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domingo, 24 de febrero de 2013

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 20)


Bello capítulo, tengo que admitirlo... pero no tengo ni idea de que imagen poner... os dejo con esta.
No olviden que si desean el libro completo lo pueden pedir en los comentarios luneros
-Clair-

3

Durante las primeras semanas le confiné en el taller de los albañiles, no dejándole trabajar más
que cuando no estaban presentes mis otros obreros y bajo mi exclusiva supervisión. Seguía sin
mostrar la menor intención de quitarse la máscara y yo sabía que esta persistente excentricidad
inevitablemente le traería disgustos en una obra y no sobreviviría allí mucho tiempo sin algún
conocimiento básico del oficio.
Muy pronto ya labraba las piedras como si hubiese nacido con un hacha de cantero en la mano.
Cada lote de argamasa que me hacía era de una consistencia del todo uniforme y a mí me hubiera
gustado mucho saber cómo se las arreglaba para hacerlo así todas las veces, sin fallar. Una medida de
pazzolona italiana bien molida, dos de arena de río limpia, una de tilo recién quemado; la fórmula es
bien sencilla y, sin embargo, la mayoría de los aprendices hace una auténtica chapuza las primeras
veces que intentan elaborar una argamasa decente. Dios bien sabe que yo recibí bastantes bofetones
de mi airado maestro al principio, antes de dominar con éxito el proceso.
Acaso hubiese debido de ofenderme por la facilidad con que asimilaba mis artes, pero no podía
más que maravillarme ante su pasmosa facilidad para aprender. Parecía estar confabulado con la
piedra, percibiendo instintivamente su resistencia y su debilidad, manejándola con un respeto reverencial,
como si fuese un ser vivo. Se negaba a utilizar los guantes de cantero, que le habrían
protegido de los fragmentos y astillas letales; pero es que le gustaba sentir el tacto de la piedra debajo
de las manos desnudas y con frecuencia señalaba un defecto en el grano que se le podía haber escapado
a un ojo más experto.
Llegó el día, mucho antes de lo que yo había esperado, en que supe que ya no había nada que
pudiese aprender en este parvulario de paredes de piedra, así que le llevé a una de mis obras y le puse
bajo el cuidado de un mampostero en quien confiaba. Había varios obreros jóvenes trabajando allí y
advertí los codazos y miradas intencionadas que con mucho recelo intercambiaban los chicos.
Cuando volví a la obra al mediodía, los hombres estaban descansando del agobiante calor, y al
momento me di cuenta, por la amenazadora rapidez con que se me acercó Gillo Calandrino, que ya
había habido jaleo.
-¡Ese chico nuevo es una amenaza! -dijo el hombre sombríamente, mientras se limpiaba las
manos sucias con el delantal de albañil.
Fruncí el entrecejo.
-¿No le encuentra dispuesto a aprender? ¿No pone atención..., no es respetuoso?
El hombre dio un gruñido que podía haber sido una disimulada carcajada.
-No tengo la más mínima queja de su voluntad de aprender, señor. Me ha exprimido el cerebro
con sus preguntas toda la mañana, ¡me ha escurrido como a una esponja!
-Bueno, pues, entonces, ¿qué pasa? -pregunté con creciente irritación.
-Perdone, señor, pero me atrevería a decir que no está bien de la cabeza... Estuvo a punto de
cargarse a dos de nuestros chicos hace media hora. He tenido que enviar a Paolo a casa para que le
curen el brazo. Era una mala herida de cuchillo..., dudo que pueda trabajar el resto de la semana.
-Me figuro que es que al chico le provocaron -dije fríamente.
-Yo no sé nada de eso, señor-dijo Calandrino, un tanto evasivo de repente y sin poder sostenerme
ya la mirada-. Pero sí sé que se comportó como un loco salvaje. Cuando fui a separarlos creí que iba a
ir por mí también,.., y no me importa decirle, señor, que me lo pensé dos veces antes de agarrarle,
teniendo esa navaja en la mano. Sabe cómo utilizarla, de eso no hay duda.
-Pero no le hizo daño.
-Bueno..., no -admitió el mampostero de mala gana-. Al cabo de un rato pareció volver a recobrar
el sentido común y echarse atrás. Pero no puede echarse la culpa a los chicos; señor, no era más que
