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jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 13-14)


2
Era por la mañana cuando me desperté para encontrarme tumbado sobre un montón de sacos, y lo
primero que hice fue buscar instintivamente la máscara. No estaba en ningún sitio al alcance de la
mano, por lo que me incorporé medio mareado, estirando más y más el brazo, hasta que lo retiré por
haber tocado un barrote de metal. Tardé un rato en poder concentrarme y entonces comprendí con
claridad que estaba rodeado de rejas.
¡Me encontraba en una jaula!
Temblando de miedo y de aturdimiento me recliné en los harapos y cerré los ojos con fuerza. Estaba
tan completamente desorientado que me fue fácil convencerme de que lo que había visto no era más
que el resultado de un sueño febril. Me despertaría pronto y me encontraría de nuevo en el cuarto de
la buhardilla, con Sacha tumbada a mis pies. Esperé a despertarme, y mientras esperaba, me toqué los
labios inflamados con la punta de la lengua, que tenía completamente seca, y traté de llamar.
-¡Sacha...!
-¡Deprisa! -dijo una voz a mi lado-. Corre y llama a Javert...; nos dijo que fuésemos a buscarle tan
pronto como se despertase.
-Vaya, ¿por qué tanta prisa? Vamos a divertimos un poco con ello. Oye, agarra este palo...;
vamos, ¡agárralo! ¿De qué tienes miedo? Esta cosa no puede salir.
-¡Cosa!
Permanecí tumbado muy quieto, deseando que pasase aquella pesadilla. No era más que un sueño,
un mal sueño que acabaría...
Cuando el puntiagudo pedazo de madera se astilló contra mi frente, metiéndoseme una rociada de
partículas punzantes en los ojos, traté de escabullirme fuera de su alcance, pero ellos lo que hacían era
perseguirme por el otro lado de la jaula. Entonces vi que eran tres: dos gitanillos delgados y de tez
olivácea, con el cabello negro y las caras muy sucias, y una niña pequeña con el traje roto, que
permanecía rezagada y que empezó a gritar. -No, Miya..., ¡no lo hagas tanto daño!
-Jo, calla Orka, o te meto en la jaula con ello. Ven. Vaya, vamos a buscar unas piedras.
Una gran sombra se proyectó en el suelo de la pequeña jaula y oí el chasquido de un látigo. Sin
esperar a que se lo dijesen, los niños huyeron por el campamento, compartiendo un miedo instintivo
y, al abrirse la puerta de la jaula, me volví para ver a mi nuevo amo.
Lo primero que me impresionó fue su tamaño, su inmenso tamaño. Parecía llenar la jaula entera:
era un hombre descomunal con una enorme barriga que le colgaba grotescamente por encima del
apretado cinturón. No tenía el menor parecido con ninguno de los hombres bajitos, delgados, más
bien airosos, que yo había visto alrededor del fuego del campamento la noche antes; no parecía
gitano..., pero sí parecía un truhán de pies a cabeza. Los ojos, hundidos en un rostro grueso que
brillaba de sudor, incluso en aquella fría mañana de primavera, eran pequeños e infinitamente crueles
mientras me recorrían de forma crítica.
-Extraordinario -rumió para sí mismo-, he estado esperando toda mi vida para encontrar algo así,
algo verdaderamente único. Vendrán desde muchas millas a la redonda para contemplar un cadáver
viviente. Sí, eso es, eso es lo que te voy a llamar...: el Cadáver Viviente.
Me aparté de él contra los barrotes de la jaula y me dejé caer encogido como un ovillo contra las
frías barras metálicas.
-Tengo que marcharme a casa --dije estúpidamente-. Mi madre me estará buscando.
-¡Por Satanás que lo estará! --dijo burlonamente-. Y te tendrá bien preparadito tu ataúd, ¿verdad?
-¿Ataúd? -le miré sin comprender.
-Ahí es donde duermen los cadáveres, ¿no es así? ---contestó atentamente-. ¡Vaya, eso sí que es
una idea! Mandaré que me hagan un ataúd para la jaula, no hay nada malo en hacer resaltar el efecto
con uno o dos detalles.
