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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 19)


2

Yo era un hombre con sentido práctico, y si alguien me hubiese preguntado, antes de aquel
extraño y desastroso intermedio, hubiese dicho que era la persona menos indicada para las
revelaciones espirituales.
A los cincuenta y ocho años yo era un veterano en un oficio que tradicionalmente acortaba mucho
la vida. El constante polvo y las finas lascas van atorando, a lo largo de los años, los pulmones de los
que trabajan la piedra, mientras que el mero trabajo, que es duro y demoledor, deshace los músculos
del mejor dotado. Pocos de nosotros alcanzamos los cuarenta sin la devastadora tos precursora de la
muerte, pero yo había tenido más suerte que la mayoría; hasta más o menos el año anterior mis
pulmones no habían empezado a mostrar los conocidos y ominosos síntomas del deterioro físico.
Había habido algunos momentos de lucimiento en mi carrera, Mi trabajo con Giuseppe Valadier
en la Piazza del Popolo me había consagrado como uno de los principales maestros de obras de
Roma. Las ofertas privadas que tenía recibían tan favorables críticas que inevitablemente me dediqué
a hacer contratas y me convertí en un hombre acaudalado, además de un maestro artesano. En
consecuencia, hacía más de diez años que no cogía un aprendiz.
El último chico había sido una seria desilusión para mí. Seis meses de trabajo chapucero y una
única impertinencia fueron lo suficiente para convencerme de que el chaval era del todo indigno del
saber que yo tenía que impartirle. Cancelé sus contratos de aprendizaje sin escrúpulos y me negué a
aceptar más solicitudes, diciéndome que ya era demasiado viejo y que estaba demasiado establecido
en mis usos y costumbres como para luchar contra unas manos ineptas y para sufrir la
desorganización producida por tener a un chico por casa. Ya sé que pocos del oficio se llevan a un
aprendiz a casa; les resulta suficiente con dejar que los chicos vivan bajo sus respectivos techos,
aunque los cuidados de la madre les hagan blandengues. Yo, sin embargo, siempre había favorecido
las costumbres antiguas, la gran tradición de los constructores góticos. Un joven albañil debía
formarse a imagen y semejanza de su maestro en todo, y ¿cómo es eso posible a no ser que se siente
junto a tu hogar, coma tu sal, respire tu aire, tus puntos de vista, todo tu ser? No... Las costumbres
antiguas eran las mejores para todo al que le quedase la suficiente paciencia como para valerse de
ellas. Sin embargo, el sistema de contratas había acarreado inevitablemente la decadencia. Eran
demasiados los chicos que, satisfechos con captar unas simples nociones elementales, preferían viajar
por el país formando grupos con otros obreros de la construcción que someterse con aplicación a la
dura disciplina de siete años de aprendizaje. Pronto no quedarían maestros artesanos, tan sólo poderosos
y desalmados contratistas a los que no les importaba que sus edificios no fuesen a seguir en pie
dentro de mil años.
Yo era viejo y mis pulmones estaban empezando a resentirse, como el cuero craqueado de un
fuelle viejo, pero no puedo pretender que ésa fuese la única razón de mi impreciso descontento, de mi
persistente sentido de la frustración que, de alguna manera, me hurtaba todo el placer de mi éxito.
Incluso en lo mejor de mi vida, nunca había encontrado un aprendiz que no estuviese deseando
completar su cuota de trabajo diario, impaciente por volver a las diversiones juveniles, a armar
camorras y juerguearse por las calles alguna noche, o a pasear por las oscuras avenidas con su nuevo
amor. Yo solía decirme que sería diferente cuando tuviese un hijo para seguirme en el oficio, pero,
aunque sembraba mi semilla con diligencia (¡y entusiasmo!), esperé en vano la recompensa final.
Primero tuve tres hijas, tres jóvenes sencillas y hacendosas que se casaron bien y que nunca me
dieron un momento de preocupación; después hubo una tregua de diez años en la que casi abandoné
la esperanza y traté de resignarme a mi suerte.
y luego... ¡Luciana!