una broma. Es natural que quisiesen echar un vistazo debajo de la máscara, vamos, que quiero decir
que eso le pasaría a cualquier chico normal.
-Creí que había dicho usted que no sabía lo que había sucedido. El hombre se puso muy colorado
bajo su tez curtida por el sol y se alzó un poco de hombros.
-Los chicos son siempre chicos, señor, pero si usted quiere saber lo que pienso, pues es que a ése
le debían encerrar. Si no me equivoco, le faltan un par de tornillos.
-¡No me interesa su opinión! -dije con mesurada indignación-. Yo espero que controle más
satisfactoriamente una obra mientras yo estoy ausente. Si no es capaz de hacerlo, acaso haya llegado
el momento de que busque usted otro empleo. En cuanto a los obreros, lo mejor será que les diga que
no les tengo empleados para satisfacer su curiosidad durante el tiempo que me pertenece. ¡Si vuelve a
haber jaleo, les echo a todos! ¿Me he explicado con bastante claridad?
-Sí, señor --el hombre parecía haberse quedado pasmado ante mi tono. -Bueno, pues, ¿qué espera?
¡Haga volver a todo el mundo al trabajo! Con una mirada de resentimiento, Calandrino se dispuso a
dar la vuelta. -Espere -dije secamente-, ¿dónde está el chico ahora?
El hombre levantó el pulgar hacia lo alto del andamiaje, donde, protegiéndome los ojos contra el sol,
pude vislumbrar contra el fiero sol la lejana silueta agachada peligrosamente.
-¿Dejó usted a un chico sin experiencia subir allí?
-No se paró a pedirme permiso, señor -dijo el mampostero con un descarado sarcasmo que esa vez
decidí pasar por alto-. Subió como un tiro, como un murciélago que sale del infierno, antes de que
ninguno de nosotros pudiese ni pestañear. Los chicos empezaron a apostar que se iba a tirar.
Hice un gesto de despedida y el hombre se alejó a grandes zancadas, refunfuñando entre dientes
de forma que se podía oír.
Subiendo el andamiaje en etapas cómodas llegué a la altura de vértigo donde estaba sentado el
chico mirando directamente al sol. Se puso de pie rápidamente cuando me oyó llegar, y se quedó
mirando con tensa expectación; sé que estaba esperando que le despidiese.
-¿Te has hecho daño, Erik?
-No, señor -parecía sorprendido de que le preguntase. -Baja entonces. Necesito tu ayuda esta
tarde.
Sin esperar a que me contestase, volví a bajar. Y durante el resto del día, mientras seguía mis
indicaciones al pie de la letra, yo me daba cuenta de que sus ojos se paraban en mí constantemente
con gratitud y asombro.
Una semana después, acerté a oír a los hombres hablar mientras se preparaban para marcharse al
anochecer.
-Tan pronto como se haya ido el maestro, le asaltaremos, ¿de acuerdo? Le quitaremos esa
máscara para ver lo que hay debajo.
-Sí; Y le daremos a ese listillo bribón unos obsequios en prueba de nuestro aprecio.
-Si alguno de vosotros tiene sentido común, le dejaría en paz. ¿Aún no os habéis dado cuenta de
quién es?
Al interrumpir la voz de Calandrino y silenciar a los demás durante un momento, pude percibir la
tensa expectación que de repente se había apoderado del grupo.
-¿Qué dice que sabe quién es? --era Paolo, reconocido por no ser nunca demasiado rápido en
comprender.
-¡Santo Dios! -Calandrino se detuvo un momento para carraspear y escupir-. Yo hubiese pensado
que ya era evidente para cualquiera con un cerebro mediano. ¿Cuánto tiempo hace que el maestro no
ha cogido un aprendiz? ¡Al menos diez años!
-¿ y qué?
-Pues, ¿es que a nadie se le ocurre que es un poco extraño que el hombre aparezca con un chico
con una máscara y empiece a comportarse como
una gallina con su polluelo?
-No estarás insinuando...
-¡Sí, lo estoy insinuando! Jesús, ¿y por qué no? El maestro era tan faldero en su juventud como lo
es cualquiera, ¿de acuerdo? Y cuando un hombre con una camada de hijas consigue un hijo de la
mano izquierda, se le hace cuesta arriba el dejarle así. Pero es un albañil, ¿no es así?.. Y sumamente
respetable, maestro en el pasado y todo eso..., no está dispuesto a que creamos que no es mejor que
cualquiera de nosotros. Por tanto,? piensa que una máscara va a taparlo todo, incluido su pasado.
Bueno, pues como les habéis visto juntos, ¡pensad en ello!, la cosa tiene sentido y prueba lo que he
estado diciendo desde hace seis meses...: el maestro se ha sentido muy solo desde que murió la
