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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 21)


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Pero que imagen tan distractora...movimiento :3

Cuando Luciana tenía tres años su madre y yo tuvimos una bronca que debió de oírse en el
Vaticano.
Empezó cuando Ángela, entonces una niña desgarbada de trece años, que llegó corriendo a la
obra con la falda agitándose alocadamente contra sus gruesos tobillos.
-Papá, papá, ¡ven deprisa! Mamá ha encerrado a Luciana en el sótano y va a echar abajo la casa a
gritos. Se va a ahogar si no para, papá, pero mamá dice que no la va a dejar salir hasta la hora de la
cena.
Abandoné la obra con cara de trueno y con todos mis hombres mirándome con mal disimulada
compasión. A los tres años Luciana era ya notable por derecho propio.
-¡No te atrevas a dejarla salir, Giovanni! -gritó Isabella cuando yo me encaminaba hacia el
sótano--. ¡No te atrevas a minar mi autoridad de nuevo con esa maldita niña!
Me di la vuelta en lo alto de los escalones del sótano cuando me agarró por el brazo.
-¿Cómo te atreves a hacer esto? -grité-. ¿Cómo te atreves a hacerme parecer idiota delante de mis
hombres? Encerrar a una niña pequeña en un sótano oscuro...; debes de estar loca.
-Ya no es una niña pequeña, tiene tres años, y si no aprende a hacer lo que se le dice te aseguro
que no va a llegar a los cuatro. Ya estoy harta de sus rabietas, ¿me oyes, Giovanni?.. ¡Ya estoy harta!
Y tú tienes toda la culpa..., la has estropeado, la has estropeado desde el día en que nació y ahora
nadie puede con ella, ni siquiera tú.
Bajé corriendo al sótano, abrí la puerta de una patada y cogí el sucio e histérico fardo que yacía
en el suelo enlosado de piedra en un charco de pis y de vómito.
En las escaleras me paré a fijar los ojos en Isabella con un desprecio que la hizo encogerse contra
la pared. Estaba tan fuera de mí de furia que pensé que realmente la iba a pegar, lo que hubiese sido la
primera vez en nuestros veinticinco años de matrimonio.
-¡Ella no tiene la culpa de que no me pudieses dar un hijo! -dije sin apenas controlarme-. ¡Si
vuelves a hacer esto, a lo mejor busco a alguien que pueda!
Y así fue toda la turbulenta infancia de Luciana...: peleas, escenas, un interminable conflicto entre
Isabella y yo. Donde antaño habíamos vivido en perfecta armonía, ahora no había más que una
constante discordia y todo ello descaradamente producido por la bellísima niña, cuya atractiva
testarudez era el deleite de mi ya avanzada mediana edad. Rodeado como estaba por una manada de
féminas desvaídas, Luciana parecía un travieso rayo de sol que se asomaba entre solemnes nubes; me
sentía siempre incapaz de resistirme a los encantadores pucheros y a las lágrimas siempre demasiado
a punto.
Diez años después me vi obligado a admitir que lo que había sido tan totalmente irresistible a los
tres, no era ni la mitad de seductor a los trece. Siendo ya viudo por entonces, con diez años más en mi
haber, y menos capaz de hacer frente a las espectaculares manifestaciones de la inestable personalidad
de Luciana, empecé a comprender que los temores de Isabella no eran infundados. La niña empezó a
volver al estado salvaje después de morir su madre. Vivió durante un breve período de tiempo con
Ángela, pero hizo tales estragos en casa de su hermana que me vi obligado a admitir la necesidad de
enviada a un sitio donde aprendiese las duras lecciones de saber dominarse.
El colegio de monjas que elegí estaba cerca de Milán: lo suficientemente lejos de casa como para
disuadida de todo intento de escaparse y, sin embargo, lo suficientemente cerca de la tía que se
comprometió a encargarse de ella durante las breves vacaciones de Navidad y de Pascua. Siempre
seducida ante la perspectiva de la novedad, Luciana partió bastante contenta para Milán, pero al cabo
de quince días yo ya había recibido la primera de una serie de trágicas cartitas:
Querido papá:
Soy tan sumamente desgraciada aquí. Las monjas son muy poco amables y no me quiere ninguna
de las niñas...; por favor, por favor, cambia de idea y dime que después de todo puedo volver a casa
contigo para Navidad...
Por toda Roma tañían las campanas llamando a los fieles a la misa de la mañana temprano.
Cuando salía al patio, ajustándome el sombrero, traté de hacer como que no me había dado cuenta de
que Erik estaba podando la vistaria china que trepaba por el enrejado. Nunca venía conmigo a misa, y
yo me resistía con firmeza a la tentación de decide que lo hiciera. La devoción que el chico sentía por
mí había llegado a un punto en que yo muy acertadamente sospechaba que sería capaz de cortarse un
dedo si yo le sugería alguna vez que lo necesitaba. Si un día volvía a la fe, yo deseaba que fuese por
amor a Dios, no por amor a mí.
