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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 26)


3

Al volver la noche siguiente a tiempo para presenciar la representación, me quedé
verdaderamente asombrado por el espectáculo con que tropezaron mis ojos. jEra talla habilidad y el
desconcertante escamoteo de las manos que resultaba del todo increíble! Sentía vértigo porque
aquello era un verdadero ataque a mi sentido de la vista, y la cabeza me daba vueltas al ver que todas
mis ideas sobre la gravedad y el tiempo iban sucesivamente cayendo boca abajo o volviéndose del
revés. Todas las leyes que gobiernan el universo fueron desafiadas dentro de aquella carpa. Algunos
de los trucos ilusionistas eran verdaderamente sobrenaturales y, mucho antes de que terminase el
espectáculo, me quedé del todo convencido de que estaba en presencia de un genio, creado del fuego
más de dos mil años antes que Adán. Advertí preocupado que era zurdo. Todos los musulmanes saben
que el demonio es zurdo; eso es por lo que siempre tenemos cuidado de escupir hacia la izquierda.
Mis dedos buscaron instintivamente los amuletos q_e llevaba colgados del cuello: una mano abierta
hecha de plata y el ojo disecádo de una oveja que se mató en La Meca el día del gran sacrificio.
Ambos eran poderosos agentes protectores y yo nunca me había sentido tan necesitado de su
protección. Tuve cuidado de no cruzar la mirada directamente con aquel hombre, pues ya temía su
mal de ojo.
El gentío que había en la carpa se puso histérico al acabar la representación y empezó a avanzar
en tropel, regando el suelo de monedas y clamando por más maravillas, como niños ansiosos de ojos
desorbitados. Pero él se dio la vuelta y les dijo, con una nota de cansancio en la voz, que ya habían
visto todo lo que estaba dispuesto a enseñarles ese día.
No obstante, se negaban a marcharse. Cercándole como una manada de animales hambrientos,
empezaron a pedir, con creciente frenesí, que se quitase la máscara y les cantase.
-¡Enséñanos la cara! -gritaban-. jEnséñanos la cara, Erik, y déjanos oír cantar al demonio!
Él cerraba los delgados puños con crispación, en un acceso de ira, y yo pasé un momento de
auténtico miedo de que se negase a hacerlo, pues pensé que en ese caso me pisotearían, ya que a
continuación el populacho seguramente desataría una ola de peligrosa violencia.
Luego, sin previo aviso, abrió las manos y se quitó la máscara.
El silencio que se hizo fue pavoroso: era como si todos los que estaban en la carpa hubiesen
dejado de respirar. Yo estaba de pie muy cerca de él, lo bastante cerca como para bambolearme del
susto cuando aquel horripilante cráneo apareció ante mis ojos, que se me salían de las órbitas. El
comerciante en pieles de Samarkanda no había hablado nunca de esto; a lo mejor había temido quitar
con ello valor a una historia que ya era en sí más impresionante que la vida misma, pues quien no lo
hubiese visto no habría creído por supuesto en semejante espanto viviente. Yo no podía apartar los
ojos de él. Permanecí mirándole fijamente como un patán mal educado, horrorizado ante aquella fealdad
inhumana y sin igual que, en cierto sentido, hacía aún mucho más terrible el odio que emanaba de
sus hundidos ojos y el dolor que le retorcía los labios grotescamente deformes. En aquel momento tan
tenso, antes de que empezase a cantar, advertí su profundo y abrumador odio hacia la muchedumbre.
Y luego, cuando se me reveló la verdadera magia por primera vez, me olvidé de todo.
Nada de lo que había visto hasta entonces podía compararse con la asombrosa alquimia que
transformaba el sonido en oro líquido dentro de mis oídos y que me impulsó, como un rápido golpe
de mar, hacia el éxtasis, haciéndome salir de aquella mal iluminada carpa. Pues su canto era de amor
y, con cada matiz de su voz, yo veía a Rookheeya extendiendo las manos hacia mí a través del infinito
vacío que nos separaba. Cada palabra y cada nota nos acercaba más, nos acercaba tanto que me
encontré alargando los brazos para recibir su abrazo.
Luego volvió a hacerse el silencio y la visión había desaparecido.
Se me cerró la garganta y me eché a llorar, como muchos otros que también lloraban a mi
alrededor.