señora, pues, además, ha tenido que mandar fuera a la niña.
-¡Santa María!
-¡Exactamente! Ya os lo digo yo, podíamos encontramos toda la cuadrilla con que nos despedía si
alguien se metiese con ese chaval. Os digo que es mejor que nos mantengamos bien apartados de esto.
Nada bueno se consigue mezclándose en los asuntos de un maestro..., y el chico no da la lata si se le
deja en paz. Hace más de lo que en justicia le corresponde, sin quejarse al viejo de que están
abusando de él.
Yo permanecí escuchando con una curiosa mezcla de emociones mientras mis hombres
continuaban arrastrando alegremente mi nombre por el lodo. No estaba seguro de cómo me sentía por
esto. Estuve a punto de salir de detrás de la pared que me ocultaba y echarles a todos por sus
insolentes suposiciones; pero no ignoraba que mi silencio en aquella ocasión podría ser el escudo de
protección de Erik. Sencillamente, no diciendo nada, y permitiendo que enraizase bien aquella
monstruosa calumnia, podía protegerle de otros sufrimientos a manos de aquellos hombres. Podía
conseguir para el chico un poco de tiempo en el que acostumbrarse al ambiente, y así perder quizá la
instintiva creencia de que todo el mundo era su enemigo. Por alguna razón había tenido el
sorprendente golpe de suerte de que no le reconociesen por sus actuaciones en la feria del Trastevere.
Al actuar tal vez hubiese llevado alguna máscara fantástica más de acuerdo con su situación como
mago..., tal vez habría habido días en que hubiese decidido no aparecer en absoluto. Yo no lo sabía,
no podía explicarlo, pero sí me daba cuenta de que la suerte no le sonreía con frecuencia y no me
sentía dispuesto a privarle entonces de sus ventajas. Y así decidí guardar silencio.
Pero, al tomar aquella decisión, me di cuenta de que no era un gran sacrificio. Los rumores me
habían obsequiado con un hijo y no tenía corazón para quejarme, encontrándome con que al chico no
le daba de mala gana la protección de mi nombre.
Una vez que los hombres se hubieron marchado de la obra, me retiré de las sombras de detrás de
la pared a medio construir y vi a Erik reuniendo las herramientas que se habían utilizado aquel día...
Todas las paletas, las llanas, las reglas de plomo y los cinceles, que me pertenecían, y que había que
guardar con llave, a buen recaudo por la noche, en el taller de albañilería.
Después de acabar fue a inspeccionar el trabajo que se había terminado, estudiando los tendeles
como si quisiese grabar en la memoria la posición exacta de cada junta hecha con argamasa. La luz
empezaba a declinar rápidamente --era la primera semana de octubre- y había una amenaza de
tormenta la inmovilidad del aire.
- ¡ Erik !
Se sobresaltó tan violentamente al oír mi voz, que me di cuenta que había pensado que estaba solo.
-Deja eso ahora, muchacho, mañana será otro día.
Se me quedó mirando perplejo; ese era un concepto que nunca pareció comprender.
-Sabes, Roma no se construyó en un día -añadí, haciéndole una seña para que se me acercase-. Se
necesita mucha paciencia para dominar este oficio. Ven, es hora de volver a casa.
Le esperé a que se abriese camino por la obra con la esling{d_ las herramientas al hombro. Se
movía como un gato, con una agilidad y elegancia que, de forma extraña, le hacía agradable de
contemplar...; a pesar de su estatura no tenía nada de la falta de garbo que generalmente se asocia con
su edad.
Cogimos el paso y emprendimos la marcha por las calles que iban poco a poco oscureciéndose,
hacia mi casa. Yo no podía verle la cara, así que no puedo jurarlo; pero estoy seguro de que me sonrió
por primera vez aquella noche.
No intenté poner límites o restringir el tipo de trabajo que se le permitía acometer. Haciendo caso
omiso de ciertas tradiciones consagradas por el tiempo, y de unos trabajadores que se sentían cada vez
más agraviados, le dejaba sencillamente desarrollarse a su pasmoso ritmo. A los seis meses era capaz
de seleccionar los cinceles, las uñetas, cudir o cincelar exactamente como yo se lo especificaba y yo
ya le dejaba colocar los sillares. Sabía hacer que los tendeles y las juntas quedasen rellenas y bien
