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martes, 23 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 10)


10
Etienne tenía razón en lo del exorcismo: era algo que yo no debería haber permitido nunca. Si
Erik no estaba poseído antes de tener lugar la ceremonia, una vez concluida se comportó desde luego
como si lo estuviera.
Su respetuoso cariño por el sacerdote se había esfumado para siempre. Se negó a continuar las
lecciones de canto que tanto les habían deleitado a los dos y, lo que era peor, se negó a oír misa o a
tener un crucifijo en su cuarto. Pero yo no me atrevía a insistir, porque había empezado a comportarse
de manera tan extraña que me encontré con que cada vez me daba más miedo. Cuando él estaba cerca
empezaron a ocurrir cosas raras en casa. Desaparecían objetos casi ante mis propios ojos para volver a
aparecer cuando había dejado de buscados. Yo sabía que él era responsable, pero cuando le acusaba
no hacía más que encogerse de hombros y reírse, y me decía que es que debíamos de tener un duende.
Entonces, un día en que una taza había saltado del plato y se había ido a estrellar contra la
chimenea, descubrí un trozo de hilo muy fino sujeto al asa rota y me volví furiosa hacia él.
-Tú hiciste esto, ¿verdad? ¡Tú hiciste que pasase!
-¡No! -se apartó de mí repentinamente asustado--. ¿Cómo iba yo a poder hacer eso... si ni siquiera
estaba cerca? ¡Ha sido el duende!
-¡No hay duende que valga! -grité-. ¡No hay más duende que tú, con tus infernales hebras de seda!
¡Míralo! Esta vez no has sido tan listo, ¿no te parece? Éste es un truco que puedo ver a simple vista.
Se quedó callado mirando ferozmente el delgadísimo hilo como si estuviese indignado de su propia
incompetencia. Yo casi le oía la furiosa decisión de que la próxima vez no habría nada que le
traicionase la mano.
-No habrá una próxima vez -dije con calma, y entonces le vi levantar la cabeza alarmado ante la
idea de que yo le hubiese leído el pensamiento con tanta facilidad-. Esta perversidad va a cesar
inmediatamente, ¿me oyes?
-No soy yo -repitió con terquedad infantil-. Es el duende. El duende que el padre Mansart trató de
expulsar.
Yo le sacudí salvajemente por los hombros hasta que se le desplazó la máscara, yendo a caer al
suelo entre nosotros.
-¡Para esta locura! --chillé-. ¡Párala inmediatamente! Y si no, haré lo que el doctor Barye me
aconseja y te enviaré a un sitio horrible para locos. ¡Sí que lo haré! Eso te asusta, ¿verdad? ¡Bueno,
pues me alegro! Me alegro de que te asuste, porque a lo mejor te hace terminar con este
comportamiento demencial!. Te lo prometo, Erik, si te envío a un manicomio no volverás nunca...
¡Nunca! Y te atarán las manos a la espalda y te encerrarán en un lugar oscuro hasta que te mueras, y
no volverás a verme jamás, ¡jamás! Bueno, ¿pues estás dispuesto a parar? ¿Estás dispuesto?
Le solté de golpe y me eché hacia atrás, jadeando, mientras él se arrodillaba a mis pies en la
alfombra y se volvía a poner la máscara rápidamente con mano temblorosa. Yo sentía su terror, que
era como una fuerza física, pero por una vez no me sentía culpable ni me remordía mi severidad. Los
dos estábamos acercándonos a un peligroso precipicio y yo sabía que, si no le controlaba ahora,
acabaríamos ambos en un manicomio.
-¿Qué harías tú -susurró muy suavemente, sin mirarme-, si yo no estuviese aquí?
-Me casaría con el doctor Barye -dije, inducida a mentir por pura desesperación-. Ya me lo ha
pedido y tú eres lo único que impide que tenga lugar la boda. Así que, ya ves..., más te valdría tener
cuidado y hacer lo que te digo. ¡Ahora mírame! Mírame y prométeme que no habrá más de estos... de
estos sucesos.
Continuó arrodillado en el suelo enrollándose el hilo de seda muy apretado en un esquelético
dedo hasta que la punta blanca se tomó morada al haber cortado la circulación de la sangre.
-¡Erik!
Rápido como un saltamontes, se puso fuera del alcance de mi mano Y salió corriendo hacia la
puerta, donde se detuvo para mirarme insolentemente.
-Hay un duende -me dijo resueltamente-. Aquí hay un duende, madre. ¡Y va a permanecer contigo
para siempre, para siempre!
Me quedé mirándole con una mano en la garganta y la otra extendida hacia él en un gesto de
desesperada súplica.
Súbitamente sentí mucho frío.
Esa noche oí la voz por primera vez. Una voz que me era conocida y que, sin embargo, estaba
alterada de una manera extraña y que cantaba tan bajo y tan suavemente que al principio apenas me
daba cuenta de su dulce e hipnótica tonalidad.