Mi mujer sollozó de disgusto la noche en que Luciana nació, y yo me incliné sobre la cuna
sumisamente para ocultar mi decepción. Pero en el momento en que retiré las sábanas para mirarla,
me quedé absorto ante lo que veía. N o tenía el aspecto del arrugado pruno que yo había llegado a
creer que tipificaba a mis niños recién nacidos. Ya entonces era bonita y su manita, cerrándose en
tomo a mi dedo, no era más que un símbolo de la tenacidad con que se me iba a enroscar en el
corazón en los años siguientes.
Luciana nunca se llevó bien con su madre, ni siquiera de pequeña. Al llegar a casa me encontraba
siempre con quejas de su insufrible comportamiento y con una carita sofocada, trágica, bañada en
lágrimas que se me arrebujaba en la chaqueta. Nunca imaginé entonces que un día me encontraría yo
enviándola fuera de casa para que no me volviese loco. Nunca imaginé que...
¡Pero no voy a pensar en Luciana! ¡Ahora no!
Por el contrario, voy a pensar en el chico, el chico que debería haber sido mi hijo...
-Quiero verlo todo -me dijo en contestación a mi pregunta, cuando nos encontramos al amanecer
del siguiente día con el ridículo sigilo de los amantes jóvenes-. ¡Todo!
-Ésa es una exigencia un poco exagerada -dije con una sonrisa-. Pero si realmente quieres ver la
ciudad de un solo golpe, lo mejor que puedes hacer es subir al Gianicolo. Esa colina domina la mejor
vista de Roma... No verás todo, pero verás bastante.
Guardábamos silencio mientras subíamos por ei empinado camino que serpenteaba bajo los pinos
hasta la cima de la colina, pero nuestro silencio era simpático y me brindaba la oportunidad de
observarle más de cerca a la luz del día. Él llevaba dos de los más bellos caballos que he visto jamás.
Eran yeguas, observé; una negra y otra completamente blanca, las dos muy bien cuidadas y
soportando una bien equilibrada carga, pero sin silla ni arreos.
Le pregunté cómo controlaba a los animales sin bocado. , -Nunca uso bocado -dijo con tranquilidad-.
Es una crueldad innecesaria. A estos caballos les gusta llevarme, no hay que controlarlos.
Me di cuenta entonces de que no iba conduciendo a los animales, sencillamente le seguían como
si fuesen perros. Cuando nos paramos no hizo nada por sujetarlos, tan sólo levantó una mano para
acariciarlos uno a uno brevemente antes de volverse para contemplar la vista.
-¡Oh! -exclamó.
Apenas una palabra, más bien un suspiro de éxtasis, un sonido que yo a veces oigo todavía en mis
inquietos sueños; el sonido de un alma que se eleva desde el cieno. Al verle adelantarse hacia el
borde, como un sonámbulo en trance, tuve el repentino y horrible temor de que no iba a detenerse,
sino que iba a continuar andando hacia el traicionero vacío de abajo.
Me precipité a cogerle por la manga y tirar de él un paso hacia la seguridad.
-¡Ten cuidado!, dije apremiantemente-. El terreno está inestable aquí, debes apartarte del borde.
-Apartarme del borde -repitió para sí soñadoramente-. ¿He de apartarme siempre del borde?
Algo de la extraña y espiritual calidad de su voz me produjo un escalofrío en la espalda... Pues yo
sabía que no me estaba hablando a mí, sino a alguna presencia, terrible e invisible, que
repentinamente estaba a su lado. Algo que le había llamado la atención antes y que ahora había vuelto
brevemente, como un propietario ausente que regresa a comprobar su legítima hacienda.
Le sacudí el brazo con violencia y abrió los ojos, pero me dirigió una mirada de incomprensión,
como si no fuese a mí a quien esperase encontrar a su lado. Al cabo de un momento pareció recordar
dónde estaba y se volvió otra vez para contemplar Roma como si nada adverso hubiese sucedido.