Al terminar la canción, el gentío fue saliendo de la carpa mudo de asombro... No podía haber
habido una sola persona allí presente que no se hubiese sentido hondamente conmovida y que no se
hubiese sumergido en una profunda meditación personal. Había conjurado todos los recuerdos tristes
de nuestra memoria humana y los había destilado haciéndolos alcanzar una cima de insufrible belleza.
Ninguna mente humana podría haber tolerado más dolor aquella noche; se había vengado de todos
nosotros.
Cuando la carpa quedó vacía, le vi volver a ponerse la máscara mecánicamente, con las manos
que le temblaban de emoción, y yo me preguntéqué terrible y angustiosa experiencia del pasado le
capacitaría para expresar el dolor con tanto refinamiento y exquisitez.
Un sorprendente cambio físico tuvo lugar tan pronto como dejó de verse su horripilante rostro. Se
le enderezaron los hombros y todo su cuerpo empezó a rezumar de nuevo la fuerza y el misterioso
poder que yo había percibido la noche anterior. Un momento antes había parecido un anciano;
después era como si se hubiese despojado de treinta años en otros tantos segundos, y yo nuevamente
me di cuenta de que estaba en la flor de la edad viril, probablemente fuese tan sólo unos años más
joven que yo.
-Usted ha venido en busca de su respuesta, supongo -dijo ceñudo, mientras yo continuaba
retrasándome intencionadamente alIado de la mesa cubierta de terciopelo.
-Os honrarán mucho en Persia -le recordé-. Todo lo que apetezcáis será vuestro.
-Nadie en este mundo puede darme lo que apetezco -dijo brevemente-, ni siquiera el sah de
Persia.
-Pero ¿vendréis conmigo?
Alzó los hombros con un gesto elegante y desdeñoso.
-Según parece -dijo, y se dio la vuelta para atizar el carbón del samovar.
El día siguiente coincidía con el final de la gran feria, y el éxodo de las masas de Nijni-Novgorod
empezó en serio. Por el momento no había pasajes en los barcos a ruedas, que iban llenos de
mercaderes ricos camino de sus casas, y lo mejor que pude encontrar para nuestro grupo fue un sitio a
bordo de una barcaza atestada de gente, de cajones de té y de balas de algodón.
Fuimos por el río hasta Kazán, y allí, por la mañana muy temprano, me lo encontré casualmente
descargando sus caballos con mucha decisión.
-¿Qué estáis haciendo? -pregunté alarmado-. Aún no hay que desembarcar.
-Tengo decidido no seguir viajando como un cajón de té -me dijo con calma-. Usted,
naturalmente, puede hacer exactamente lo que le plazca.
-¡No podéis decir en serio que pensáis ir hasta la orilla del Caspio por tierra! -dije con voz
entrecortada.
Me miró con indiferencia por encima de las crines del caballo.
-A lo mejor decido no continuar en absoluto. No me gusta verme confinado tan
desagradablemente cerca de la raza humana.
Percibiendo la derrota, hice todo lo posible por ser conciliador. -Admito que el viaje no ha sido
muy cómodo...
-La comodidad no tiene nada que ver con ello -dijo entre dientes. -Estoy casi seguro de que
podremos hacer transbordo a un barco de vapor en Samara, en cuyo caso llegaremos al Caspio en
cuestión de unos días.
-No me importa la velocidad -replicó secamente-, lo que me importa es la intimidad. Si es que
continúo este viaje, será por tierra.
Perdí la paciencia.
-Eso es ridículo -dije encolerizado--. ¡Ese viaje nos llevaría semanas..., semanas! ¿Cómo voy a
explicar ese imperdonable retraso al sah?
Extendió las manos con un arrogante gesto de indiferencia.
-A lo mejor en su lugar prefiere explicar su fracaso. Adiós, daroga...
¡Páselo bien el resto del viaje en este cajón flotante!
Al volverse para empezar a desembarcar sus caballos yo le cogí por la manga.
-¡Esperad! -sabía que si le dejaba desaparecer entonces, en Kazán no conseguiría localizarle por
segunda vez-. Dadme tiempo para arreglar la descarga de mis propias cosas y seguiremos como
queráis. Sin embargo, os advierto que no debe arriesgarse uno a desencadenar el enojo imperial tan a
la ligera. Al Rey de Reyes no le gusta que le hagan esperar.
-El Rey de Reyes debe aprender a tener paciencia -dijo Erik fríamente-, como todo el mundo.
Ésa fue la primera ocasión en que me doblegué a su caprichoso antojo..., la primera de muchas,
¡si lo hubiese sabido...!