encuadrados en toda su profundidad, y mantener las aristas exteriores de manera que el trabajo, una
vez encajado, quedase bien cerrado y sólido por todas partes. Y tanto si estaba colocando los
almohadones de los arcos como cortando las estrías para los vierteaguas de plomo en un muro de
piedra, nunca era necesario inspeccionar la calidad de su trabajo acabado. No tenía más que una
medida. Si le parecía que había cometido un error, nunca se sentía lo bastante orgulloso como para no
pedirme que se lo rectificase. Pero rara vez cometía una equivocación, y las pocas que cometió nunca
las repitió.
El problema de los contratos de aprendizaje nunca surgió entre nosotros. Para el final del primer
mes, ya sabía yo que no podía esperar el encarcelarle con las ancestrales cadenas de mi oficio. Así
que le di libertad, pero a mi vez me vi recompensado por la firme autodisciplina de un chico que
sencillamente quiso servirme durante algún tiempo de acuerdo con sus propias condiciones no
especificadas, y que, aunque no iba a ser mi fiador, nunca me mostró más que el más absoluto
respeto.
Lentamente, al ir transcurriendo los meses, me di cuenta de que ese respeto se iba transformando
en un circunspecto afecto. Cuando iba acercándose el invierno fui encontrando una serie de tareas
menores que le mantendrían a mi lado durante más o menos una hora por las tardes. Yo necesitaba
arreglar la chimenea, mantener el libro de contabilidad al día, hacer presupuestos; pero con el tiempo
pude prescindir de esos trucos inofensivos al ir él adquiriendo confianza como para quedarse junto a
mi chimenea espontáneamente.
A finales de febrero, cuando de repente cambió el tiempo suave en contra nuestra, poniendo fin a
todos los trabajos al aire libre, observé que se iba poniendo inquieto y yo me preguntaba con
desasosiego si pensaría dejarme. Me consultó entonces si podía ir a dibujar a Florencia durante unas
semanas, y yo asentí sin una palabra de protesta, pues siempre había sabido que no sería posible
sujetarle contra su voluntad. Cuando le contemplaba partir a caballo por la nieve, no esperaba que
volviese. Ya me había dicho que su intención era estudiar algún día la arquitectura del mundo entero,
y me parecía que Roma le llevaría inevitablemente a Nápoles y Pompeya; Apulia a Bari; Atenas a
Egipto. Aquel agudo afán de saber no podía contenerse bajo mi techo, y yo temía la pasión por viajar
que inexorablemente le alejaría cada vez más de mi mano moderadora.
Pero volvió la última semana de marzo, parándose en el patio para descargar, como prueba de su
aplicación, las docenas de dibujos que había realizado. Mientras yo yacía una vez más a primeras
horas de la mañana escuchando las distantes notas del violín, me di cuenta de lo mucho que había
echado de menos su esquiva presencia en la casa, el extraño y obsesionante placer de su tímida
compañía.
Un día se marcharía para no volver, yo sabía que eso era inevitable. Sin embargo, encontré que no
soportaba pensar en un tiempo en que habría salido de mi vida para siempre.
El año dio la vuelta en su indefectible ciclo y la proximidad del verano trajo una serie de días
húmedos, sin viento, que me hicieron muy consciente de mis años y de mi averiada salud. Durante la
primera semana de junio, Roma empezó a abrasarse con un despiadado calor que minó mis fuerzas y
que una noche me hizo salir tambaleándome al patio, mientras tosía como un tuberculoso en un
sanatorio, buscando desesperadamente aire.
El farol que colgaba del muro exterior me mostró las siniestras manchas de sangre de mi pañuelo
y, en la breve pausa entre dos espasmos, las miré con macabra resignación. Pero súbitamente, sin el
menor ruido, Erik se colocó a mi lado, y entonces vi que él también estaba mirando la tela ensangrentada
con afligida comprensión.
-Usted está muy enfermo, señor --dijo con preocupación.
Hice un gesto de resignación falto de aliento y me metí el pañuelo en el bolsillo porque me di cuenta
de que el vedo le había apenado.
-Todos los canteros tienen este destino con el tiempo, Erik; no se ha encontrado cura para un
pulmón lleno de polvo y de residuos. Pero calculo que aún me queda un año largo, o dos...; chico, no