-¿Qué es aquella fachada de la izquierda? -preguntó, despabilado de nuevo.
-Santa Maria de Araceli -dije, mirándole intranquilo-. La cúpula poco profunda es el Panteón y,
justo detrás, está el Palacio del Quirinal. Y hacia tu izquierda -moví la mano en la dirección en que
quería que mirase- se ve un edificio redondo que es Castel Sant' Angelo. Ese gran parque que tienes
delante es Villa Borghese, y las dos torres que hay al borde... no, no estás mirando... Justo allí, ¿lo
ves?
-Sí, señor, las dos torres... ¿a qué pertenecen?
-A la Villa Medici.
Reaccionó a esas palabras como si le hubiese pegado, volviéndose con los puños cerrados, como si
ya no pudiese soportar el ver el panorama que unos momentos antes le había proporcionado tanto
placer.
-Has oído hablar de la Villa Medici, ¿verdad? -pregunté con curiosidad.
-Oh, sí -dijo con una voz que parecía estar cayendo a plomo en la oscuridad de un abismo sin
fondo-. ¡Ya lo creo que he oído hablar!
Aspiró con profundidad y luego continuó como si estuviese repitiendo el texto y los versos de una
lección aprendida de memoria.
-La villa se construyó en el siglo XVI para el cardenal Ricci di Montepulciano, y pasó a la familia
Medici en 1576. En 1803 se convirtió en la sede de la Academia Francesa después de haber sido
saqueado e incendiado el Palazzo Salviati durante la revolución. La Academia está abierta
exclusivamente a los artistas, músicos y arquitectos. La entrada se decide estrictamente por
concurso... ¡El Grand Prix de Rome!
Incapaz de comprender la negra amargura que de repente le invadió, yo no pude más que mirarle
y preguntarme cómo había adquirido semejantes conocimientos un chico gitano y por qué el mero
hecho de mencionados le había arrojado a las garras de tan violenta furia.
Se apartó de mí bruscamente regresando donde estaban los caballos como si fuese a partir sin una
palabra más, pero cuando la yegua blanca le empezó a acariciar con el hocico el enmascarado rostro,
vi que le volvía el control a su tenso cuerpo. Y al cabo de un momento se dirigió hacia mí vacilante.
-Lo siento ---dijo sencillamente-. No pretendía ser maleducado. Si puede perdonarme, señor, me
agradaría mucho ver lo que a usted le complazca enseñarme.
Era un chico extraño e inquietante y, sin embargo, cuanto más le veía más fuertemente me sentía
atraído hacia él, y más convencido estaba de que nos necesitábamos el uno al otro.
Acepté su conciliadora excusa sin vacilación y sin comentarios. -Ven -le dije con una simplicidad
que correspondía a la suya-, te voy a llevar al Coliseo.
Durante los siguientes quince días continuamos encontrándonos de vez en cuando, y los días en
que no le veía me invadía una inquietud que encontraba difícil de comprender. Estaba muy poco
dispuesto a dar información sobre sí mismo, como si la más pequeña confidencia pudiese dejar un
gran agujero abierto en sus defensas contra el mundo. El preguntarle presentaba las mismas
dificultades que abrir una ostra que se resiste y, sin embargo, no podía librarme de la certeza de que
una comedida insistencia acabaría finalmente mostrándome una perla extraordinaria.
Tardó casi una semana en decirme su nombre y lo que hacía en la feria del Trastevere.
-Hago magia -admitió con un pequeño gesto de desprecio hacia sí mismo-. No muy buena magia
realmente..., todavía no..., pero a la gente se la divierte con mucha facilidad.
Y mostrándome las palmas de las manos vacías, las levantó con una airosa floritura teatral para
coger un monedero en el aire y dejarlo caer descuidadamente en la mano.
¡El monedero era mío!
-Ya veo que no te morirás de hambrecomenté secamente, volviendo a meterme en el bolsillo la
pequeña bolsa de cuero--. ¿Por qué no te la has quedado...? Ésa era tu intención, ¿no es así? Yo no me
hubiese enterado.