Y dicho eso, volvió a cerrar con llave la jaula y me dejó mirándole fijamente como embotado de
estupefacción. Tenía la mente completamente en blanco, tan vacía como la de un gusano; era una
masa insensible y congelada que se negaba en redondo a llevar a cabo el más sencillo razonamiento.
No comprendía ninguna de las pocas palabras que me había pronunciado en francés, mi lengua
materna; podía igualmente habérmelas dicho en ruso. No entendía por qué estaba yo en una jaula o lo
que me iba a suceder, pero había presentido, en el comportamiento del hombre, suficientes motivos
de amenaza como para inspirarme un estúpido pánico.
Empecé a manipular la cerradura desesperadamente.
En otras circunstancias, con la mente tranquila, discurriendo racionalmente, una única horquilla
podría haberme liberado en unos minutos, pero no había nada en la jaula que pudiese servir a mi
propósito, incluso si hubiese tenido la suficiente presencia de ánimo para buscarlo. Aquella única y
tosca cerradura tenía el poder de reducirme a una total impotencia. La golpeé y la mordí como un
animal salvaje y, ni una sola vez, en el tiempo que siguió, volví a atacarla con la capacidad de mi
intelecto y mi extraordinaria destreza manual. Incluso al cabo de todos estos años no puedo
explicarme aquella extraña parálisis mental, excepto para reconocer que la mente es capaz de erigir
barreras mucho más fuertes que cualquier obstáculo físico. Ésa es la llave que nos abre la puerta de
toda apariencia engañosa, y Dios sabe que fue una llave a lo que aprendí a dar la vuelta, con bastante
frecuencia, en otros. Para mí, en aquel momento, la certidumbre de la cautividad era tan completa
que, aunque hubiesen dejado la puerta sin echar la llave, a veces me pregunto si a pesar de todo, no
me hubiese quedado allí sentado, mirando a través de los barrotes como un animal encadenado que no
sabe hacer nada mejor que esperar con paciencia y aguantar.
Me recliné en el montón de sacos y contemplé cómo se convertía el pálido sol en un tenue
resplandor detrás de la arboleda. Los niños volvieron con sus palos, pero debieron de encontrarme
poco divertido, pues esa vh no traté lo más mínimo de huir de sus acosos. Les dejé con indiferencia
que me hiciesen sangre, casi sin sentido y, al no recibir respuesta, pronto se aburrieron y se fueron en
busca de entretenimientos más divertidos.
Al atardecer volvió el hombre llamado Javert, y a través de los barrotes de la jaula me dejó un
plato de hojalata con un repugnante estofado y una manta remendada.
Me incorporé lleno de esperanza.
-Por favor, señor, ¿puedo irme ya a casa? -susurré.
Yo estaba como un niño pequeño que repite la única frase de su repertorio y, como continué
repitiéndola día y noche, se puso furioso y me pegó.
-¿No sabes decir otra cosa, so estúpido? Estoy bastante harto de tu quejumbroso gimoteo. Pero
métete esto en tu hueca sesera, si es que tienes sesera, lo que estoy empezando seriamente a dudar: ¡tú
eres mi descubrimiento, mi creación y mi suerte! Me dicen que te niegas a comer, bueno, pues ya he
enseñado a demasiados animales para dejarme engañar por ese viejo truco. Comerás de buen grado o
si no te meteré a la fuerza, por tu horrenda gargantita, cada bocado con la mano. No te vas a marchar
a casa, pero tampoco te vas a morir estando conmigo, ¿lo has entendido, so estúpido monstruito?
Harás lo que se te diga o pagarás por ello, ¿entiendes? Ahora coge ese pan y cómetelo, come, ¡que
Dios te condene!
Me agarró la cabeza y empezó a meterme el pan, granuloso y áspero, a la fuerza en la boca hasta
que empecé a tener arcadas y a vomitar, pero lo extraño fue que, en vez de que esto le enfadase más,
le sirvió sencillamente para calmarle y zanjar la cuestión fríamente.
-Muy listo --dijo tranquilamente-, pero si piensas que esto me va a detener, estás muy equivocado.
