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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 22)


5

Yo no había bajado nunca al sótano.
Desde el principio había respetado el derecho del chico a la intimidad, a su arraigada necesidad
de tener un lugar que pudiese considerar suyo. Así que, aunque me fastidió saber que Luciana había
andado rondando por allí mientras él estaba ausente, no pude resistir un pequeño, aunque indigno instante
de curiosidad.
-Es tan extraño lo de ahí abajo, papá -dijo con cierto temor-. El suelo está cubierto de dibujos y
partituras y todos los estantes donde mamá guardaba las conservas están llenos de... cosas.
-¿Qué tipo de cosas? -pregunté inquieto.
-No sé, papá, no se parecen a nada que yo haya visto... Hay muchas bobinas y alambres y, al tocar
uno, salieron chispas.
-No tienes por qué entremeterte en cosas que no te atañen -dije mecánicamente-. De ahora en
adelante manténte alejada de ese sótano, ¿me entiendes?
-Sí, papá -suspiró.
Me alarmé: la preocupación pudo más que mi aversión a fisgar y, cuando me volví a quedar solo,
cogí una vela y, alumbrándome con ella, baje a la fresca cámara que había debajo de mi casa.
Al mirar asombrado a mi alrededor me di cuenta de que había penetrado en el laboratorio de un
extraordinario inventor. Mis conocimientos científicos eran algo superficiales, pero me pareció
reconocer aparatos que estaban relacionados con el estudio de los impulsos eléctricos. Y había más,
mucho más, que yo ni tan siquiera podía empezar a comprender, una fila y otra y otra de máquinas
que funcionaban -o al menos que yo di por hecho que funcionaban- cuyo misterio parecía
extrañamente amenazador. El chico trabajaba catorce horas al día en mis obras y, sin embargo, aún le
quedaba energía para permanecer levantado la mayor parte de la noche elaborando, dibujando y
componiendo. Recordaba haber advertido que entonces, incluso en las obras, su interés se iba
dirigiendo cada vez más hacia los problemas de ingeniería, a soluciones que estaban muy por encima
del alcance de un maestro albañil. Una o dos veces había hecho unas sugerencias tan disparatadas y
sorprendentes que yo había tenido la tentación de reírme en voz alta de él.
Pero a lo mejor, después de todo, no eran sencillamente las ridículas ideas de una imaginación
absurdamente acalorada...
Volví a subir decidido a que no diría nada de lo que había visto. Confiaba en su sentido común lo
suficiente como para estar razonablemente seguro de que no estaría dispuesto a producir una
explosión durante algún demencial experimento que hiciese desaparecer mi casa de la superficie de la
tierra.
No obstante, me preocupó esta nueva evidencia de su incapacidad para permanecer en casa con
mi hija. Me preguntaba qué le pasaría por su torturada mente durante aquellas horas de tinieblas en
que los mortales normales yacen roncando pacíficamente en la cama.
y mi primitiva y callada preocupación continuó aumentando.
Al final de la primavera la mente descaradamente calculadora de Luciana le sugirió un nuevo
medio para obligar a Erik a salir del sótano. Quería transformar el viejo jardín de la azotea en una
bella pérgola, y formaba parte del proyecto un nuevo banco travertino que ella pidió al chico que se lo
labrase.
-¿Tú sabes hacer eso, supongo? -preguntó con una ligera insolencia que me hizo avergonzarme de
ella-. Total, un banco... no será muy difícil para ti, ¿verdad?
-No, señorita... no será demasiado difícil'-hablaba con comedida cortesía como siempre, pero
había un inconfundible deje en su voz que indicaba que no estaba dispuesto a que le presionase
mucho más. Yo tomé entonces la decisión de estar presente durante toda la realización de esa obra.
Veinte cajoneras de piedra fueron enviadas desde la plaza del mercado y, a su debido tiempo,
Erik las subió al jardín de la azotea y las rellenó con tierra.
-Yo puedo hacer lo demás -insistió Luciana-. No quiero que tú intervengas en mis nuevas
plantas... los chicos no saben nada de flores. Tú ponte ahora con ese banco, no quiero que tardes todo
el verano.
Él se dio la vuelta en silencio, recogió sus herramientas y se dirigió hacia el gran bloque de
travertino que estaba a la espera de que se ocupase de él.
Durante dos semanas Luciana anduvo correteando con entusiasmo por la pavimentada azotea con
una pequeña regadera en la mano; pero luego, como era de esperar, perdió interés en mantener el
simulacro, y empezó a sentarse alIado de Erik todas las noches mientras trabajaba, haciendo de vez en
