CHIISTEEE

¿Quieres que ya no opine sobre los libros?

domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 23)

Hay... de nuevo otra historia triste, espero que este comentario no sea spoiler. Queridos lectores, si lloran los comprenderé... por que yo ya lloré-Clair.


6
Hacia el final de aquel verano me encontré con que dependía casi del todo de las técnicas de Erik.
Su situación ambivalente me había costado ya el perder a varios hombres especializados: hombres
tales como Calandrino, que llegó a ofenderse por su meteórico ascenso y que finalmente se negó a
trabajar con un chico que en dos años había puesto en ridículo el sistema de aprendizaje.
Para entonces yo aceptaba los trabajos tan sólo en atención a la experiencia de Erik. La artritis me
estaba deformando los dedos y me daba cuenta de que pronto sería incapaz de sostener un cincel, y
quería que Erik me sucediese en el trabajo.
Durante aquel contrato final, encontré más práctico coger trabajadores itinerantes y poner toda la
instalación bajo la supervisión del chico. Le había dado responsabilidades en todos los aspectos del
nuevo trabajq; él había hecho todos los cálculos del coste y, aunque yo había repasado los presupuestos
con un ojo terriblemente crítico, no había podido encontrar ni un descuido debido a su
inexperiencia, ni un gasto superfluo. El cliente aceptó el presupuesto sin ninguna objeción y luego se
marchó tranquilamente a Florencia a pasar el verano. En consecuencia, no hubo necesidad de que
supiese que la construcción del edificio de su propiedad se había puesto, casi por entero, en manos de
un chico de quince años.
La construcción siguió adelante en la ordenada manera que caracterizaba todo el trabajo de Erik.
Tenía total autoridad en mi ausencia y su terrible y adusta presencia en la obra era una garantía de que
no habría ni conflictos ni ganduleo entre los hombres. Entonces era ya muy alto, de esqueleto macizo
y musculoso, casi inhumanamente fuerte y asombrosamente competente; una mirada a los
intransigentes ojos de detrás de la máscara era suficiente para reprimir en cualquiera el deseo de
discutir un asunto. Y, sin embargo, siempre era justo, y estaba siempre dispuesto a reconocer la
aplicación de un obrero o a animar a un principiante;" todo presagiaba que se convertiría en un buen
maestro.
Habían llegado al primer nivel cuando uno de los hombres se puso enfermo y me vi obligado a
coger temporalmente a otro obrero. No le di importancia cuando el tipo me dijo que desde Milán
había recorrido toda Italia trabajando; no era insólito que un obrero viajase en busca de trabajo.
Pero hubo algo alarmante en la rápida mirada de asombro que el hombre dirigió a Erik cuando se
conocieron, algo que excedía la natural sorpresa que producía la idea de trabajar al lado de aquella
máscara.
Para la hora de la siesta yo ya había recogido lo suficiente de los vibrantes susurros que corrieron
como la pólvora por toda la obra para saber que, cualquiera que fuera el secreto que Erik había
decidido ocultar, aquél había dejado ya de ser un secreto. Este hombre había visto algo, quizá no en el
Trastevere, sino en otro sitio..., en Milán o en Florencia, dondequiera que hubiese ferias.
y entonces había contado lo que sabía.
Le despedí al final de la jornada, pero a sabiendas de que era demasiado tarde para reparar el
daño que había ocasionado. El ambiente en la obra me recordó la infinita calma que precede a una
tormenta, y comprendí, por la repentina tensión de los ojos de Erik, que éste se daba perfectamente
cuenta del cambio que se había operado en los hombres.
No tardaron mucho en llegarme a los oídos las murmuraciones que incluían la palabra monstruo,
y la oí con un terrible pesar, pues no hacía más que confirmar mi propia deducción. Yo había
adivinado hacía mucho tiempo que, detrás de aquella máscara, el chico escondía alguna deformidad
grave, algo que nunca había tenido el valor de revelarme. Discretamente, y sin darle importancia, yo
había tratado de demostrarle de diversas maneras que sus temores era infundados, pero él nunca había
estado dispuesto a reconocer esas indicaciones, por lo que me había visto obligado a esperar con
paciencia el día en que finalmente se fiase de mí lo suficiente como para mostrarme la cara en la
intimidad de nuestra casa. Entonces, cuando yo empezaba a comprender la magnitud del peso que
llevaba encima, me di cuenta de que ese día nunca iba a amanecer...
