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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 24)



¡Vámos! Estos próximos apartados del libro son de mis favoritos, espero, queridos lectores que los disfruten... Mientras a instruirnos. Resulta que su queridisima blogista (Según yo) hace mucho tiempo indago sobre el fantasma de la ópera... y entre ellas me encontré una página interesante, cinefanía, ¿El fantasma de la ópera existio realmente? Por Natán Solans.

Difiero de aquel investigador-autor-reportero, pero nunca esta de más tener una lectura interesante.

LINK: ¿El fantasma de la ópera existo realmente...?

NADIR
(1850 – 1853)
1
El persa, película "El fantasma de la ópera" 1925

Ashrafat era la magnífica ruina de varios palacios. A lo largo de los siglos habían existido hasta
seis diferentes residencias reales dentro de sus enormes murallas de circunvalación, todas ellas
maravillosamente trazadas en su correspondiente época, con terrazas de piedra, canales, cascadas y
preciosos aiwans. Pero cuando se quemó el Salón de las Cuarenta Columnas, se hizo muy poco para
restaurar la gloriosa opulencia de sus años pretéritos, y en el Bagh-i-Shah y en el jardín del serrallo el
ambiente era de mísera decrepitud. En los enormes jardines los naranjos y los gigantescos cipreses se
entremezclaban por todas partes con una maraña de flores y de maleza. La corte se trasladaba todos
los inviernos a la provincia marítima de Mazanderán por un breve período de tiempo a fin de escapar
de la crudeza de las extremosas temperaturas de Teherán, pero durante la primavera y el verano no se
hacían más que fugaces visitas de vez en cuando. Por eso, durante gran parte del año, la zona adolecía
del descuido característico de las propiedades abandonadas, con escorpiones y peqúeños lagartos
tomando el sol pacíficamente en las terrazas. Yo siempre había pensado que era una pena;
Mazanderán es un lugar de una gran belleza natural y se merecía mejor trato por parte de sus amos
imperiales. Se decía que el nuevo sah tenía la intención de operar cambios y, como me parecía que
era tan vanidoso y tan amante de los plaéeres como su predecesor, pensé que era muy posible que
pronto exigiese una residencia más de acuerdo con su categoría que aquellas deterioradas reliquias del
pasado.
Aquella era la segunda vez en una semana en que había recibido un aviso directo para ir al
palacio, y, una vez más, me dirigí allí con el corazón estremecido, preguntándome qué nueva y
desagradable misión estarían a punto de encajarme. Ni en aquel remanso tropical estábamos libres de
las revueltas religiosas que se habían sucedido en la capital. La ejecución de Bab en julio no había
acabado con los desórdenes, sino que más bien los había exacerbado, y como consecuencia el nombre
de babi se había convertido en una conveniente etiqueta para todo disidente y una excusa más que
suficiente para eliminarle. La actividad babi era denunciada por todas partes, y yo, como jefe de
policía, me encontré con que mis cárceles, lo mismo que las demás, quedaron abarrotadas, hasta que
las ejecuciones trajeron su especial forma de alivio. Los cuerpos, apestando y descomponiéndose, se
habían exhibido públicamente como oportuna advertencia a los que aún sintiesen la tentación de
proclamar sus herejías, y por eso no era de extrañar que las pulgas hubiesen sido tan abundantes aquel
año, pues provenían, constituyendo una verdadera plaga, de los pantanos y lagunas palúdicas de la
orilla del mar Caspio.
Nunca había pedido que me hiciesen daroga1 de Mazanderán, y me veo obligado a confesar que
había veces en que pensaba que dormiría mucho más tranquilo en la cama si no fuese más que un
secretario de poca categoría. En Persia había cientos de shahzadeh como yo, es decir, personas con
derecho a considerarse descendientes imperiales a causa de unas pocas gotas de sangre real que
corrían por nuestras venas. Los sahs habían mostrado siempre una excesiva y peculiar predisposición
para la paternidad, y a causa de ello, durante incontables años se había abusado en demasía de un
descarado nepotismo. Hasta que alguien se muriese, y dejase vacante un cargo más adecuado para mi
carácter lamentablemente escrupuloso, yo seguiría siendo daroga de Mazanderán. Era propietario de
una modesta hacienda, tenía un hijo y una posición respetable que mantener, por lo que no podía
1 Jefe de Policía en Persia
