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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 28)


Último capítulo del día, prometo traer más... -Clair.

5
Salimos para Teherán a la mañana siguiente, cogiendo el viejo camino de las caravanas
procedentes del Caspio, entre los encantadores barrancos y cañadas de los montes Elburz. Enormes
parras se entretejían como hilos de tapiz entre el revoltijo de las ramas de los árboles, que se apiñaban
muy juntos en aquella zona tan rica en bosques. Acampamos en un suelo cubierto de matas de fresas
salvajes y, por la noche, mientras oíamos el distante rugir de un tigre, vimos los ojos de un leopardo
pestañeando más allá de la luz de la hoguera.
Había nieve en la cumbre del volcán Demavend, el pico más alto de Persia y, aunque el puerto de
montaña aún estaba sometido a las ventiscas ya las traidoras avalanchas, que eran muy corrientes en
el invierno, un viento cruel atravesaba nuestra ropa de más abrigo y nos hacía inclinar las cabezas
contra la tormenta. Mis criados actuaron lo mejor posible bajo las difíciles circunstancias y todas las
noches cenamos ragout de cordero, kebabs 4y pilau 5 pero por entonces yo ya estaba harto del
camino. Cuando al fin nos acercamos a Teherán, la vista de la fea muralla de barro de la ciudad, de
las torres circulares y del foso de cuarenta pies, me alegró el corazón. Si hubiese sido el término de
una peregrinación a La Meca no hubiese sentido más alivio. Mi tarea estaba ya casi _erminada y
pronto me vería liberado de mi extraño e inquietante compañero, con el que, sin embargo, ya había
adoptado un trato menos ceremonioso.
Al pasar bajo una puerta adornada con azulejos vidriados y entrar en la ciudad interior, oí a Erik
protestar con repugnancia al ver las estrechas y mugrientas calles y los desagües sin cubrir.
-¡Qué suciedad! -dijo entre dientes con tristeza-. ¡Qué vergonzosa pobreza!
Yo me sentí inclinado a darle la razón, pero no quería criticar la avaricia y el derroche personal
del sah.
-Ciertamente -admití con tristeza-, la situación de la gente es de lamentar.
-La situación de la gente no es la cuestión -dijo fríamente-. Es la ciudad misma la que me
horripila. ¿No hay arquitectos en Persia?
-Hay sitios peores en el mundo -dije entre dientes.
4 Trocitos de carne sazonados y asados en espetones.
5 Arroz con carne o pescado y especias. Ambos son platos muy comunes en los países árabes.
-No muchos, daroga, no muchos. Éste es el más vergonzoso ejemplo de una capital que jamás he
visto... Toda su superficie es un hediondo muladar sin un solo edificio digno de que yo le preste
atención. Y eso es exactamente lo que le voy a decir al sah cuando le vea.
-¡Alá! -dije con convicción-. ¡Serás ejecutado antes del amanecer! -Sí..., quizá -asintió.
Le miré con desesperación.
-Si realmente tienes la intención de decirle eso, más te valdría moderar el1enguaje -metiéndome la
mano dentro de la chaqueta saqué una hoja de papel doblada y se la entregué-. Éstas son algunas de
las fórmulas para dirigirse a él... Te aconsejo que las estudies de memoria antes de tu audiencia.
Examinó el papel durante un momento y luego soltó una carcajada.
-"¡Saludos, oh Gloria del Mundo!" -dijo con un tono perversamente remilgado-. "¡Permitidme
que yo sea vuestro sacrificio, oh Sombra de Dios!" ¿Esperas honradamente que yo pronuncie esta
nauseabunda basura?
-Ya sé que quizá suene un poco absurdo para los oídos europeos... -Es peor que absurdo, daroga,
¡es un insulto a la inteligencia humana! -No es más que un formulismo de la corte -suspiré-. No
significa nada.
-Entonces, si no significa nada, no importará que no lo diga -respondió con enloquecedora lógica-
. No tengo la menor intención de arras-trarme como un ridículo gusano simplemente para satisfacer la
colosal vanidad de tu rey. Le hablaré con normal cortesía y nada más.
-Bueno, muy bien -dije con irritación-. Insiste en esta demencial infracción del protocolo si te
empeñas, pero al menos ten cuidado de llamarle siempre señor.
La risa se desvaneció de sus ojos sin previo aviso y la mirada que la sustituyó me dejó frío de
miedo.
-¡No hay ningún hombre en este mundo a quien yo volvería a conceder ese trato! espetó.