El peligro latía en tomo suyo como lava derretida, esperando sumergirle en un momento de
descuido, y yo observé el cambio que se operó en él en respuesta a aquella amenaza tácita. De repente
se convirtió de nuevo en un animal salvaje olfateando la inminente realidad del ataque; en un joven
tigre que espera, en un porfiado y amenazador silencio, el momento adecuado para repeler el reto que
no llegaba. Su natural autoridad y la fama de su rápido y salvaje manejo de la navaja- mantenía la
amenaza a raya, aunque le estuviese rondando muy de cerca. Sin embargo, la vigilancia que esto le
exigía era incesante, por lo que empezó a volver a casa de la obra por la noche demasiado tenso como
para ni siquiera pensar en comer.
Esto ocurrió en la misma semana en que Luciana tuvo el antojo de despedir al ama de llaves y
encargarse ella de sus quehaceres.
-¿Qué tiene de malo lo que guiso? -preguntó con tono amenazador cuando Erik volvió a irse
directamente al sótano sin ninguna explicación y sin disculparse.
-No tiene nada de malo lo que guisas -dije, esforzándome denodadamente por pinchar con el
tenedor algo fibroso de un plato que aún no había identificado--. Nada en absoluto.
-Ni siquiera se ha molestado en venir a ver lo que era.
-¡El chico está cansado, por amor de Dios, Luciana! No quiere más que descansar.
Cuando las delicadas y cantarinas notas del viejo espinete empezaron a flotar entre nosotros,
Luciana cerró los puños sobre la mesa.
-Sin embargo, no está demasiado cansado para tocar, ¿verdad? -dijo furiosa-. i no estará
demasiado cansado para quedarse levantado toda la noche dibujando y perdiendo el tiempo con
pedacitos de alambre! ¡No está cansado más que para comerse una comida que yo me he pasado horas
cocinando!
Y arrebatando de la mesa su propio plato, que no había probado, salió precipitadamente a golpear
pucheros y cazos en la cocina. j
Cuando Luciana se hubo marchado a la cama, permanecí sentado durante varias horas mirando el
fuego vacío, fumando ininterrumpidamente y volviendo a llenar mi pipa de vez en cuando, tratando
de pensar qué sería mejor hacer.
Hacia medianoche, habiendo tomado una repentina decisión, llamé una vez en la puerta del
sótano y bajé las empinadas escaleras de piedra sin esperar una respuesta.
Erik había estado trabajando en las cuentas. El enorme libro de contabilidad estaba abierto en la
mesa detrás de él, iluminado por una vela languideciente a cada lado. Una salpicadura de tinta en la
página delataba la sorpresa y la rapidez con que se había puesto de pie ante mi inesperada intrusión.
Casi me pareció oír los acelerados latidos de su corazón y me entristeció vede volver
implacablemente a su instintivo y desconfiado recelo.
-Me gustaría tener unas tranquilas palabras contigo, Erik.
-Sí, señor..., ya sé -se volvió para cerrar el libro de fuerte papel rayado--. Las cuentas están ya
todas al día, todo está en orden. Puedo tener todo empaquetado y marcharme dentro de una hora.
Al mirar más allá de donde él estaba vi que las viejas alforjas se encontraban preparadas sobre su
jergón y entonces supe que si yo no hubiese tomado aquella noche la decisión de bajar, por la mañana
me habría encontrado el sótano vacío.
-¿Te ibas a marchar sin decir una palabra? -le acusé indignado--.¿Por qué?
Se quedó mirando el libro de cuentas.
-Porque…dijo con dificultad-, porque no quería esperar hasta que
usted me lo pidiese.
Tuve repentinamente el gran deseo de propinarle una buena bofetada.
-¡SO estúpido! -dije con enojo--. Por amor de Dios, ¿qué te hace pensar que quiero que te
marches?
-Estoy causando dificultades ... -no me quería mirar-. Debería irme ahora, antes de que sea
demasiado tarde.
-¡Nunca he oído una estupidez semejante! Mejor será que subas inmediatamente antes de que me
enfade contigo de verdad.