-No me parecía bien -suspiró.
-Pero te quedas con otras, sin embargo.
-Claro --- confesó alegremente-, todo el tiempo.
-Entonces, ¿es que no te da vergüenza robar a la gente?
-No --dijo simplemente-, no me gusta la gente -hubo un momento de vacilación antes de añadir
muy bajito, sin poderse apenas oír-Por regla general.
Pensé en el Trastevere, uno de los barrios de Roma menos respetables, el lugar de cita de
charlatanes y pícaros de la peor calaña; y pensé en sus manos, aquellos instrumentos de maldad,
ágiles y delgados, que podían ser utilizados de manera mucho más noble si..., si...
Me reprimí un impulso de suspirar.
-Creo que deberías ver el Vaticano -fue todo lo que dije.
Me aseguré de que llegaríamos al Vaticano cuando la gran basílica estuviese desierta, excepto por
la presencia de algún peregrino devoto suelto, y durante dos horas o así le observé explorando los
fastuosos esplendores arquitectónicos de los siglos pasados. Su placer y su sorpresa me hacían
sentirme joven de nuevo, como si yo volviese a nacer a través de su percepción y, ese día, mientras le
contestaba sus preguntas susurradas, era como si yo también estuviese viendo San Pedro por primera
vez. Los colores me parecían más vivos, la amplitud de la bóveda de cañón del techo más imponente,
la perfecta armonía de las proporciones de la basílica más inspiradora. Nunca hasta entonces me había
sentido tan próximo a Dios ni tan enteramente seguro de su piadosa existencia.
En la gran iglesia resonaba un silencio palpitante cuando nos detuvimos ante la estatua de San
Pedro. Yo me paré para hacer la acostumbrada genuflexión, apoyando brevemente mi frente en el pie
derecho, donde los dedos de bronce se han alisado y perdido su forma a causa de las caricias de miles
de peregrinos a través de los siglos. Contemplé las llaves del cielo que San Pedro lleva cerca del
corazón y la mano derecha levantada que simboliza la esperanza para innumerables pecadores, y me
eché hacia atrás automáticamente esperando que Erik repitiese mi gesto.
Se quedó mirando la estatua con admiración profana, pero no se movió para tocarla, y yo me di
cuenta de que había algo siniestro en esta deliberada falta de respeto.
-Dicen que cuando un pecador besa el pie de San Pedro recibe la primera esperanza de la
salvación de Dios --comenté con inquietud.
Erik se volvió despacio para mirarme.
-Dios no existe -dijo con triste y tranquila certidumbre-, hay iglesias bellas, hay música bella...,
pero Dios no existe.
Entonces me quedé contemplándole mientras se alejaba por la silenciosa nave. Yo no había sido
capaz de persuadirle de que viese la Pieta, la famosa obra de arte de Miguel Ángel, en la que la
Virgen sostiene a su Hijo muerto, y me había intrigado entonces la fría cortesía con que había
declinado mi sugerencia.
Ahora comprendía.
Cuando salí a la escalinata, estaba en el centro de la Plaza de San Pedro contemplando la doble
columnata coronada por las estatuas de diversos santos y mártires. Pero, al acercarme, volvió
rápidamente la atención al enorme obelisco que hay en el centro de la plaza, que era obra de los
egipcios paganos del siglo 1 antes de Cristo. La significación de su gesto era penosamente clara para
mí; no quería oír hablar de Dios. Si yo hubiese cuestionado su afirmación en la basílica, nuestra
extraña relación se habría terminado; no le volvería a ver.
En respuesta a su silenciosa y enérgica declaración me encontré tragándome, lleno de
indignación, los tópicos que amenazaban con soltárseme de la lengua.
-¿Cuándo se marcha la feria del Trastevere? -pregunté.
-Mañana -dijo sin mirarme.
-Mañana yo tengo que hacer en las canteras travertinas de Tívoli -dije bruscamente-. Estaré en el
camino de Tiburtini al amanecer.