No me atreví a cuestionar aquella brusca declaración y continuamos el camino hacia el Arco, en
la parte norte de la ciudad, en un siniestro silencio.
Tan pronto como entramos en el complejo del palacio le perdí. En un momento dado estaba a mi
lado mientras caminábamos por el laberinto de estancias comunicadas entre sí, y al siguiente había
desaparecido; era sencillamente como si se hubiese filtrado por las paredes.
Por entonces aquel truco ya no me resultaba desconocido. Varias veces, durante nuestro largo y
aburrido viaje por Rusia, había llevado a cabo semejante fechoría, abandonándome, sin avisarme y sin
el menor remordimiento, en el momento en que le llamaba la atención algún detalle poco usual del
paisaje. En cierta ocasión le perdí durante más de una semana en el ramal Aktuba del Volga, donde
buena parte de las sesenta y cinco millas de la zona están cubiertas de ruinas antiguas. ¡Pero no podía
creer que se fuese a atrever a desaparecer entonces, a una escasa media hora de la cita fijada por el
sah!
Con un pánico y una furia que iban en aumento, rastreé todo el extenso edificio murmurando
entre dientes insultos que rara vez me sentía obligado a usar, y apelando a las partes más coloristas de
la anatomía de Dios en petición de ayuda. Pregunté a todos los guardianes y criados que cruzaba, pero
según parecía nadie había visto pasar a un hombre con una máscara; de haber sido así lo más seguro
es que lo hubiesen recordado.
Quitándome el kolah me enjugué el sudor de la frente con el revés de la mano.
¡Maldito seas, Erik! ¡Maldito seas! Cuando te eche las manos encima te voy a retorcer el
pescuezo por esto...
Mis frenéticos vagabundeas me llevaron eventualmente a la puerta de la Cámara del Consejo. No,
pensé, seguramente que no... no se atrevería...
Al abrir la pesada puerta de un empujón me detuve con consternación e incredulidad.
Erik estaba sentado en el trono del Pavo Real, arrancando con paciencia un brillante del conjunto
de piedras preciosas que decoraban el grandioso respaldo del sillón. Entonces me detuve para
observar con horrorizada fascinación, cómo se metía la mano en el bolsillo, sacaba un puñado de
pedazos de vidrio tallado y elegía uno para sustituir la joya que acababa de sustraer.
-¡Alá, ten piedad! -dije jadeando.
Se volvió para mirarme sin alarma ni sorpresa.
-Ah, ya estás ahí -comentó con calma como si me hubiese estado esperando-. ¿Querrías un
brillante..., un pequeño recuerdo para no olvidar nuestro feliz viaje juntos?
Alargué una mano para sostenerme contra la pared.
-Baja de ahí -dije débilmente-. ¡Si te descubren será el final para los dos!
En contestación tocó el mecanismo que hay en la parte posterior del trono y puso en marcha la
estrella de brillantes, que empezó a girar alocadamente, produciendo un calidoscopio de fulgurante s
rayos que me cegaron durante un momento.
-Hay rubíes y esmeraldas, naturalmente, si lo prefieres -continuó imperturbable-, pero serían más
difíciles de sustituir. Me sería mucho más conveniente que te decidieses por un brillante.
-¿Te has vuelto loco? -grité-. Por lo que más quieras, baja y vámonos de este salón antes de que
sea demasiado tarde.
-Oh, daroga -suspiró--, ¡qué cacho pedo más aburrido eres a veces!
Bajó lentamente los dos escalones decorados con salamandras y se detuvo a examinar una de las
siete patas, decoradas con piedras preciosas, que sostenían el estrado.
-Es una gran obra de arte -comentó locuazmente-. Tendré que volver después para examinarla con
más detenimiento.
-¡Si vuelves aquí alguna otra vez haré que te arresten! -espeté.
Entonces vino a ponerse a mi lado con aire pensativo.
-No creo que eso fuese muy inteligente, amigo...; realmente quizá encontrases difícil de explicar
una o dos cosas.
Mientras él hablaba yo noté algo duro y frío en la oreja y del orificio saqué el brillante que le había
visto en la mano unos minutos antes. Lo que quería decir estaba muy claro. Si me atrevía a contar lo
que sabía, fuera de aquella habitación, sencillamente me colocaría aquel diamante en mi persona de
nuevo sin el menor escrúpulo, y diría que yo era su cómplice.