darme el lujo de ser excesivamente exigente en cuanto a las características de mi puesto en el servicio
real. El cargo me proporcionaba unos buenos ingresos y me permitía acudir a la corte con la
suficiente frecuencia como para poder vigilar, con cierta cautela, a mis parientes de sangre que
trataban por todos los medios de apropiárselos a mis espaldas. La desenfrenada corrupción y los
descarados golpes por la espalda eran las inevitables consecuencias de nuestro sistema de gobierno.
La corte persa no era un lugar en el que un hombre juicioso pudiese descuidarse ni un momento
apartando la vista de su enemigo.
Después de pasar por la Sublime Porte que era la entrada al complejo palaciego, me llevaron a los
jardines, hacia el pabellón de madera, que había sido erigido a toda prisa y con poco entusiasmo para
sustituir el Salón de las Cuarenta Columnas, y que ya daba la impresión de estar a punto de
derrumbarse, pues era el resultado de un proyecto de poca calidad, de materiales pobres y de
constructores vagos. Persia se iba estancando poco a poco después de un pasado glorioso: por todas
partes había señales de decadencia y deterioro.
Me postré sumisamente en la alfombra, de abigarrado dibujo, a los pies de un diván turco, y
pronuncié el preceptivo saludo al rey de reyes.
-Que yo pueda ser vuestro sacrificio, Asilo del Universo.
Impasible ante la intrínseca irracionalidad de mi preámbulo, el sah levantó la vista del gato que se
arqueaba bajo la mano que le acariciaba e hizo un breve gesto para indicarme que podía levantarme.
-Daroga, llegas tarde.
-Mil perdones, majestad imperial.
Incliné la cabeza con fingida humildad y se sintió satisfecho. Yo no había llegado tarde, y los dos
lo sabíamos, pero él era joven, llevaba apenas dos años en el trono y aún sentía la necesidad de
imponer su quejumbrosa autoridad. Mas, como yo ya me había convertido en su humilde penitente,
podíamos entrar en materia.
-¿Has interrogado al comerciante de pieles de Samarkanda, como yo
ordené?
-Sí, majestad imperial-a mí siempre me tocaban las tareas de las que nadie en la corte se
encargaría. Había tardado dos meses en localizar al dichoso comerciante de pieles y sacarle a retazos
la increíble historia.
-¿ Y qué opinas de la honestidad de ese hombre?
-Es un hombre sencillo, majestad, un hombre muy sencillo. Yo diría que carece de la imaginación
,n_cesaria como para inventar esa historia.
El sah se incorporó en el diván y el gato siamés --el especialmente preferido, que era un obsequio
de la corte de Siam- saltó a la alfombra, sacudiendo bruscamente el collar de fantásticas piedras
preciosas'y mirándome con una expresión de pura malevolencia. Era una cosa muy seria en aquella
corte el enemistarse con un gato, pero por mucho que lo intentaba, nunca tuve el don de acertar con
los felinos.
-Así que entonces es verdad -musitó el sah pensativo- que existe ese milagroso mago que canta
como un dios y que realiza inimaginables maravillas. A la kanum2 le encantará. Ya ha dicho que
semejante fenómeno se desperdiciaría en Nijni-Novgorod. Hay que traerle aquí inmediatamente, lo
desea la kanum.
Permanecí respetuosamente callado, no atreviéndome a exponer mis ideas. Como el resto de la
corte, estaba francamente harto de satisfacer los antojos de la madre del sah. Hermosa, despiadada,
políticamente astuta, había sido el poder de detrás del trono durante los dos últimos años, y continuaría
rigiendo nuestras vidas con sus caprichos, hasta que su hijo se liberase del dominio materno.
Sin embargo, desgraciadamente, no había indicios de que fuese a suceder. El sah tenía tres esposas
2 Título que llevaba la madre del sah en Persia.
principales e innumerables concubinas, pero no había ninguna mujer en el harén que hasta entonces
se hubiese mostrado capaz de apartarle lo suficiente de la sombra de la kanum como para desafiar su
insidiosa influencia. Todos temíamos a La Señora.
-Tengo la intención de encomendar este pequeño asunto a tu benemérito cuidado, daroga -
continuó el sah, observando al gato que daba vueltas a mi alrededor con un ominoso movimiento de
la cola-. Te prepararás para salir hacia Rusia inmediatamente.
Abrí la boca para protestar, pero la cerré rápidamente al observar que la expresión del sah se
endurecía, transformándose en enojo.
-Como deseéis, oh Sombra de Dios.
Al salir de espaldas con la cabeza inclinada, tropecé con el pie en algo largo y sinuoso. Hubo un
chillido de rabia y una garra desenvainada me atacó en la piel desnuda de encima del tobillo. ¡Otro