Antes de marchamos de Kazán insistió en visitar el mausoleo que estaba a cerca de una milla en
las afueras de la ciudad. Puesto que yo ya había abandonado para entonces toda esperanza de volver
rápidamente a Persia -¡y porque no me fiaba de dejarle fuera de mi vista ni dos minutos!-, me vi
obligado a acompañarle por las húmedas y malolientes catacumbas para admirar los huesos de los que
habían perecido hacía tres siglos en el sitio de Kazán.
Los restos humanos me ponían nervioso y me quedé horrorizado cuando empezó a reunir los
restos de un esqueleto completo, hueso a hueso, y a metérselos en una bolsa.
-¿Para qué queréis eso? -le pregunté inquieto-. ¿No os lo iréis a llevar?
-Pues claro que sí -replicó con tranquilidad-. Pocas veces he visto un ejemplar tan bien
conservado. Mire..., se puede ver el sitio donde el cuchillo astilló la costilla al clavarse.
-¿Cómo podéis saber que fue un cuchillo?
-He disecado suficientes cadáveres de personas que murieron de heridas de cuchillo como para
saber que las señales son inconfundibles.
-¡Disecado! -me quedé mirándole asqueado-. ¿Que habéis llevado a cabo disecciones?
-De vez en cuando. Es la única manera de llegar a una auténtica comprensión del cuerpo humano.
Tengo un interés científico en la fisiología del horno sapiens...; tengo cierta curiosidad, comprende.
La forma en que habló de la raza humana era extrañamente inquietante. Era como si él no se
incluyese para nada en la especie. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y sentí un gran alivio cuando
volvimos a estar fuera, a la luz del sol. No le hice más preguntas. No quería enterarme de la clase de
hombre que era el que sacaba los esqueletos de las tumbas y disecaba cuerpos muertos para satisfacer
un "interés científico".
Varias veces, antes de marchamos de Kazán, me produjo una enorme pesadumbre con nuevas
pruebas de su total amoralidad. Al caminar con él una noche por las calles de aquella "pequeña
Moscú", me quedé horrorizado al observar que, cada vez que pasábamos alIado de un mercader
tártaro rico, una bolsa de cuero aparecía brevemente en la mano de Erik antes de pasar a algún
escondrijo oculto de su capa. Me daba la impresión de que aquellas bolsas saltaban a sus dedos tan
sólo por arte de magia, pues aunque le observaba muy de cerca, no pude nunca ver el momento en
queintroducía la mano sin el menor esfuerzo en algún bolsillo capaz. Más tarde empecé a comprender
que la única razón por la que yo había visto algo era porque él quería que lo viese. Parecía divertirle
el escandalizarme; sin embargo, debo admitir que, aunque su compañía era ciertamente muy
desconcertante, no era aburrida ni un solo momento, y yo me sentía como un niño bien educado
haciendo novillos en compañía de un perfecto pícaro. Cuando se ofreció a enseñanne el truco, en
realidad, vacilé un momento, sopesando las consecuencias si me cogiesen, antes de rehusar con una
declaración de justificada furia.
Pero la realidad se me reveló repentinamente una vez que hubimos dejado atrás el esplendor
tártaro de Kazán. Durante nuestra interminable marcha a través de los primitivos bosques que bordean
las orillas del Volga, pasémuchos momentos de inquietud. Éramos un grupo pequeño, del todo vulnerable
para las bandas de salteadores que vagaban por las orillas de los ríos en busca de temerarios e
incautos viajeros. Darius dormía con una pistola cargada alIado de su jergón y me persuadió a que
hiciese lo mismo. Pero Erik parecía totalmente indiferente ante el peligro, desapareciendo con frecuencia
él solo en la espesura del bosque, sin previo aviso y sin dar una explicación y permaneciendo
ausente del campamento durante varias noches.
Al conocerle más de cerca encontré que era irritable y veleidoso: no era nunca posible predecir su
genio o prevenir el momento en que el buen humor daba de repente paso al malo. Era propenso a
sufrir ataques de negra melancolía y, cuando le invadía esa disposición de ánimo, se retiraba a su
tienda y se negaba a seguir adelante, sin comer ni hablar durante varios días seguidos. Quien le
interrumpiese en ese momento arriesgaba seriamente su vida y corría un grave peligro, pues, como
pronto descubrimos, tenía un carácter muy violento e incontrolable. Y luego, igual de
inesperadamente, se volvía de nuevo divertido y sociable, exhibiendo su pasmosa destreza como
mago, músico y ventrilocuo, y dejándonos a todos pasmados con cada nueva prueba de su inagotable
ingenio. Cuando estaba de ese talante se quedaba a veces junto al fuego del campamento y satisfacía
mi curiosidad con historias de viajes exóticos. Según parecía, había vivido durante algún tiempo en la
mayoría de los países de Europa y Asia, y en la India había pasado una breve estancia entre los
místicos en el imperio de tiendas de campaña de Karak Khitan, que está situado al sur del Himalaya
occidental.