Era domingo, un buen día para hacer un propósito y cumplido, y decidí que, en cuanto volviese
de misa, le hablaría de Luciana. Pero justo cuando me estaba poniendo los guantes, se oyó un carruaje
fuera en la calle y fruncí el ceño. No esperaba visitantes...
Se precipitó al patio, cogiéndome desprevenido para abrazarla, como un pajarillo al que se ha
dejado salir de la jaula, con su pesada melena ondeando tras ella como si fuese una capa de seda
negra y su pícaro rostro sonrojado de emoción.
-¡Papá, papá, estoy en casa! Pensé que nunca iba a llegar. ¡Ha sido un viaje tan horrible, con tanto
calor y'tan cansado! Oh, papá..., ¿qué pasa, no te alegras de verme?
-Luciana... -yo mantuve su cuerpecito anhelante algo apartado de mí, como cuando uno trata de
defenderse de las zalamerías de un perrillo cariñoso pero demasiado eufórico--. Mi adorada niña, pero
¿qué haces aquí?.. ¡No te esperaba hasta dentro de una semana!
-Sí, ya lo sé, pero ¿no es maravilloso? La hermana Agnes y la hermana Elizabeth tienen las
fiebres y por eso a todas nos han enviado antes a casa.
-Pero cómo es que no ha habido algún aviso Luciana... Al menos una carta.
Hizo pucheros con mucha gracia.
-Oh, bueno, nos dijeron que escribiésemos a casa, y, papá, de verdad que pensé hacerlo, pero por
alguna razón nunca tuve un momento. Y sabía que no iba a importar, sabía que. tú estarías aquí... Oh,
papá, por favor, no te enfades conmigo; no lo hagas el primer día que estoy en casa.
Le besé la caliente mejilla sintiéndome indefenso y me volví a mirar la alta figura que
silenciosamente se había refugiado tras la orgía de follaje rastrero. El momento que instintivamente
yo había estado evitando ya no podía evitarse.
-Erik -dije con tranquilidad y, sin embargo, con una inconfundible nota de autoridad en la voz-,
quiero que vengas a conocer a Luciana, mi hija pequeña.
Durante un buen rato no se movió, y luego, despacio, de mala gana, surgió de entre las sombras
para atravesar silenciosamente el patio bajo la protección de la capa, en la que rápidamente se había
envuelto. Me dirigió una breve mirada con dolorida sorpresa, y yo tuve la amarga sospecha de que la
cara se le había tornado blanca como la máscara que la ocultaba.
Luciana le estaba mirando fijamente, pero no con una curiosidad vulgar y falta de tacto, que es
como yo había temido que lo hiciese. Tenía los ojos fijos en la máscara con una especie de brillante
fascinación y me pareció que contenía la respiración cuando le alargó la .mano.
Erik se inclinó airoso, pero su mano se detuvo muy cerca de la enguantada mano de Luciana, y
advertí que tuvo mucho cuidado de no tocarla.
-Señorita -dijo suavemente-, debo rogarle que me disculpe por esta intromisión en un momento
de reencuentro privado. Señor... -se volvió para hacerme la misma inclinación de cortesía-, me
complacería mucho que me perdonase.
No había nada que yo pudiese hacer a la vista de su glacial cortesía, salvo una señal de
aprobación que le permitió volver a la casa sin dirigir ni una mirada más a ninguno de los dos.
Después de irse, Luciana me agarró el brazo con apremiante y apenas
disimulada emoción.
-¡Oh, papá! -dijo muy bajito, con la tan conocida nota de reprimida histeria que no auguraba nada
bueno--. ¿Quién es?
El pacífico idilio entre discípulo y maestro terminó con la vuelta de Luciana, exactamente como
en secreto yo había temido que ocurriera. La joven apareció en nuestro tranquilo y,metódico
firmamento como una espectacular estrella fugaz y, como consecuencia, el lazo de unión que había
ido estrechándose ininterrumpidamente entre Erik y yo sufrió una inevitable tirantez. Ya no venía a
comer a mi mesa, prefiriendo coger la comida de la cocina y retirarse a tomarla en el sótano.
Tampoco venía ya a sentarse por la noche al lado de mi chimenea, permitiéndome ahondar a mi gusto
en las inagotables maravillas de una imaginación única.
Su reacción confirmó la profundamente arraigada inquietud que me había hecho callar todos
aquellos meses. Era inevitable que un chico, que tanto adoraba la belleza en todas sus
manifestaciones, no se quedase anonadado ante la desgarradora hermosura de Luciana, y no me
sorprendió que su primera reacción fuera encerrarse en sí mismo, tras un muro de silencio, y retirarse
al sótano como un animal herido que se refugia en la tierra. Yo había esperado que se apartase con
afligido horror de una situación que amenazaba con arrebatarle todas sus defensas naturales.