hay motivo para alarmarse tanto.
Vaciló un momento y luego sacó un frasquito que evidentemente había tenido escondido detrás
de la espalda.
-Si no le importa probar esto --dijo con timidez-, creo que encontrará que le calma algo.
Le cogí el frasco y al destapado soltó un olor penetrante, aunque no desagradable, a hierbas.
-¿Dónde encontraste esto? -pregunté con interés y sorpresa.
-Lo he hecho yo -confesó con cierto retraimiento--. Los gitanos me enseñaron a comprender las
propiedades de las hierbas.
Di un sorbo de prueba e hice una mueca.
-Mata o cura, ¿no es así, chico?
Se rió de esto. Estaba empezando a aceptar cada vez más mis inofensivas bromas, a aprender a
reírse de su propia seriedad, incluso de sus ocasionales errores.
-Debería probar la cura de la gota --dijo espontánea e inesperadamente-, eso sí que es para
quejarse. Sabe como la orina de la mofeta y al que lo toma le tiene yendo al retrete durante una
semana... Tampoco resulta -añadió como si lo hubiese pensado mejor.
Terminé la pócima y le devolví el frasco con una sonrisa.
-A ver si me puedes echar una mano ahora para subir esos escalones --dije.
-Pero... claro -parecía del todo sorprendido por la petición-, por supuesto.. ..
Avanzó para ofrecerme el brazo, como si se hubiese quedado mudo de asombro, y yo le puse una
mano en el hombro dejando que mi peso recayera en su cuerpo delgado pero sorprendentemente
fuerte. Cuando llegamos a mi cuarto me tumbó con ternura en la cama y luego se arrodilló para
quitarme las botas.
-Buenas noches, señor --dijo suavemente-, espero que ahora pueda descansar.
Yo ya estaba agradablemente soñoliento. Fuese lo que fuese lo que me había dado, me estaba
calmando los espasmos del pecho y actuando como un poderoso opiáceo. Le vi echar un rápido
vistazo por el cuarto como para asegurarse de que no se había olvidado de nada que pudiese hacerme
falta. Cruzó a cerrar las contraventanas de madera, y cuando volvió a dejar un vaso de agua en la
mesa de al lado de la cama, yo tuve el impulso de agarrarle la fría mano y apretársela.
-Eres un buen chico, Erik -dije afectuosamente-, me gustaría pensar que no permitirás que nadie
te persuada nunca de otra cosa.
Se aferró a mis dedos un momento, encerrándolos entre las palmas de sus manos, y yo me di
cuenta de que había empezado a temblar. Pero, Dios mío..., el chico estaba llorando..., ¡llorando
porque le había hablado con amabilidad y le había tocado con afecto!
-Erik... -susurré con indecisión.
-¡Lo siento! -tartamudeó dejando caer mi mano y apartándose de la cama precipitadamente-. ¡Lo
siento! ¡Por favor, perdóneme!
Y antes de que yo pudiese decir una palabra para detenerle, había escapado del cuarto.
Permanecí tumbado sobre las almohadas mirando fijamente el techo de estuco. La turbulencia de
su emoción, tan ferozmente reprimida, me hizo preguntarme de nuevo cómo había yo de enfrentarme
con una situación que no podía esquivarse por mucho tiempo más.
Pues no había sido del todo sincero con él cuando le hice creer que era viudo y que vivía solo,
servido exclusivamente ,por una anciana que venía a guisar y a limpiar, y que únicamente recibía de
vez en cuando la visita deferente de mis hijas, ya maduras, que vivían a cierta distancia, fuera de
Roma. Habían pasado once meses y yo aún no había encontrado el momento adecuado para
confesarle mi pecado de omisión.
Ya era junio y pronto, muy pronto, vendría Luciana a casa para el verano.

1 comentario:

  1. Hola, Clair.

    Lo primero decirte que me encanta tu blog, y muchas gracias por todo el trabajo que haces subiendo los libros, para que otras personas los puedan disfrutar.

    Quería decirte que llevo leyéndome "Fantasma" desde hace un tiempo, y me gustaría tener el libro completo, ¿podrías facilitármelo? ;P

    Al igual que tú soy una gran amante de la lectura, y como dices en tu perfil "LEER ES MI AMOR", para mí los libros y el arte también. Al igual que leer historias que escriben otras personas, me encanta inventar las mías propias, la verdad, escribir es mi pasa tiempo preferido...

    Muchas gracias.
    Saludos.
    Lilith a.k.a Lithium GrayAngel



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