Era un narrador nato. De sus labios salían, con una intensidad y convicción que mantenían a sus
oyentes embelesados, extraordinarias leyendas. Aprendí más cosas de los secretos del mundo durante
aquellas semanas de viaje, que lo que podría haber aprendido durante toda una vida de estudios; pero
de su biografía averigüé muy poco. Nunca hablaba de la vida que tenía que haber llevado alguna vez
en los días anteriores a que se lanzase a errar por el mundo, impulsado por un insaciable y vehemente
deseo de conocimiento. Ocultaba el pasado lo mismo que ocultaba la cara, y hasta el más inocuo
intento de intromisión era recibido con hostilidad.
Llevábamos varias semanas viajando de esa fonna cuando el tiempo se volvió de repente contra
nosotros. Durante muchos días seguidos se amontonaban pesadas nubes sobre el Volga y la lluvia
caía a cántaros del cielo gris plomizo en una implacable cortina de agua que convertía el terreno, bajo
los cascos de nuestros caballos, en un barrizal intransitable. Nos empapábamos hasta los huesos
mientras cabalgábamos y por la noche resultaba imposible secar nuestras ropas ante los inadecuados
braseros de las carpas. El calor húmedo y tropical de Mazanderán parecía muy lejano, y con aquel frío
tan impropio de la época, y aquella racha de maldita lluvia, yo cogí un resfriado que me hacía toser
como un anciano. Para cuando llegamos a Kamichin, donde las tonnentas se intensificaron, haciendo
imposible seguir el viaje, yo estaba abrasando de fiebre.
Darius me tapó con las mantas más secas que pudo encontrar y pasé una noche espantosa oyendo
el incesante tamborileo de la lluvia sobre el cuero tirante de la carpa. Por la mañana tenía un dolor en
el pecho que era como si me atravesasen con un cuchillo cada vez que respiraba.
Seguía tratando de aspirar aire cuando inesperadamente apareció Erik en mi carpa, inclinándose
sobre mi jergón.
-Su criado me ha dicho que estaba enfenno -sus ojos me examinaron con perspicaz preocupación-
. ¿Desde cuándo tiene dolor al respirar?
-Desde hace unas horas -dije con resentimiento--. Este asqueroso clima y su terquedad son los
responsables.
Me puso una mano muy fría en la frente y yo jadeé ante su gélido tacto. No era una frialdad
natural, como la que yo podía haber atribuido, sin equivocanne, al tiempo, sino más bien el frío
sepulcral, el frío de la sangre helada que atribuimos a la muerte; una frialdad que se iba a mantener
incluso con el calor fiero de Mazanderán. Yo entonces aparté la cabeza de un contacto que tan
desagradablemente me recordaba el tránsitQ.
-Congestión de los pulmones -le oí munnurar-, voy a preparar una infusión que ayudará.
-Así que también sois médico -dije groseramente-. ¿No existe fin a vuestros innumerables
saberes?
Se levantó y me miró con extraordinaria calma.
-Tengo ciertos conocimientos de los que puede usted tener motivo de alegrarse...; pero, claro, si
prefiere fiarse de los remedios de su idiota de criado, eso desde luego es privilegio suyo.
Salió de mi carpa sin volver la vista hacia atrás y yo pennanecí miran
do las paredes de cuero con febril irritación. ¿Por qué había de fiarme de él? Era tan posible que me
envenenase como cualquier otra cosa, especialmente después de cómo le había insultado. No me
sentía dispuesto a someterme a unas dudosas curas gitanas. ¡Congestión de los pulmones! ¿Qué podía
saber él de eso?
Recuerdo muy poco de los días siguientes. Me sumergí en un reino de pesadillas febriles, a través
de las cuales no tuve más que una imprecisa conciencia de Darius cuidándome y de una forma oscura,
extraña y sin cara que, de vez en cuando, se inclinaba sobre mi jergón para reconvenirme con dureza.
-¡lnténtelo, maldita sea! ¡Yo no puedo hacer nada por usted si se entrega!