Lo que no había previsto era la reacción de Luciana ante la precavida reserva del chico: el
sufrimiento interno y el indignante mal comportamiento que su firme reserva y su fría corrección
provocaron en ella. Apenas se encontraban --él hacía todo lo posible para que así fuese-, pero las
ocasiones en que ocurría estaban cargadas con la intolerable tensión producida por el orgullo herido
de Luciana. Erik la ignoraba porque tenía miedo de traicionarse a males peores; sin embargo, Luciana
no podía soportar su aparente indiferencia. Y empezó a hacer que le prestase atención con groseríá,
sarcasmo y poniéndose en ridículo... Exactamente con aquellas cosas que la vida le había enseñado al
joven que era lo que podía esperar.
Durante un mes me vi obligado a permanecer impasible viendo cómo mi testaruda hija se
enamoraba no de un chico vivo y que respiraba, sino de un sueño, de una fantasía inspirada por el
primigenio misterio de la máscara. Una vez que me decidí a mirar con los ojos de Luciana, me fue
muy fácil ver y comprender la fascinación primitiva de aquella dignidad casi regia, la extraña
cualidad hipnótica de aquella voz única. Bajo mi techo yo tenía albergado a un joven príncipe de las
tinieblas. La sensualidad del poder irradiaba de todos y cada uno de sus gestos, pero él permanecía
totalmente ajeno a su extraordinaria capacidad de atraer. Había mujeres aquí en Roma -y mujeres en
todo el mundo-- que se hubiesen sumergido con gusto en su sombra, si es que él lo hubiese sabido, si
es que se hubiese atrevido a ir más allá de la jaula dentro la cual había decidido encerrarse. Pero
estaba ciego ante el elemento esencial de su propio magnetismo. Alguien le había enseñado a no
esperar más que rechazo y repulsa en este mundo, y, ahora, con la natural timidez de la juventud, no
hacía sencillamente más que repetirse la dolorosa lección que se había visto obligado a aprender a la
fuerza durante la infancia.
Día tras día, yo le veía sufrir la cruel agonía del primer amor. No me hablaba de sus sentimientos
-¿cómo iba a hacerlo?-, pero en cada golpe del mazo, en cada ataque del cincel, yo percibía su dolor,
y mi impotencia me apenaba. Le observaba cómo forzaba su juvenil cuerpo hasta el límite en la obra,
intentando con ello escapar de la intolerable realidad de haberse enamorado de una niña superficial y
frívola que era del todo indigna de él. y yo no podía ni decir ni hacer nada, porque la amarga verdad
era que aquella niña superficial e indigna era hija mía y yo la quería tiernamente a pesar de su egoísta
trivialidad.
Lo único que podía hacer era rezar para que el final del verano les liberase a los dos de aquella
explosiva carga de emociones sin explotar. Cuando Luciana volviese al colegio habría otro año de
gracia, todo un año para que madurasen y se alejasen de unos sentimientos que uno y otro -por razones
enormemente diferentes- eran emocionalmente incapaces de expresar de una manera aceptable.
Durante aquel terrible mes de apagada hostilidad y reprimido anhelo
ése era el clavo en el que yo colgaba toda mi esperanza de paz.
Era un imbécil.
Para entonces ya debía de haber conocido bien a mi hija...
No fingía cuando me dijo que estaba demasiado enferma para volver a , Milán. Luciana no
necesitaba fingir. Desde la más tierna infancia siempre había poseído la habilidad de ponerse
seriamente enferma siempre que le convenía a sus fines, y, entonces, los ojos que miraron suplicantes
a los míos tenían indudablemente la brillantez de la fiebre, y su pulso latía bajo mis dedos como el ala
de una mariposa.
Bajé acongojado para despedir el coche que esperaba y pedir a Erik que preparase una infusión.
No confiaba en los remedios de los farmacéuticos, pero tenía el máximo respeto por los
conocimientos herbolarios del chico.
-¿Está enferma? -una mano se le fue a la garganta con un gesto instintivo que delataba su
angustiada alarma.
-No es nada serio, nada más que un poco de fiebre, pero no podrá ponerse en viaje durante algún
tiempo. He pensado que quizá supieses de algo...
-Sí -dijo precipitadamente-. Hay algo..., pero no le gustaría tomar nada amargo, ¿verdad? A lo
mejor lo puedo endulzar con miel.
Y se dio la vuelta con un aire tan distraído que no hizo más que intensificar mi creciente
preocupación.
-¡No lo quiero! -dijo Luciana con rebeldía cuando una hora después le llevé la pócima-. Papá, ya
sabes que detesto las medicinas.
-Muy bien -dije tranquilamente-, le diré a Erik que te negaste a tomarla como la niña pequeña que
eres.
Se incorporó de repente, retirándose el tupido cabello de la cara sonrojada.
-¿Erik? -repitió perpleja-. ¿Erik hizo esto para mí?
Estirando la mano me arrebató la copa de madera y se bebió el contenido sin una palabra más de
protesta.
Y ese fue el momento en que finalmente reconocí la derrota. Yo era demasiado viejo, estaba
demasiado enfermo, y en general demasiado falto de carácter en lo que a ella se refería, como para
enfrentarme con cualquier cuestión a la que Luciana hubiese decidido oponerse.
No volvió a Milán.
La tragedia ya había comenzado.

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