostener las tijeras.
-¡Dios mío, ten piedad! - susurró, santiguándose instintivamente- ¡Cristo, ten piedad!
Yo observé con una calma gélida e imperturbable cómo envolvía a la criatura en una toquilla y la
dejaba caer en la cuna que estaba al lado de la cama.
-Corre a buscar al padre Mansart -dijo a Simonette con voz temblorosa-. Dile que venga aquí de
inmediato.
Simonette abrió la puerta violentamente y se precipitó por las escaleras a oscuras sin dirigirme
tan siquiera una mirada. Fue la última sirvienta que viviría bajo mi techo. No la volví a ver después de
aquella noche terrible, pues no retornó ni a recoger sus cosas del cuarto de la buhardilla. Cuando vino
el padre Mansart, vino solo.
La comadrona le estaba esperando en la puerta. Había realizado todo lo que su deber le exigía y
ahora estaba impaciente por irse y olvidar el papel que había desempeñado en aquel mal sueño; tan
impaciente -observé impasible- como para olvidarse de la cuestión de sus honorarios.
-¿Dónde está la chica? -preguntó con apremiante enojo-. La criada, padre..., ¿no está con usted?
El padre Mansart movió la cabeza, que empezaba a poblarse de canas.
-La joven se negó a acompañarme aquí. Estaba alocada de miedo y no conseguí convencerla de
que viniese.
-Bueno, eso no me sorprende -dijo la comadrona en tono misterioso-. ¿Le ha contado que el niño
es un monstruo? No he visto en. toda mi vida una cosa como ésta..., y he visto algunas visiones, como
bien sabe usted, padre. Pero no parece muy fuerte; supongo que eso es una suerte....
Yo escuchaba incrédula. Hablaban como si yo no estuviese allí, como si aquel horrible suceso me
hubiese convertido en una especie de estúpida sorda que había perdido todo derecho a la dignidad
humana. Como la criatura de la cuna, yo me había convertido en un horripilante tema de conversación;
yo ya no era una persona....
La comadrona se enfundó en su toquilla y cogió su cesta.
-No me sorprendería que se muriese...; generalmente se mueren, gracias a Dios. Y no ha proferido ni
un grito, y eso es siempre una buena señal; sin duda se habrá ido para por la mañana. Pero en todo
caso ahora ya no me incumbe; yo ya he hecho lo mío. Si me disculpa, padre, tengo que marcharme.
Prometí acudir a otro parto. La señora Lescot..., su tercero, ya lo sabe...
La voz de la comadrona se fue desvaneciendo al desaparecer en la oscuridad del rellano de la
escalera. El padre Mansart cerró la puerta después de salir ella, colocó su farol en la cómoda y
extendió la capa en una silla para que se secase.
Tenía la cara agradable y vivaz, bronceada y curtida por salir en todo tiempo; debía de tener unos
cincuenta años. Yo sabía que él había visto muchas cosas terribles a lo largo de su dilatado ministerio;
sin embargo, le vi retroceder involuntariamente por la impresión que recibió al mirar la cuna. Con una
mano apretó el crucifijo que llevaba al cuello, mientras que con la otra hizo rápidamente la señal de la
cruz. Y se arrodilló a rezar durante un momento antes de acercarse a mi cama.
-¡Mi querida hija! -dijo compasivamente-. No te engañes pensando que el Señor te ha
abandonado. Tragedias como ésta sobrepasan el entendimiento humano, pero te pido que recuerdes
que Dios no actúa sin algún propósito.
Temblé.
-Vive todavía..., ¿verdad?
Asintió con la cabeza, mordiéndose el grueso labio inferior y mirando
con tristeza la cuna.
-Padre... -vacilé con temor, tratando de cobrar valor para continuar- Si no lo toco..., si no lo
alimento...
Sacudió la cabeza con firmeza.
-La postura de nuestra Iglesia está muy clara en estos casos, Madeleine. Lo que estás sugiriendo
es un asesinato.
-Pero en este caso seguramente sería un favor...
-Sería un pecado -dijo con severidad-. ¡Un pecado mortal! Te recomiendo encarecidamente que
apartes de tu mente todas las ideas de semejante maldad. Tienes el deber de socorrer a un alma
humana. Tienes que alimentar, criar y cuidar de este niño, como lo harías con otro cualquiera.
Volví la cabeza en la almohada. Quería decir que incluso Dios cometía errores, pero ni en las
profundidades de mi desesperación encontraba yo el valor necesario para expresar semejante
blasfemia.
¿Cómo podía semejante horror ser un ser humano? Era tan ajeno a mí como un reptil..., feo,
repulsivo y no deseado. ¿Qué derecho tenía un cura en insistir en que debía vivir? ¿Era eso la
misericordia de Dios..., la sabiduría infinita de Dios?
Lágrimas de agotamiento y de atroz aflicción empezaron a resbalarme por el contraído rostro al
dirigir la mirada al papel a rayas de la pared. Llevaba tres meses abriéndome paso por un interminable
laberinto de tragedias, siguiendo la única luz que brillaba ininterrumpidamente más allá de mi alcance
y que me animaba a seguir; la pequeña y parpadeante luz de esperanza contenida en la promesa de
una vida nueva.
Ahora que esa luz se había extinguido no había más que oscuridad; oscuridad en el abismo sin
fondo de resbaladizas paredes del más profundo pozo del infierno. Por primera vez en mi vida estaba