La voz estaba muy cerca, tan cerca que me parecía que si estiraba una mano sin duda la tocaría,
pero al levantarme llena de curiosidad y dirigirme hacia ella, retrocedió ante mí.
Me detuve y miré fijamente a Erik, que estaba ocupándose de Sacha en la alfombra delante de la
chimenea. Parecía estar embebido en su tarea y no darse cuenta en absoluto de mi agitación.
La voz estaba curiosamente amortiguada, era como un distante y misterioso soplo que parecía
indicarme que saliese de la habitación y subiese las escaleras. Yo lo seguí con impotente fascinación
y, al entrar en mi cuarto de dormir, la melodía sin palabras pareció cobrar fuerzas y centrarse sobre la
estatuilla de un pastor que tenía encima de la tapa de mármol de mi cómoda.
Me acerqué, y entonces se me hizo inconfundiblemente evidente que la estatua era la responsable
del canturreo. La contemplé estupefacta y, al hacerlo, me di cuenta de que ya no estaba sola en el
cuarto. Erik estaba de repente a mi lado, mirando cómo observaba yo la estatua. Se había quitado la
máscara y sus labios formaban una apretada e inflexible línea de silencio.
Entonces lo supe.
Eché la mano hacia atrás deliberadamente muy despacio para que pudiese comprender mi
intención, pero ni tan siquiera parpadeó, y el suave y seductor canturreo no desfalleció.
Cuando le di una bofetada en la boca tuve la impresión de que era la estatua la que gritaba de
dolor.
Yo comprendí entonces cómo había empleado aquellas largas y sombrías horas de soledad,
reconocí la nueva proeza que había añadido a su curioso y malhadado conjunto de aptitudes, pues
recordé el regalo que Marie le había traído para su quinto cumpleaños; un regalo que había
permanecido sin abrir y que más tarde yo había guardado bajo llave en mi escritorio por ser del todo
inadecuado.
Era un ejemplar antiguo de Le Ventriloque ou L' Engastrimythe.
-Pensé que le interesaría -me había explicado cuando la reconvine por su estupidez-. Yo no quería
más que divertirle. Pero si crees que es mejor que no lo tenga, entonces, claro, tendrás que
ocultárselo.
Yo debía haber sabido que no había nada que se pudiese ocultar a Erik una vez despertada su
curiosidad. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para pensar que no iba a acordarse del único
regalo de cumpleaños que jamás había recibido, o que una sencilla cerradura iba a ser suficiente para
apartarle de mi escritorio? El libro no faltaba nunca cuando por algún motivo yo abría el escritorio,
pero es que Erik era evidentemente demasiado listo y sigiloso como para cometer un error tan
elemental como aquél. Si deseaba guardarse algo en secreto, no había nadie tan hábil para ocultar sus
propias huellas como este curioso niño, en parte gato, en parte zorro..., en parte ruiseñor.
El pastorcillo continuaba cantándome y, aunque yo comprendía el secreto de este engaño, me
sentía forzada a escuchar su obsesionante belleza. Al principio lo escuchaba contra mi voluntad,
jurando cada vez que rompería la condenada figura tan pronto como se callase. En diversas ocasiones
levanté la mano para estrellada contra el suelo, pero siempre me reprimía una fuerza invisible que
parecía emanar desde muy dentro de mi propio cuerpo.
Y luego, poco a poco, empecé a abandonar mis sentidos a su creciente poder y llegué a no poder
distinguir entre la ilusión y la realidad. La voz ya no solamente cantaba, también hablaba, y pronto
me encontré accediendo a sus pequeñas pero numerosas peticiones. Le hice caso cuando me dijo que
hacía fno al lado de la ventana, y entonces trasladé la figurilla a la mesa de alIado de mi cama y,
cuando se puso mohína como un niño y me dijo que no cantaría si no le daba un beso, me agaché
obedientemente y le puse los labios en su fría e inanimada mejilla.
Ahora sí que había un duende, pero su espíritu estaba por encima del poder del exorcismo, y yo
acepté su presencia con sorprendido deleite. Yo iba cruzando lentamente el seductor puente que se
había abierto ante mí, siguiendo un mágico arco iris que me inducía a penetrar cada vez más en un
terreno peligroso y desconocido...
Cuánto de todo ello era un sueño, resultado de unas emociones reprimidas durante mucho tiempo,
y cuánto era debido a Erik, no lo sé. Yo me iba hundiendo con gusto en las arenas movedizas de su
creciente fantasía; sin embargo, físicamente nos separamos aún más durante esa época, no
encontrándonos más que en el extraño oasis espiritual del sonido.