Tendrás que decidir en qué dirección quieres proseguir el viaje.
Ahora me tocaba a mí marcharme iracundo.
Advertí que me contemplaba apenado, pero me aseguré de no mirar hacia atrás de ninguna
manera.
Al día siguiente, cuando le encontré esperándome en la antigua calzada romana y vi que traía con
él las dos yeguas, tuve un momento de alivio y satisfacción.
Eran más de veinte millas hasta regar a la falda de las colinas de Tívoli, pero las yeguas estaban
descansadas y tardamos poco. El maestro cantero era un viejo conocido, que tenía buenas razones
para estar agradecido por los negocios que yo le había proporcionado a lo largo de los años, y no puso
ninguna objeción cuando le dije que quería dejar a un chico en la cara de trabajo de la piedra
durante una o dos horas.
-¿ Un nuevo aprendiz? -preguntó con evidente sorpresa.
-Quizá -dije con cautela.
-Bueno, pues me sorprende, Giovanni, no hubiese pensado que fuese a molestarse en coger a un
chico, cuando puede servirse de los mejores albañiles de la ciudad.
Fruncí el ceño y él levantó entonces los fornidos brazos como para defenderse.
-No te metas donde no te llaman, Luiggi -se dijo a sí mismo con buen humor-. Nadie quiere saber
lo que tú piensas, ¿verdad?
-Necesitaremos unas herramientas -le recordé enfáticamente.
-Sea mi invitado, Giovanni. Ya ha sacado usted buena cantidad de piedra de esta cantera, ya sabe
que no tiene que pedir permiso.
El sol caía despiadadamente, convirtiendo la cantera en un infierno blanco al reflejarse en una
sofocante nube de partículas de polvo. Yo había elegido una zona tranquila, bien alejada de las
principales cuadrillas de obreros, y Erik estaba en mangas de camisa tocando la sucia cara de la
piedra con dedos desdeñosos.
-No creía que fuese así -dijo-; está tan marcada de hoyos y es tan porosa y... tan tosca. .
-No es la piedra más bonita del mundo -admití con tranquilidad - pero fue lo suficientemente
buena para César y debería serlo para ti también.
Se echó a reír de repente y el sonido retumbó por la cantera y me alegró el corazón por su
espontaneidad e infantil inocencia.
-Por favor, señor, enséñeme lo que debo hacer -dijo con una sencilla humildad que casi me hizo
olvidar su ateísmo.
Cuando le puse en las manos las antiquísimas herramientas de un cantero me dije que no era
demasiado tarde para decirIe: 'Que se haga la luz.'
Era pasada la medianoche cuando volvimos a Roma, pero las calles estaban todavía llenas de
trasnochadores. Seguía rebosando la música de las tabernas y cafés, mientras que en tomo a los
obeliscos y las fuentes de las numerosas plazas se veían grupos de amigos hablando con ruidosa
exuberancia de la joven Italia.
Advertí que el chico se ponía tenso al ver a la gente, le vi llevarse la mano automáticamente al
cuchillo que tenía en el cinturón, y entonces le conduje apresuradamente por calles secundarias hasta
que llegamos a mi casa.
-¿Dónde estamos? -preguntó circunspecto cuando le indiqué que se bajase del caballo y que me
siguiese al pequeño patio.
-Aquí es donde yo vivo -dije.
Dio un paso hacia atrás, apartándose de mí.
-¿Por qué me ha traído aquí? -susurró.
El terror de su voz, el repentino miedo que le apareció en los ojos, me reveló todo. De este chico
había abusado un hombre en la peor forma y yo sentí que en mi interior brotaba una gran indignación
contra aquel atormentador desconocido.
-Te he traído aquí para que duermas a salvo lejos de las calles –le dije con firmeza-. No se te
exigirá ningún tipo de pago.
-¿Usted me dejaría dormir aquí? -dijo, nada convencido-. ¿Usted alojaría bajo su techo a un
ladrón, a un...