Subí las escaleras de espaldas y él me siguió en un preocupado silencio, sumiso y obediente,
como si fuese un hijo errante... Se sentó apresuradamente donde yo le dije que se sentase y aceptó el
vino que le di sin una protesta más. Me daba muy bien cuenta de que iba a ser imposible hablarle de
la forma en que yo quería hacerlo mientras permaneciese sentado sin haber bebido nada, utilizando su
tensión y su habitual reserva como una armadura impenetrable. Así que durante un rato hablé de los
asuntos del día y seguí rellenando ininterrumpidamente nuestras grandes copas venecianas,
obligándole a ir al mismo ritmo que yo. No fueron necesarias muchas copas para llegar a ver que
había dejado de agarrarse la rodilla con la mano libre y que, por el contrario, la arrastraba flexible y
relajada sobre el brazo de su butaca.
Esa noche hablé de muchas cosas, algunas de las que había tenido la intención de tratar, otras que
no. Yo también estaba notando para entonces los efectos del vino y me invadía la morbosa certeza
que aquella oportunidad no se repetiría, que todos estábamos cogidos en una corriente implacable que
pronto podría hacerse demasiado fuerte para nadar contra ella.
Las lámparas de aceite se fueron desvaneciendo y se apagaron una a una, pero yo no me molesté
en rellenarlas mientras hablaba de los grandes ideales de la masonería, de las responsabilidades de la
hombradía. Hablé de Dios, el gran Soberano Arquitecto del Universo, que nos mide a todos por la
escuadra, la plomada y la brújula; le hablé de la buena voluntad, de la caridad y de la tolerancia.
Y, finalmente, eligiendo mis palabras con el mayor cuidado posible, hablé de la extremada
vulnerabilidad de las jóvenes...
No me hizo ninguna pregunta, ningún comentario, pero no apartó la vista y supe que estaba
escuchando, tratando por todos los medios de aceptar lo que debía de parecerle estar tan en pugna con
la realidad de su vida. Pedí tolerancia y paciencia frente a la crueldad y el desprecio, pero sabía que el
camino que le estaba trazando era duro, que era un viaje desalentador del que sería muy fácil
apartarse. No estaba dispuesto a aceptar una cruz y, sin embargo, sin algún símbolo de esperanza,
algo tangible, algo a lo que aferrarse, en aquellos oscuros momentos de desesperación, yo temía que
se entregase pronto a las tentaciones de la violencia airada.
En mi escritorio estaba el compás de plata que Isabella me había regalado en nuestros días más
felices, antes de que naciese Luciana. Había pensado muchas veces en regalárselo, pero no había
encontrado un momento en el que poder decir las palabras adecuadas.
Se lo regalé entonces, sabiendo que no podía darme el lujo de esperar más tiempo, y él lo aceptó,
con la perplejidad y la timidez del chico que se azara porque no está acostumbrado a recibir regalos.
Su vacilante agradecimiento me dolió y me hizo refugiarme en una brusquedad que no había tenido
intención de manifestar. "
-Bueno..., ya no me sirve de nada, puesto que apenas puedo sostener derecha la plomada. Ten
cuidado de ponerlo en un sitio seguro, eso es todo, pues no vayas a perderlo.
Se metió el compás en el bolsillo, con cierta dificultad, a la segunda intentona, pues, a causa del
vino, tenía los dedos curiosamente torpes y descoordinados. Para entonces yo me había dado cuenta
de que estaba luchando por permanecer debidamente despierto.
-Vete a la cama, chico, que estás de verdad bien embarcado --dije con remordimiento.
Mientras le observaba ponerse de pie tambaleándose y encaminarse hacia las escaleras con poca
seguridad, le volví a llamar. Los ojos de detrás de la máscara se volvieron distraídos hacia mí y yo me
pregunté que cuántos dobles míos estaría viendo en ese momento.
-Erik, espero que no llegues nunca a construir tan bien los muros que no seas capaz de ver cuándo
hay que derribarlos.
Vaciló, luego me miró con la incertidumbre de la borrachera.
-Yo... tendré cuidado de eso primero, señor-dijo entre dientes, como si pensase que ésa era la
respuesta adecuada.
Puesto que era evidente que no valía la pena tratar de decide aquella noche una palabra racional
más,: le dejé marchar antes de que fuese necesario bajade a la cama por aquellas escaleras.