Apenas le veía, pero cuando era así, estaba muy comedido y cortés, era casi como un adulto en su
comportamiento hacia mí. Y al irse haciendo mayor y mucho más independiente, ante mis propios
ojos, a mí me parecía que la voz de la figura de mi habitación se iba haciendo más joven, más
petulante y exigente al ir pasando los días. Me castigaba cada vez más, primero con un tenaz silencio
y luego llorando. Y pronto me empezó a sonar día y noche en la cabeza el persistente y desgarrador
llanto de un inconsolable bebé.
Y yo ni comía ni dormía. Pasaba noche tras noche dando vueltas por mi cuarto desesperada,
meciendo la estatua contra mi pecho, hasta que finalmente la metí a mi lado en la cama; sin embargo,
no se callaba hasta que la tocaba con la mano. Fui cayendo así, cada vez más y más abajo, en tan
oscuro sueño hasta que el dominio del frío tirano de porcelana empezó a influir en todos los aspectos
de mi vida.
Ya no iba a misa y me negaba a ver al padre Mansart cuando venía a casa. Y una vez en que
Etienne comentó mi palidez y mi aire distraído, nos peleamos violentamente.
-¿Qué es lo que te pasa, Madeleine? -preguntó indeciso-. Estás como un zorro acosado, mirando
hacia atrás todo el tiempo. ¿Qué es lo que esperas oír?
-¡Nada! -dije bruscamente-, no espero oír nada.
Pero incluso al yacer entre sus brazos, en su casa, al otro lado del pueblo, el sonido del llanto
siguió llenándome los oídos y me inquietó y me agitó tanto que no pude responder a sus caricias.
Finalmente, al verse rechazado, y sintiéndose preocupado por mi extraña frialdad, se incorporó y
me miró con irritación.
-Si no quieres que te toque preferiría que me lo dijeses para acabar con ello. No parece que tenga
objeto el continuar practicando la mutua frustración.
Me levanté como una sonámbula y me dirigí hacia la puerta. Etienne salió corriendo detrás de mí
y, al mirarle, le vi en la cara la lucha entre la indignación y la preocupación.
-Dime, pero ¿qué ocurre? -preguntó.
Sacudí la cabeza.
-Tengo que irme -dije con poca afabilidad-. Yo no debería estar aquí, le he dejado llorando.
Etienne frunció ligeramente el ceño.
-¿A Erik?
Me volví hacia él impaciente. ¿Por qué demonios había de creer que yo hablaba de Erik cuando
era el bebé el que lloraba? Había abierto la boca para decirle esto cuando me acordé de repente de la
horrible palabra mani comio y de la lógica apresurada e intransigente de Etienne.
Si se lo contaba iba a pensar que estaba loca.
-No comprendo -insistió alargando la mano para cogerme.
-No te he pedido que comprendas.
Evité que me agarrase con una premura que repentinamente se aproximó mucho al miedo. Lo
único que quería en ese momento era salir de aquella casa lo antes posible.
-¡Madeleine! -me arrinconó en la puerta y, al asirme la mano, fue como si lo hiciese un carcelero.
Empecé a luchar furiosamente.
-¡Déjame marcharme! -grité-. No dejaré que se me trate como un ejemplar en observación de la
Escuela de Medicina.
Me soltó estupefacto y yo abrí la puerta violentamente.
-Por amor de Dios, Madeleine, vamos a discutir esto con calma.
-No quiero discutir nada. No quiero volver a verte, Etienne... ¡Jamás! Vi aflicción y perplejidad en
su rostro. Por una vez no tenía palabras a punto, no tenía soluciones agradables, ingeniosas, empíricas
que ofrecer. Tanto la ciencia como la lógica le fallaron ante mi asoladora irracionalidad. -No puedo
creer que digas esto en serio -dijo con incredulidad-. ¿Qué ha ocurrido, Madeleine..., qué ha ocurrido
para que te apartes así de mí?
-No ha ocurrido nada -le dije fríamente. -Tengo que irme. -No puedes irte... no puedes irte así.
¡Madeleine!
Me agarró la mano una vez más, pero no hice más que mirarle sin verle, mientras que la
resonancia del llanto se fue transformando en un insoportable crescendo dentro de mi cerebro. Podía
haber estado mirando a un total extraño. Sus palabras eran sonidos vanos que habían perdido su poder
de conmoverme y al fin vi que dejaba caer el brazo a un lado.
No hizo nada más por evitar que me fuese y, al salir de su casa, yo sabía que era demasiado
orgulloso como para volverme a buscar contra mi expreso deseo. Unos meses antes la perspectiva de
su indiferencia me hubiese destrozado el corazón; ahora la recibía con un curioso alivio.
Una a una iba cerrando las ventanas que daban sobre el mundo más allá de mi prisión, y me iba
retirando tras la extraña barricada que Erik estaba erigiendo pacientemente en tomo mío.
El día en que me separé de Etienne fue el día en que finalmente di la espalda a la realidad y cerré la puerta con llave.
Clair

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