sola. Nadie me iba a proteger contra esta carga.
-Creo que sería prudente bautizar inmediatamente a este niño ---dijo el padre Mansart de forma
implacable-. Quizá quieras decirme un nombre.
Observé al sacerdote que se movía lentamente por el cuarto, una sombra alta con la negra sotana,
para coger la palangana de porcelana de mi lavabo y bendecir el agua que contenía. Yo había tenido
la intención de llamar a mi hijo Charles, como mi difunto esposo, pero eso era ahora imposible; la
mera idea resultaba impropia.
Un nombre..., ¡tenía que decidir un nombre!
Una sensación de irrealidad había descendido de nuevo sobre mí, un
embotamiento insensible e irreflexivo que parecía paralizarme la mente. No era capaz de pensar en
nada y, finalmente, desesperada, le dije a( sacerdote que llamase al niño como él. Me miró durante un
prolongado momento, pero no hizo ningún comentario, no protestó, cuando se inclinó sobre la cuna.
-Yo te bautizo, Erik ---dijo con parsimonia-. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo.
Luego se inclinó hacia delante y me colocó en los brazos el embozado envoltorio con una
determinación que no me atreví a combatir.
-Éste es tu hijo ---dijo simplemente-. Aprende a amarle como lo hace Dios.
Recogiendo el farol y la capa, se volvió para marcharse y, al poco, oí crujir la vieja escalera bajo
sus pesados pasos y la puerta principal cerrarse tras él.
Estaba sola con el monstruo que Charles y yo habíamos concebido con nuestro amor.
Jamás en mi vida había experimentado yo semejante miedo, tan absoluto sufrimiento, como el
que sentí en aquel primer momento al coger a mi hijo en los brazos. Me di cuenta de que aquella
criatura -aquella cosadependía enteramente de mí. Si le dejaba morir de hambre o de frío, mi alma se
abrasaría por toda la eternidad. Yo era católica practicante y creía con toda sinceridad en las llamas
del infierno.
Tímidamente, con mano temblorosa, aparté la toquilla que cubría la cara del niño. Ya había visto
casos de deformidad -¿quién no los ha visto?-, pero nada como aquello. Toda la masa encefálica
aparecía expuesta bajo una fina membrana transparente grotescamente plagada de pequeñas venas
azules que latían. Tenía los ojos hundidos y desiguales, los labios toscamente deformes y un horrible
orificio se abría donde debería haber estado la nariz.
Mi cuerpo, como el defectuoso tomo de un alfarero, había producido aquella lastimosa criatura.
Su aspecto era como de llevar muerto mucho tiempo, y lo único que me apetecía era enterrarlo y salir
corriendo.
A través de mi repugnancia y de mi terror me di vagamente cuenta de que me estaba observando.
Los desparejos ojos, fijos con atención y perplejidad en los míos, parecían curiosamente sensibles y
daban la impresión de estar escudriñándome con compasión, casi como si supiesen y comprendiesen
mi horror. Nunca había visto yo tanto discernimiento, tan intensa consciencia, en los ojos de un niño
recién nacido, y me encontré devolviéndole la mirada, irremediablemente fascinada, como una
víctima hipnotizada por una serpiente de cascabel.
¡Y luego gritó!
No tengo palabras para describir el primer sonido de su voz y la singular reacción que produjo en
mí. Siempre había considerado que el llanto de un recién nacido era absolutamente asexuado...,
penetrante, irritante, curiosamente poco atractivo. Pero su voz era una extraña música que hizo que
las lágrimas me acudiesen a los ojos, seduciendo suavemente mi cuerpo de manera que mis pechos
sintieron una primitiva y acuciante necesidad de estrecharle contra mí. Y no tuve fuerzas para resistir
su instintiva súplica de supervivencia.
Pero en el momento en que su carne tocó la mía y se quedó callado, el hechizo se rompió y el
pánico y la repugnancia se apoderaron de mí.
Le aparté apresuradamente de mi pecho como si fuese un insecto repugnante que me chupaba la
sangre; le dejé caer sin Ímportarme dónde iba a parar, y me escabullí al rincón más alejado de la
habitación. Y allí me acurruqué, como un animal perseguido, apretando fuertemente la barbilla contra
las rodillas y con los brazos alrededor de la cabeza.
Quería morirme.
Quería que nos muriésemos los dos.
Si hubiese vuelto a llorar en ese momento, sé que le habría matado...Primero le habría matado a él y
luego me habría matado yo.
Pero permaneció callado.
Acaso estuviese ya muerto.
Me engurruñé más y más en el refugio de mi propio cuerpo, meciéndome de adelante atrás como un
pobre demente en un manicomio, escondiéndome de un peso con el que no era capaz de enfrentarme.
La vida había sido tan bella hasta ese verano; demasiado fácil, demasiado llena de amenidades. Y
en el breve y placentero tiempo que había durado, nada me había preparado para las tragedias que
implacablemente habían ido a caer sobre mí desde mi matrimonio con Charles.
¡Nada me había preparado para recibir a Erik!




Clair

No hay comentarios:

Publicar un comentario