Yo seguí bebiendo durante un buen rato después de haberse ido él, pero con la sensación de que
había cometido un desdichado desacierto con mi modo de proceder. ¿Qué había conseguido, después
de todo, haciendo que el chico se emborrachase como una cuba, hasta el punto de que apenas se tenía
de pie?
¡Por la mañana probablemente no se acordaría ni de una palabra de lo que yo le había dicho!
Durante los meses siguientes tampoco tuve muchos motivos para sentirme orgulloso de mis
aciertos como padre y protector. Casi todo lo que sucedió parecía ciertamente confirmar mi creciente
impresión de que no era más que un anciano lelo y bastante incompetente que iba perdiendo con rapidez
el dominio de las cosas y que no debería atreverse a dar consejos a nadie. De poco servía el
explicar los valores masónicos de la hombradía cuando resultaba del todo evidente qué era incapaz de
controlar a mi hija y de mantener el orden en mi propia casa.
Durante todo aquel verano Luciana se comportó como un perrito ciego, golpeando iracunda y
confusa algo que ni veía con claridad ni comprendía. Le faltaba el lenguaje para expresar su
encaprichamiento, y a Erik le faltaba la capacidad de creer en su existencia, por lo que no parecían
tener fin las formas en que conseguían herirse uno a otro.
Para defenderse, el chico empezó a trabajar más y más horas en la obra, valiéndose de faroles
para iluminar los andamios cuando ya había oscurecido. Algunas noches ni siquiera volvía a casa. Los
maravillosos inventos alineados a lo largo de las paredes de su sótano empezaron a empolvarse, y el
viejo espinete permanecía silencioso en un rincón. Luciana estaba de mal humor durante su ausencia
y le recibía al volver con hiriente sarcasmo, sin prestar la menor atención a mis furiosas reprimendas.
Erik estaba tan profundamente ensimismado que era imposible abordarle sobre cualquier asunto que
no estuviese relacionado con el trabajo. Y yo no era capaz de llegar a ninguno de los dos: yo no era
capaz de detener el implacable giro del torbellino que les iba engullendo cada vez más profundamente
hacia las tinieblas.
Entonces, una mañana, me desperté al oír sus voces procedentes del sótano: la de Luciana
petulante, con un asomo de lágrimas de furia; y la de Erik tan instintivamente defensiva, que había
adoptado una heladora indiferencia que no podía por menos de enfurecer.
-En todo caso, ¿qué son todas estas cosas? ¿De qué sirven?
-Por favor, déjelas en paz no las toque, mademoiselle.
-Lo quiero saber... ¡Explícamelas!
-No podría comprenderlo.
-Ah, ¿de verdad? ¿Soy entonces tan estúpida?
-Eso no es lo que he dicho.
-No, ¡pero es lo que has querido decir! ¿O acaso querías decir algo diferente? ¡ Sí, eso es! Ahora
ya sé por qué tienes miedo de enseñarme estas cosas..., es porque no funcionan, ¿verdad? ¡No
funcionan!
-¡Todo lo que hay en este sótano funciona!
Oí que en la voz de Erik explotaba una peligrosa nota de furor; y oí que la ira iba en aumento para
acabar enfrentándose con ella.
-Bueno, pues esto no funciona -gritó ella de repente-, o ya no funciona. ¡Ni esto! ¡Ni esto!
Dios mío, pensé alarmado, la va a matar...
El estrépito del metal y del cristal sobre el suelo de piedra retumbó a
mi alrededor cuando me dirigía hacia el sótano para interponerme; pero Erik ya subía a toda prisa
saltando los escalones de dos en dos. Me empujó bruscamente al pasar sin decir una sola palabra, y
era talla violencia de su furia que no me atreví a ponerle una mano disuasoria en la manga. Era la
primera vez que me trataba con descortesía, y me quedé amedrentado por la inquietante sospecha de
que ni siquiera me había reconocido.
Le dejé huir de un impulso de matar, que era tan real, tan casi incontrolable, que seguía
palpitando en tomo mío como un persistente aroma. Luego dirigí la vista hacia la estúpida criatura
que seguía ignorando la tragedia que había estado a punto de desencadenar.
Estaba entonces arrodillada en el suelo mirando los restos de su inten
cionada destrucción.
-¡Luciana! -dije con fría indignación-. ¡Vete a tu cuarto inmediatamente!