Cada vez que oía esa voz tenía un vago impulso de luchar y pegar a su dueño, y durante un breve
espacio de tiempo la oscuridad se apartaba de mí. Pero yo me estaba debilitando mucho y lo único
que realmente deseaba era dejarme ir sin esfuerzo hacia el acogedor olvido, hacia abajo, hacia abajo,
hacia la paz, donde Rookheeya me esperaba pacientemente.
Y luego había música...
Música suave y calmante como una cascada...; una música que me engatusaba el alma, a pesar de
su desgana, para que volviese a la luz con su dulce y tácita promesa.
Confía en mí, sígueme, déjame que te muestre el camino para llegar a su lado.
Yo creía en la música...; la seguía sin cuestionarla.
Y cuando me desperté en la semioscuridad de mi carpa, sin nada más
que Darius a mi lado, sollocé ante la crueldad de una tan diabólica decepción.
-Señor, advirtió que os despertaríais llorando, si es que os despertabais -dijo Darius en voz queda-
Dijo que no debía hacer caso y que os diese esto.
Darius me incorporó en el jergón y me hizo tragar un jarabe de sabor asqueroso.
Cuando volvió a tumbarme de nuevo, vi el Corán al lado de mi cabeza.
Y entonces supe lo cerca del paraíso que había estado.
Si la gravedad de mi enfermedad había preocupado a Erik, sin embargo, mi convalecencia
parecía, desde luego, aburrirle muchísimo, pues no volvió a acercarse a mí hasta que me pude poner
de pie. Y cuando traté de hacer alguna alusión a mi agradecimiento, no hizo más que reírse un tanto
desdeñosamente, Y me dijo que mi muerte le habría resultado de lo más inoportuna a esas alturas del
asunto.
Se quedó conmigo en aquella ocasión hasta bien entrada la noche, aprovechándose de mi
debilidad para ganarme una buena cantidad de dinero en sucesivas partidas de ajedrez. Pero, al final,
cuando se aburrió con mi poco inspirado juego, se puso de pie, guardó el tablero y me tiró sus
ganancias en la almohada. .
-¿Qué es esto? -pregunté sorprendido.
Se alzó de hombros.
-Está cansado, no fue un juego justo, Pero cuidado..., mañana triplicaremos las apuestas y créame
que no le voy a dar respiro.
Se volvió y salió de la carpa sin una palabra más, pero al irse el viento separó los faldones de la
puerta. Mientras me esforzaba por llegar a sujetados miré hacia fuera y vi cómo sucedía.
Un hombre con un traje de calmuco se lanzó sobre él desde la maleza con un cuchillo en la mano,
pero, antes de que yo pudiese pronunciar una palabra para avisarle, Erik ya se había vuelto contra su
asaltante como un gato salvaje.
Un fino lazo cruzó el aire agarrotando al intruso con una única sacudida rápida y violenta, con lo
que el hombre cayó muerto en el barro fangoso en un abrir y cerrar-los ojos. Me quedé mudo de
asombro por aquella rapidez de reflejos: fue una automática e inmisericorde reacción que traicionaba
todos los instintos de un animal de rapiña para el que matar es tan natural como respirar. Ya había
matado muchas veces: de aquel hecho se deducía que no podía haber la menor duda.
Mientras yo estaba en la entrada de mi carpa mirando boquiabierto de espanto, Erik se inclinó
para soltar el lazo, lo que llevó a cabo con un descuidado movimiento de los dedos, volviéndolo a
guardar en algún recoveco de la capa. Estaba del todo tranquilo e indiferente; si hubiese retorcido el
pescuezo de una gallina apenas podría haber demostrado menos emoción, y aquella calma mortal me
acobardó más que la despiadada e irreflexiva velocidad con que había matado.
Empujando el cadáver hacia un lado con el pie, levantó la vista y me vio allí mirándole fijamente
como un estúpido demente.
-Entre en la carpa, daroga -advertí cierta desaprobación en su voz-.Encontraré tremendamente
pesado tener que salvarle la vida por segunda vez.
Y con eso se dio la vuelta y desapareció en la circundante oscuridad.
Yo me volví a la cama profundamente impresionado y traté de reconciliarme con este nuevo y
desagradable descubrimiento.
Era no solamente el más grande de los magos, el más sorprendente de los ventnlocuos y el más
consumado de los músicos que jamás había visto. Era también el asesino que con más frialdad y
eficacia actuaba.
Únicamente el más loco suicida dejaría de tratarle con temeroso respeto.

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