Cuando vio que yo estaba mudo de furor, fue hacia la puerta y oteó el pasillo que partía de allí y en
el que no había nadie.
-Qué extraordinaria negligencia en cuanto a la vigilancia -dijo agradablemente-; encuentro
increíble la complacencia persa.
-¿Acaso justifica eso el robo? -pregunté.
-El robar a un ladrón no es un robo -dijo pausadamente.
De la manga le vi sacar mi reloj con su familiar cadena de bolsillo y echarle una breve mirada.
-¡Que llegamos tarde! -dijo severamente como si fuese culpa mía. Le seguí con la inquietud de un
delincuente medroso, sin atreverme a ver cuántos brillantes más faltaban de aquel trono.
Si yo hubiese sido católico supongo que me habría santiaguado...
El sah había acordado recibimos en el Gulistan, el enorme patio ajardinado que los europeos
llamaban La Rosaleda. Sus serpenteantes avenidas estaban flanqueadas por pinos, cipreses y álamos
para que protegiesen con su sombra del implacable sol, y todos los macizos, los depósitos y lagos
estaban separados unos de otros por caminos de grava. El agua corría perpetuamente bajo los
innumerables puentecillos de hierro revestidos con azulejos azules, y Erik se entusiasmó como un
niño al ver los numerosísimos peces, los elegantes cisnes y las ruidosas aves acuáticas.
-Los cisnes son feos cuando salen del huevo -dijo con envidia-, y, sin embargo, cuando crecen se
convierten en las aves más bellas y majestuosas...; ése es uno de los bonitos milagros de la vida,
¿verdad? Como la serpiente que muda la piel o el gusano que se transforma en mariposa. Eso es la
metamorfosis... -su voz se hizo suave y distante cuando continuó-: Sí..., ésa es la auténtica magia de la
vida..., pero es un secreto que jamás se ha revelado..., ni siquiera al décimo graduado de la Escuela de
Brujería. ¿Te gustaría que te convirtiesen en cisne, daroga?
Yo debí de parecer algo alarmado ante la perspectiva, porque de repente se echó a reír.
-No te preocupes -dijo con algo de tristeza-, si esa alquimia física estuviese realmente a mi
alcance no la malgastaría en ti.
-Vamos -dije, tirándole de la manga y mirando hacia atrás con preocupación-, no debes hacer
esperar al sah por más tiempo.
Delante de nosotros se vislumbraba un bello quiosco al abrigo de los árboles, y fue allí donde
encontramos a La Gloria del Mundo rodeado de sus felinos favoritos.
Las mimadas criaturas mostraron hacia mí su acostumbrada reacción ante los intrusos, un abanico
de comportamientos que oscilaba desde una suprema indiferencia hasta una franca hostilidad. Pero
despacio, uno a uno, fueron abandonando sus almohadones bordados para restregar la cabeza contra
las piernas de Erik. Se comportaron como los perros cuando saludan a un amo querido que vuelve,
acariciándole y compitiendo celosamente entre ellos por sus caricias. Yo me quedé asombrado ante
aquella exhibición sin precedentes, y, como pude apreciar, lo mismo le ocurrió al sah. Sin esperar a
los saludos de rigor, se levantó de la silla y se adelantó con indisimulada curiosidad.
-Extraordinario -se dijo entre dientes-, hasta ahora no había visto nunca semejante fenómeno...,
nunca. ¡Daroga! --con un movimiento rápido de la mano me indicó que me marchase-. Puedes
dejamos. Ven, amigo -continuó, volviéndose para dirigirse a Erik amablemente-, ven a pasear
conmigo por el jardín y déjame que te oiga hablar de esos extraordinarios dones por los que según
parece eres tan merecidamente famoso...
Anduve deambulando por los jardines un par de horas y finalmente vi a Erik volver solo por el
ancho camino que conducía al lago. Una vez más se detuvo para admirar los cisnes. Al acercarme
empezó a tirar pastelitos al agua y las aves introducían vorazmente en ella sus largos cuellos para
engullir la mezcla de cereales, miel y pistachos. A éstos les siguió el jengibre, luego pastas de azúcar
y delicias turcas, pero a mí lo que me interesaban eran las implicaciones de este juego paralelo. Si el
sah le había obsequiado con dulces en su primera audiencia, entonces tenía con toda certeza asegurado
su favor...
-¿Quién, por todos los demonios, es ese fúnebre ser de la máscara? -preguntó una voz sonora a mi
oído.