No se movió para obedecerme, sino que, por el contrario, extendió la mano para tocar los cristales
rotos con veneración y remordimiento.
-¿Cómo pueden gustarle estas cosas, estos pedazos de alambre y de metal? -susurró--. ¿Cómo
puede amar estas cosas y no amarme a mí? ¿No soy lo bastante guapa? -levantó la cara embadurnada
por las lágrimas y me miró angustiada-. Oh, papá..., ¿por qué me odia tanto?
-No te odia a ti, niña -dije con cansancio-. Se odia a sí mismo. Se me quedó mirando y contrajo su
cara con una mueca de perplejidad. La estúpida inutilidad de todo me arrolló y me despojó de la
indignación, haciéndome sentinne muy viejo y cansado.
-No lo entiendo -empezó dubitativa-. ¿Por qué había de odiarse? Bajé al sótano y me senté de
golpe en el camastro donde Erik debía de dormir ocasionalmente.
-Luciana..., la máscara... La vi ponerse rígida.
-No quiero oír hablar de la máscara -dijo testarudamente llevándose las manos a las orejas con
terquedad infantil-. No quiero oír esos odiosos rumores que están corriendo los obreros. Lo que pasa
es que están celosos de él porque es tan rápido y tan listo, y porque todo el mundo sabe que podía
sustituirte a ti mañana.
-Luciana...
-¡No es verdad! -gritó con un histerismo que le contrajo la bonita cara formándosele unas feísimas
arrugas-. ¡No es feo, no es una especie de monstruo! No le voy a dejar que sea feo, papá_..-iNo le voy
a dejar!
La intensa irracionalidad de sus emociones me silenció de manera impresionante. De repente
comprendí que no había nada más que pudiese decirla sobre el asunto y, con el más profundo temor,
me vi obligado a dejarla marcharse.
No bajé a la obra aquel día pensando que Erik preferiría que le dejasen solo. Luciana se quedó en
su cuarto. La casa estaba envuelta en silencio y el día iba transcurriendo imperturbable, caluroso y
húmedo, con el aire fétido que subía desde el Tíber. Llegó y pasó la hora de la cena, pero no probé
bocado y, de vez en cuando, yo miraba el reloj de encima de la chimenea con un suspiro. Las nueve,
las diez..., y seguía sin haber indicios de Erik.
A las once bajó Luciana y me pidió que fuese a buscarle á 'la 'obra. Me negué. El chico vendría a
casa cuando se le hubiese aplacado el mal humor, y no antes; hasta entonces pensaba dejarle en paz.
Ella desapareció un momento y volvió a aparecer con un chal por los
hombros.
-Si no quieres ir tú a buscarle, iré yo --dijo llorosa-. Quiero decir le que lo siento.
Me la quedé mirando asombrado. Que yo pudiese recordar, Luciana no había dicho en toda su
vida que sentía algo.
-Papá --dijo temblorosa-, papá... voy a pedirle que se quite la máscara.
En algún sitio, en lo profundo de la mente, me empezó a sonar una señal de alarma y sacudí la
cabeza.
-No vas a ir a ninguna parte a estas horas de la noche -le dije con firmeza.
-Pero, papá...
-¡Por amor de Dios, deja a ese chico en paz! -grité de repente-. ¡No quiere que le veas, ni tú ni
nadie! Le estás volviendo loco, Luciana... Esta mañana te hubiese matado, ¿no lo sabías?
Jadeó, mirándome fijamente con unos ojos ribeteados de rojo sobre una cara blanca como la
nieve.
-Nunca me haría daño... ¡Sé que nunca me haría daño!
Me di la vuelta impaciente y cogí la pipa.
-¡No sabes nada de él, absolutamente nada! Le estás provocando más de lo que puede aguantar un
ser humano... ¡Cualquier otro chicote habría violado hace tres meses!
Se le abrió y se le volvió a cerrar la boca, sin pronunciar palabra, ante la crueldad de mi hiriente
insulto; luego, lentamente, se dejó caer en el suelo y rompió a llorar.
Durante un rato permanecí sentado en mi butaca, contemplándola mientras sollozaba, sin proferir
ni una palabra de consuelo. Después me acerqué y la levanté, llevándola al piso de arriba con la
cabeza apoyada en mi hombro como hacía cuando era una niña pequeña. Resultaba lastimosamente
fácil hacerlo, pues no debía de pesar entonces mucho más que cuando tenía diez años.