Se paró en seco, omitiendo la palabra, que a mí me daba pavor oír antes de pronunciarla, y nos
ocupamos de los caballos en silencio, antes de ir yo a abrir la puerta y de hacer un gesto a su vacilante
figura desde el umbral.
Entró despacio, con una desgana nerviosa que me recordó patéticamente a un animal hambriento,
aventurándose a salir de su entorno contra lo que le advertía su instinto. Mientras yo andaba por el
gran cuarto de estar, de muros de piedra, encendiendo las lámparas de aceite, él permaneció con los
brazos cruzados sobre el pecho mirando en derredor con un asombro y una circunspecta incredulidad
que me apretaba la garganta. Me di cuenta, con algo de desesperación, de lo amedrentadora que era la
tarea que se me presentaba por delante si me decidía a edificar sobre las inestables ruinas de esta alma
destrozada. .
Le dejé un momento mientras bajé a la bodega a buscar un jarro de vino. Cuando volví le encontré
de pie delante del viejo espinete, pasando los dedos silenciosamente por las empolvadas teclas con un
gesto de nostalgia.
-¿Quién toca esto? -preguntó de súbito.
-Ahora nadie -admití con un suspiro-. Lleva en la familia muchos años, pero ninguna de mis hijas
era aficionada a la música. He estado pensando en deshacerme de él, ocupa mucho sitio y no hace
más que almacenar polvo.
De nuevo tocó la madera con persistente pesar.
-¿Cómo puede hacer eso? -dijo con tristeza-. Es un instrumento tan bello... Ojalá...
-¿Sí, qué?
Se quedó callado.
-¿Sabes tocar? -insistí.
Asintió con la cabeza, pero con la mirada aún fija en las teclas. -Podría trasladarse al sótano -dije
quedamente-, si quieres. Levantó la vista hacia mí sorprendido.
-¿Usted quiere decir que puedo quedarme aquí? ¿Por qué?
Me encogí ligeramente de hombros.
-A lo mejor necesito un aprendiz -dije.
Silencio. Le vi darse la vuelta cubriéndose la máscara con las manos durante un momento.
-Le mentí cuando le dije que no había hecho el aprendizaje -dijo suavemente-. Ya he jurado de
maestro.
Yo no precisaba preguntar quién era ese maestro, puesto que podía ver la marca de la muerte
sobre él, como la marca del hierro candente en una oveja.
Me dirigí hacia la chimenea vacía y me senté en la silla de tallado para llenar mi pipa con calma.
-¿No crees que eres un poco demasiado joven para estar tan seguro de tu vocación en la vida? -
dije, después de un momento, sin mirarle mientras hablaba.
De nuevo no me contestó, y yo dejé la pipa en los ladrillos sin encenderla.
-Los contratos pueden romperse en cualquier momento durante el aprendizaje, Erik, por muy
oscura que sea la profesión. Incluso el más severo maestro no puede retenerte para un oficio contra tu
voluntad. Y recuerda, por mucho tiempo y por muy lealmente que hayas servido de fiador, una vez
rotos los contratos, nunca tendrás derecho a llamarte maestro de ese oficio.
Seguía callado, con la mirada fija en el espinete, y por la rigidez de sus hombros, me apercibí de
la dura lucha que estaba teniendo lugar en su interior, de su resistencia a abandonar al único maestro
que jamás le había dado esperanza de llegar a tener seguridad y orgullo. El Demonio es capaz de exigir
lealtad y respeto a un aprendiz. Su carisma puede llegar a ser algo formidable. A lo mejor, después
de todo, yo estaba malgastando mi aliento...
Las teclas bajo los largos dedos de Erik empezaron a sonar en una serie de acordes melodiosos
que permanecieron en el aire durante un momento, con dulce resonancia, antes de extinguirse en un
denso silencio.
Entonces, finalmente, se volvió para mirarme desde el otro lado de la
estancia.
-Me gustaría ver el sótano, por favor -dijo.

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