cuando comentarios mordaces sobre su progreso.
-Eres muy lento, ¿verdad? -le dijo una noche-. ¡Yo creía que ya habrías terminado ese poco!
-¡Luciana! ---dije secamente, levantando la vista de mi Biblia para echarla una airada mirada de
advertencia-. Vete a cuidar las flores.
Se levantó sacudiendo la cabeza con impaciencia y se fue a buscar su regaderita de metal.
-¿Qué les ocurre a estas estúpidas plantas? ---dijo, después de contemplar las cajoneras con
desagrado durante un momento-. ¿Por qué se están poniendo amarillas todas las hojas y cayéndose
así?
Yo suspiré y me quedé callado, pero al volver a mi libro me sorprendió ver que Erik dejaba el
cincel y se acercaba a tocar las marchitas flores con indignado pesar. Era la primera vez que le veía
acercarse a ella espontáneamente.
-Se están muriendo de abandono -le dijo brevemente-. ¿No lo ve? -¡No están abandonadas! -se
encolerizó ella-. Las riego todos los días. ¡Todos los días sin falta!
-¡Si no las ha regado desde hace una semana! -espetó de repente-. ¡Mire la tierra, está dura como
una piedra!
-¡Oh, so...! -sin previo aviso Luciana le tiró la regadera-. Te crees muy listo, ¿verdad? ¡El oráculo
que todo lo ve y todo lo sabe! ¡Cómo te atreves a decirme que soy demasiado estúpida hasta para
cuidar las flores! ¡Cómo te atreves!
Rompió en sollozos y salió corriendo al piso de abajo, y repentinamente el jardín se quedó en
silencio. Erik se agachó para coger la regadera, y la dejó en el borde de la balaustrada cuando me
acerqué.
-Este muro se está desmoronando mucho ---dijo con inquietud-. Debería renovarse la parte de
piedra, señor.
Le di la razón, dejando que evitase un asunto del que evidentemente no quería hablar.
-Ésa es una tarea que puedes abordar en el otoño, cuando estemos flojos de trabajo ---dije con
tranquilidad-. Te encargaré la piedra de la cantera para septiembre. Mejor será que termines ese banco
primero, aunque ya veo que estás haciendo una buena labor. Y no dejes meterte prisa, chico; incluso
los clientes más difíciles tienen que aprender a tener paciencia.
-Sí, señor -apartó la vista y la dirigió hacia la vieja ciudad, donde la luz de mil parpadeantes
lámparas de aceite estaba empezando a hacer su aparición la creciente oscuridad de la noche.
Le dejé y me encaminé hacia lo alto de las escaleras. Al mirar hacia atrás vi que había llenado la
regadera en la tina de agua y que empezaba a moverse como una sombra entre las cajoneras.
Muy entrada aquella noche, cuando el sonido del viejo espinete del sótano me sacó de mi cuarto,
me encontré a Luciana sentada en la escalera de piedra con las rodillas dobladas bajo la barbilla.
Estaba descalza y tiritando, sin llevar puesto más que el camisón, pero escuchando con tanta concentración
que no supo que yo estaba allí hasta que le puse una mano en el hombro, haciéndola
sobresaltarse muy confusa.
-Hola, papá -dijo en un tono triste-. ¿Vienes a escuchar también? -No deberías estar sentada aquí,
en la corriente -le dije-. Deberías estar durmiendo.
-Toca tan maravillosamente -suspiró con melancolía-, nunca he oído tocar a nadie así. A veces
me quedo sentada aquí durante horas sin hacer más que escucharle. Oh, papá, ojalá hubiese trabajado
más en todo...; él me hace sentirme tan pequeña e ignorante. ,
Yo permanecí en silencio sentado a su lado, pero sintiendo que la piedra fría se me iba
introduciendo lentamente en mis viejas articulaciones.
-Luciana... -dije finalmente-. Voy a escribir a la madre superiora por la mañana para decirle que
vas a regresar al colegio en agosto.
Se volvió y me hundió la oscpra cabeza en un hombro.
-Por favor, papá, no me vuelvas a enviar allí; ya soy bastante mayor para llevarte la casa.
-Mi querida niña, no tienes más idea de llevar una casa que de llevar un prostíbulo.
-¡Podría aprender! -insistió apasionadamente-. De verdad que voy a aprender, papá. Por favor, no
me vuelvas a enviar lejos de aquí. ¡Le echaré tanto de menos!
Me estrechó en un abrazo asfixiante como si creyera que por el mero hecho de apretarme más y
más fuerte fuera a poder retener lo que realmente quería.
-¡Me moriré si me mandas fuera! -dijo apasionadamente-. ¡Me moriré!
La música se filtraba desde el sótano y se arremolinaba en tomo a nosotros como un chal suave y
envolvente.
Yo sentí los huesos puntiagudos del hombro de Luciana, lo que me demostraba que había perdido
peso los últimos meses, y entonces supe que, por una vez, aquella inveterada mentirosilla no me
estaba diciendo más que la pura verdad.

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