Cuando la tumbé en la cama me miró con una gran desesperación.
-Tengo que verle, papá --dijo quedamente-, tengo que verle.
Yo sabía que ella tenía razón: ya no había otra manera de acabar con aquella locura estival que
amenazaba con destruimos a todos.
Estuve sentado en mi cuarto un par de horas mirando la pared y pasándome de vez en cuando un
pañuelo por la frente. Eran casi las dos de la madrugada, pero el calor seguía siendo sofocante, por lo
que, finalmente, sabiendo que no había posibilidad de dormir, me subí a la azotea, donde hacía más
fresco.
Por no tener nada mejor que hacer, me puse a regar las flores, y así, escondido entre las sombras,
pasé desapercibido para Erik cuando éste cruzó la azotea con paso lento y pausado y se dejó caer en el
banco travertino. Puso un brazo a lo largo del respaldo, reclinando en él la cabeza, en una actitud de
absoluto agotamiento, y, como no se volvió a mover, empecé a pensar si se habría quedado dormido
y si no sería mejor escabullirme sin ser visto.
-¡Erik!
El inesperado balbuceo de Luciana le sobrecogió como el disparo de una pistola; se puso de pie de
un salto y se quedó rígido, dándole la espalda mientras ella se acercaba.
-Quiero que te quites la máscara -dijo simplemente y sin arrogancia-. Por favor, quítate la máscara.
-Por favor, discúlpeme, mademoiselle -dijo glacialmente, manteniendo la cara apartada al pasar
delante de ella-, tengo un trabajo que terminar.
-¡No te voy a disculpar! -le gritó--. ¡No tienes ningún trabajo que terminar! Quiero que te quites
la máscara, ¿me oyes, Erik? ¡Quiero que te la quites ahora mismo!
Yo tomé una decisión muy de repente y me puse delante de él cuando se dirigía a las escaleras.
-¿Señor? -se paró y miró hacia atrás como el zorro que presiente que se acercan los cazadores. Le
puse una mano en la manga.
-Erik, hemos llegado a donde ya no hay remedio.
-Lo siento..., no entiendo del todo...
-Me parece que lo mejor sería que hicieses lo que mi hija te ha pedido. Se quedó del todo inmóvil,
mirándome con tan doloroso horror, que me vi forzado a apartar los ojos para no presenciar cómo se
desmoronaba su confianza.
-¿Usted me está pidiendo que haga eso? -oí que en su voz había una trémula incredulidad-. ¿Me
está usted ordenando que lo haga?
-Si es necesaria una orden -dije con tristeza-, entonces te lo estoy ordenando. Por todos los santos,
chico, debes comprender que esto no puede continuar por más tiempo.
Se tambaleó un poco y alargó una mano para afianzarsé"éllla balaustrada; yo me moví entonces
automáticamente para que se sujetase en mi brazo. Pero antes de que yo pudiese tocarle, levantó la
cabeza y la luz de los faroles colgantes me mostró en su ojos un odio descarnado nacido de la más
funesta desilusión y de la desesperación.
Me di cuenta entonces de la enormidad del crimen que había cometido, me di cuenta de ello
cuando vi aquella mirada de odio que parecía arrancarme el aire de los pulmones. Yo había sido un
padre para él; yo le había revelado lo que era la honradez y la esperanza y le había inducido a creer
que podía haber para él una oportunidad de vivir con orgullo y dignidad entre los seres humanos, de
los que tanto desconfiaba. Por amor a mí había empezado a abandonar sus más profundos instintos y
a abrirse camino, tentativa y penosamente, hacia la certeza de que a mí no me importaba lo que había
debajo de la máscara.
Entonces, en un único momento de menosprecio, que era consecuencia de mi propio cansancio y
desesperación, había llegado y demolido alrededor suyo aquel castillo de sueños. Le había pedido lo
único que él había confiado que nunca le pediría, y si le hubiese atravesado el corazón con una daga
no le hubiese destrozado más certeramente, no le habría causado una angustia más intolerable.
Mientras contemplaba al chico que yo conocía consumirse y morir ante mis ojos, veía cómo le
sustituía un desconocido aterrador, un desconocido siniestro y extrañamente espantoso que ya no
esperaba escuchar más palabras inútiles mías.