gato infernal! Pero, alabado sea Alá, por no haber sido aquella vez el favorito del sah. Sin embargo,
era uno lo suficientemente estimado como para ganarme un gesto de desaprobación del ceño imperial
y una reprimenda que hizo que el sudor se me deslizase por el labio superior.
-Hoy estás muy torpe, daroga.
Musité como un idiota una profusión de disculpas, pero mis esfuerzos por conseguir la
reconciliación no hicieron más que ganarme otro cruel arañazo del indignado animal. ¡Alá, cómo
odiaba yo los gatos! Las despreciables criaturas andaban por todo el palacio llenando las estancias del
hedor de su orina. Y se consideraba un privilegio especial el ser rociado por uno de los gatos reales;
no se esperaba que uno exclamase algo en señal de disgusto ni que se precipitase a ponerse ropa
limpia. He conocido ciertamente a un cortesano que se cortó los faldones de la chaqueta por no
molestar a la Gloria del Imperio mientras dormía. Los animales tenían sus propios criados y viajaban
en jaulas forradas con terciopelo siempre que la corte se trasladaba de un lugar a otro. ¡Algunos de los
especialmente favorecidos tenían sueldo! Ha habido hombres a los que se ha metido en la cárcel por
crímenes mucho menos nefandos que el de pisar la cola a un gato real. Yo sabía que tenía suerte por
haberme librado con tan poca condena.
Salí del palacio aturdido de ira y de indignación. No era nunca prudente marcharse de la corte por
un período indefinido de tiempo, pero mi resentimiento tenía raíces más profundas que eso, más
profundas e infinitamente más dolorosas. Esta misión amenazaba algo más que la seguridad de mi
empleo...
Hacía poco más de un año que me había dado cuenta de que a mi hijo le fallaba la salud. Padecía
up. extraño trastorno en la vista y tenía una debilidad muscular en las piernas y en los brazos que era
evidente que con el paso del tiempo se iba agudizando. A pesar de las noticias tranquilizadoras de
varios médicos, yo estaba preocupado. Nosotros los persas no éramos célebres por nuestros
conocimientos médicos, incluso el mismo sah había prescindido del galeno nacional a favor de los
servicios de un francés. No deseaba marcharme de mi casa en aquel entonces y, sin embargo, sabía
que no tenía otra opción. El rehusar una misión imperial era como ofender al sah y yo no conocía un
camino más rápido hacia la ruina y la muerte.
Aquella noche, mientras le explicaba pacientemente a Reza por qué tenía que dejarle al cuidado
de los criados durante el tiempo que yo estuviese ausente, me di cuenta de repente del gran perjuicio
que había ocasionado a mi hijo al no haberle proporcionado otra madre. Yo había tenido mis
correspondientes concubinas, pero desde el fallecimiento de Rookheeya no había sentido ni
remotamente la tentación de tomar las cuatro esposas que mi religión me permitía. Me había parecido
desleal en cierto sentido. Siempre que sentía el prurito de la virilidad, me valía sencillamente de los
servicios de una mujer de mi casa y continuaba descartando toda idea de matrimonio. Pero entonces,
al contemplar al niño pálido y delicado de Rookheeya, me pregunté si no les habría traicionado a los
dos con el egoísmo de mi pena.
Hubo lágrimas, como suponía que habría. Había fomentado en el niño la total dependencia de mi
afecto y entonces no era capaz ni de decirle cuándo iba a volver. Así, para conseguir sonrisas en vez
de lágrimas, le dije que se me enviaba a buscar al mago más grande que jamás había existido, y le
prometí que, una vez realizada mi misión, traería a aquella octava maravilla del mundo a casa antes
de llevárselo al sah. ¡Qué fácil es distraer a un niño con promesas! ¡Ojalá se pudiesen mitigar las
culpas tan fácilmente!
Al ver a Reza salir de mis habitaciones cojeando torpemente, maldije despiadadamente a la
kanum, cuyo maldito antojo no se imponía estos desabridos meses de separación. En cuanto al
misterioso genio que ahora estaba yo condenado a perseguir, ojalá no hubiese llegado nunca a respirar
para cantar y encantar al gárrulo comerciante de pieles de Samarkanda. Mejor hubiese sido que se
hubiese ahogado en el Volga en vez de realizar los sorprendentes trucos que le habían valido que su
fama viajase con las caravanas de mercaderes desde las baldías tierras de Rusia.
¡Mis maldiciones sobre ti, Erik, pensé amargamente! ¡Cómo deseaba que no hubieses nacido!

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