Volviéndome con rapidez me encontré al Gran Visir de pie a mi lado y un poco más allá su
pequeño grupo de aduladores, los obsequiosos pelotilleros que siempre se las arreglan para pegarse a
un hombre importante. Mirza Taqui Khan estaba casado con la hermana del sah y, en consecuencia,
en la corte todo el que no fuese ya su implacable enemigo le debía demostrar automáticamente su
deferencia. Era uno de los hombres más nobles e incorruptibles de Persia, demasiado honrado y
porfiado innatamente -pensaba yo con frecuencia- como para durar mucho tiempo en una corte en la
que el servilismo rastrero, los subterfugios y el cohecho descarado eran los primeros requisitos para
sobrevivir. No se recataba en condenar las ancestrales tradiciones de corrupción, y su firme decisión
de empujar a Persia hacia el mundo moderno ya le había obligado a pisotear a muchos. Principillos de
Poca monta, como yo, habían visto reducidos sus honorarios de acuerdo con las radicales economías
del Gran Visir. Estaba en el proceso de fundar una escuela donde lo mejor del conocimiento científico
europeo pudiese ser de gran utilidad militar, y no parecía importarle a quién ofendía en su incesante
búsqueda de financiación de aquel valioso hijo del ingenio. Manteniéndose alegremente ignorante de
que iba en aumento el número de los que le deseaban mal, continuaba diciendo en todo momento lo
que pensaba, confiado en que su posición real siempre le serviría de protección. No me sorprendió,
por tanto, que no se molestase entonces en bajar la voz al mirar a Erik despectivamente.
-Es el nuevo mago, excelencia --dije quedamente, esperando que cogiese la alusión por lo bajo de
mi voz. Yo sabía que Erik poseía el oído, así como la vista, de un gato y que solía oír lo que resultaba
inaudible para el ser humano normal.
-¿Mago? --dijo el primer ministro con desaprobación-. Ah, sí..., me parece recordar haber oído
hace algún tiempo ciertas pamplinas sobre un hombre que hacía milagros. Te enviaron a buscarle, ¿no
es así, Nadir? ¡Otro absurdo despilfarro que habrá que cargar al erario público, supongo! ¡No me
digas que ha valido la pena el gasto de ese ridículo viaje!
-Tiene algunos poderes sorprendentes, excelencia --dije con cautela.
-¿De verdad? Bueno, pues estoy encantado de saberlo. Ya era hora de que la kanum adquiriese un
nuevo juguete que la mantenga ocupada y le aparte la mente de los asuntos de su hijo. No trae nunca
nada bueno que una mujer se meta en política, sabes. Confío que ese pellejo con huesos sea capaz de
divertirla el tiempo suficiente como para que yo pueda ocuparme de los asuntos serios del reino.
Estoy seguro de que será un perfecto charlatán como todos los demás, pero de momento puede
resultar de utilidad. Qué manos tan extrañas tiene, ¡casi me ponen carne de gallina! Uno más bien
espera que sepa guardárselas...; realmente ya tenemos más que suficientes pederastas en la corte, ¿no
os parece, amigos?
Las risas se sucedieron por parte de sus ayudantes, y cuando el vistoso grupo continuó su camino
por los jardines en busca del sah, Erik vino a reunirse conmigo en un silencio que nada bueno
auguraba y que disipaba la última esperanza que yo hubiese podido abrigar de su ignorancia. Supe en
cuanto le miré que había oído hasta la última palabra.
-A lo mejor te gustaría ver la pajarería --dije con inquietud.
-Ya he oído graznar a suficientes pavos reales para una tarde- dijo entre dientes-. ¿Quién era ése?
-El Gran Visir -admití con tristeza-, Mirza Taqui Khan.
-Gracias, ése es un nombre que tendré mucho gusto en recordar. ¿Doy por hecho que tiene
influencia?
-Es hermano del sah por matrimonio, y muchos respetan sus opiniones.
-Pero no la kanum -sugirió Erik astutamente-, o, si uno se atreve, ¿el joven?
-En alguna ocasión a habido ciertas herencias e opinión.
-¡Qué interesante! A lo mejor me resulta divertido seguir esas fricciones familiares más de
cerca..., desde la Cámara del Consejo tal vez.
-Erik...
-Sería agradable bañarse y poderse uno cambiar el atuendo fúnebre -interrumpió con frialdad-.
Quizá tengas la bondad de llevarme ahora a mi habitación.