-¿Quiere ver? --dijo con una voz opaca que parecía salir de un sepulcro-. ¿Quiere ver? ¡Pues
mire! j
Mientras hablaba empezó a dirigirse con una calma medida y amedrentadora hacia Luciana, y yo
advertí que por las venas me empezaba a correr un miedo paralizante. Estaban uno frente al otro
cuando se arrancó la máscara, y entonces vi cómo se le abría la boca a la niña para emitir un grito que
quedó sofocado, y cómo alargaba las manos para rechazarle. El gesto defensivo pareció alocarle a
Erik, que alargó la mano como para atraerla más cerca del aterrador espanto que había revelado.
Yo di un grito de aviso, pero mi voz se perdió en el primitivo pánico animal que impulsó a
Luciana a apartarse de él corriendo, a cruzar la azotea corriendo para lanzarse contra la balaustrada
que finalmente le bloqueó' la huida. Una y otra vez lo veo suceder: las piedras desmoronadas cediendo
bajo el peso de su cuerpo y haciéndola caer al patio dos pisos más abajo, entre un aluvión de
cascotes.
De nuevo se hizo un silencio en la azotea interrumpido tan sólo por el abyecto movimiento de las
últimas piedras, mientras que la luz del farol me mostraba el vacío que se abría en la balaustrada,
como la mella de un diente en la boca de una siniestra criatura de pesadilla.
Sin darme prisa, sin esperanzas, me volví como insensibilizado, y bajé a tientas al patio, donde el
cuerpecillo destrozado de mi hija yacía rodeado por un sudario de escombros. Yo había pensado que
estaba muerta, pero si me hubiese quedado una mínima y última esperanza, no hubiese perdurado ante
aquella primera visión de su cráneo reventado, del lento rezumar gris sobre las losas. El tiempo y el
lugar habían perdido su significación y el mundo parecía estar muy alejado del silencioso vacío que
me envolvió mientras la llevaba a casa y la dejaba sobre el crujiente sofá de cuero.
No oí sus pasos, pero percibí su presencia justo detrás de mí, como un gran espectro negro.
No me volví. Tenía la impresión de que si miraba hacia atrás me convertiría en piedra,
ca1cificada por obra del amargo veneno de su ira y de su aflicción. Yo no temía el horror de su cara;
yo podría haber contemplado aquella visión con ecuanimidad en cualquier momento. Pero ahora
temía sus ojos, aquellos abismos sin fondo de dolor que no harían más que reflejar mi pena. Oí su
juramento confuso y sollozante y supe que no debía mirarle...; me volvería loco si lo hiciera.
El silencio se extendió entre nosotros como una muralla de piedra y se convirtió en nuestra
separación final. Las lámparas de aceite, que seguían luciendo en sus soportes, me mostraron;el
reflejo de su sombra moviéndose despacio por la pared más allá del sofá: una enorme y silenciosa
sombra que se adentraba en la noche del otro lado de mi puerta, donde las tinieblas le esperaban para
reclamarle como a un pariente cercano.
Cuando se hubo marchado..., tan sólo cuando finalmente se hubo marchado..., pude yo llorar.
Las sombras reptan ahora continuamente por la azotea ... Otro día inhóspito y carente de sentido
está acabando. He estado sentado aquí otra vez hasta la puesta del sol, meditando tristemente,
recordando, reprochándome la locura que dejó vacía mi existencia, el último error que mató a mi hija
y destruyó a un chico único.
Erik..., ahora puedo decir lo que no pude decir aquella noche, cuando la mano de Luciana se
enfriaba en la mía y la aflicción me había dejado sin habla. Tú no tuviste la culpa de su muerte. Si
hubo culpa, hace mucho tiempo que me la he atribuido yo.
Tú fuiste el hijo de mi imaginación, el hijo que Dios retuvo, y yo aprendí a quererte en tu lenta y
penosa lucha por encontrar la luz.
Mañana estas flores que tú cuidaste izarán sus caras una vez más hacia el sol, estirándose hacia lo
alto, orgullosas y reales, para agradecerle a su creador toda su belleza.
Había tanta belleza en tu alma, Erik, tanta belleza que ahora temo que, a causa de la locura de un
anciano, nunca verá la luz del día.
En la oscuridad viniste a mí.
En la oscuridad te marchaste.....

No hay comentarios:

Publicar un comentario