Le lancé una mirada con inquietud mientras volvíamos al palacio; yo sospechaba que iba a
resultar un enemigo duro y despiadado, y no confiaba en el buen juicio del gran visir para ganárselo
tan al principio del juego.
Las habitaciones de Erik eran de las más bellas de la corte y yo percibí que la opulencia que se le
presentaba ante los ojos le había calmado.
Examinó el cuarto de baño de mármol blanco con satisfacción y volvió al diván turco a arreglarse
con airosa languidez. Aunque era penosamente delgado y angular, parecía incapaz de hacer un
movimiento precipitado o inelegante, y a veces resultaba virtualmente imposible seguir sus silenciosos
movimientos por una habitación. Era como un gato: podía estar aquí un momento y haberse
marchado al siguiente sin darse uno cuenta, y yo encontraba que esto era una cualidad inquietante.
-Estas habitaciones se reservan generalmente para los funcionarios del Estado -le advertí-. Debes
esperar que te surjan enemigos.
-Nunca espero otra cosa dijo con indiferencia.
-¿Qué hablaste con el sah? -pregunté con curiosidad.
-Entre otras cosas de la espantosa pobreza arquitectónica de esta ciudad.
Me quedé con la boca abierta.
-¿No se enfadó?
-No, le interesó bastante. Me ha pedido que le proyecte y le construya un palacio nuevo en las
afueras de Ashraf. Si le gusta el resultado se me permitirá reconstruir Teherán.
-jAlá! -dije suavemente en voz baja-. ¿Eres capaz de hacerlo?
-No hay nada que yo no sea capaz de hacer, si quiero.
-Pero, Erik, no puedes hacer aparecer un palacio entero...; eso requiere una formación profesional
y experiencia en la construcción.
-Yo ya he tenido toda la experiencia necesaria -dijo brevemente. -¿Estás seguro?
Saltó del sofá presa de alguna emoción violenta y perversa que yo encontré imposible de
comprender.
-Yo adquirí mis conocimientos con un gran maestro constructor! -espetó inesperadamente-. ¿Te
atreves a ponerlo en duda?
-No -me aparté de él con rapidez, consciente de que de repente el sudor me empezaba a resbalar
por las sienes-. No pongo en duda que sepas hacer todo lo que dices.
Pero seguía avanzando hacia mí y yo continuaba retrocediendo. Nunca había experimentado un
miedo tan primitivo y visceral y mi terror tenía algo de pánico demencial, pues no sabía por qué mis
palabras le habían enojado de manera tan incontrolada.
-Erik -jadeé-. Por lo que más quieras, te creo..., te creo, ¿no me oyes?
Se detuvo de golpe; las manos, que había alargado para agarrarme por la garganta, cayeron
lánguidamente a los lados y él se las miró con sombría perplejidad. De repente tuve la extraña
sensación de que estaba a punto de romper a llorar.
-Lo siento -dijo con cansancio, alejándose de mí-, tengo un genio que a veces es verdaderamente
inexcusable... Encuentro insultos incluso cuando no los hay. Se hace cada vez más difícil ser racional,
pretender que no oigo lo que dicen... ¡Vaya loco ignorante aquél del jardín!... Es a él a quien quiero
matar, no a ti..., no a ti. Tú no me has demostrado más que amabilidad...
Hizo un gesto de frustración hacia la máscara y se hundió en un silencio meditabundo. Al cabo de
un rato se dirigió hacia la ventana y se asomóabstraído, lo que me hizo preguntarme si se daría cuenta
de que yo estaba todavía allí. De repente vi que tenía en la mano lo que me pareció ser un compás de
plata, al que daba vueltas y vueltas con sus inquietos dedos.
-Me enseñó todo -le oí mascullar como en la lejanía-. ¡Todo! Y no puedo continuar
desperdiciando todo lo que me dio. Quiero construir algo bello, algo de lo que se hubiese sentido
orgulloso. Tiene que haber un motivo para estar en este mundo..., tiene que haber un motivo para
vivir...
Esperé con paciencia, contando con oír más, pero no volvió a hablar. Para entonces tenía la mano
vacía, el compás había desaparecido tan repentina y misteriosamente como había aparecido. Daba la
impresión de estar profundamente ensimismado mientras contemplaba allá abajo el Gulistan, y,
finalmente, pensando que podía ser una falta de sensibilidad y de cortesía el quedarme allí sin hacer
nada, salí silenciosamente del cuarto y le dejé solo.

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