Soy un hombre que tiene mucha paciencia, aunque no lo creas. Puedo quedarme aquí todo el día y, si
es necesario, toda la noche, así que depende de ti, cadaverito, depende enteramente de ti, cuánto
tiempo quieres seguir obstinándote.
No sé lo que duró aquella tortura, me pareció que horas. Las estrellas pestañeaban en el cielo, y él
estaba ya tan manchado y apestoso como el suelo de mi jaula, cuando alcancé el límite de mi aguante
y capitulé ante su fuerza física y su inquebrantable determinación. Al cogede finalmente el pedazo de
pan de la mano y empezar a mordisquearlo con cansancio, se levantó y se limpió las manos en los
sacos que me servían de cama.
-Me gusta el animal que conoce a su amo --dijo con satisfacción-No ha habido todavía ninguno
que haya vencido al bueno de Javert.
Cuando me vino a ver al día siguiente, no cometí el error de negarme a comer o de decirle que me
quería ir a casa, sino que le pregunté qué tenía la intención de hacer conmigo.
Pareció sorprenderse de mi pregunta.
-Voy a exhibirte, naturalmente, ¿qué otra cosa iba a hacer contigo? La gente paga bien por ver a
un fenómeno, ¿no lo sabes...? ¿Es que no sabes nada del mundo?
Le miré con horrorizada incredulidad.
-¿Que pagarán -tartamudeé-, que pagarán por mirarme?
-Pues claro..., y además pagan bien. Dentro de pocas semanas, cuando corra la voz de mi nueva
atracción, harán cola alrededor de esta jaula hasta donde alcanza la vista. .
Una oleada de repugnancia me invadió entonces y me puse a tiritar y a vomitar
incontroladamente.
-¡Maldita sea! - dijo con irritación-. El mayor descubrimiento del mundo y ¿qué resulta ser? Un
mocoso vomitón. ¡ Vaya suerte la mía!
Saliendo como un huracán de la jaula, llamó a un niño que pasaba, que al instante se encogió de
miedo.
-Oye, tú, tráeme un poco de leche y ten cuidado con ella. ¡Corre! -se volvió para echarme una
mirada furibunda a través de los barrotes-. Y tú procura contener eso, so esqueleto, o te dejo sin
sentido a palos.
No contesté.
Me arrodillé en el suelo y empecé a pedir a Dios en voz baja que me dejase morir antes de que se
impusiese aquella nueva vergüenza.
3
Empecé mi vida como fenómeno de exhibición con las manos y los pies atados a los barrotes de
la jaula, de manera que no pudiese esconder la cara ante la curiosa muchedumbre. Mi primera
aparición había sido un desastre que ocasionó algo peligrosamente parecido a un motín cuando los
indignados espectadores exigían que les devolviesen el dinero, ya que no habían podido ver nada
porque yo me acurruqué en un rincón con los brazos alrededor de la cabeza. Insistían en que les
habían timado, y Javert, viendo que había una amenaza de violencia, envió inmediatamente a dos
hombres a la jaula a que me atasen.
Yo me puse a chillar, a dar patadas y a morder como un animal salvaje, pero no podía competir
con la fuerza de dos hombres mayores y, en unos pocos segundos, me habían amarrado con los brazos
completamente estirados, como Cristo en la cruz, de manera que me era imposible v9lver la cara para
que no me vieran. Javert entró en la jaula y me ató una cuerda alrededor del cuello que me obligaba a
levantar la cara del pecho. Al alzarme la cabeza contra los barrotes de hierro, abrí los ojos sin querer y
vi a la gente echarse hacia atrás con horrorizado deleite.
-¡Santa madre de Dios! -exclamó una mujer empujando bajo el cobijo de su falda a un niño que
gritaba. Déjennos pasar..., por amor de Dios; ¡déjennos pasar!
El gentío se apartó un poco para que pudiese llevarse al histérico niño, pero otros niños habían
empezado a gritar también, y yo no podía apartar la vista de sus gritonas bocas abiertas. Era como si
me volviese a ver en aquel espejo y compartiese de nuevo con ellos el horror de aquella primera
visión. Pero no había horror que pudiese compararse con la abrasadora degradación, con la indecible
humillación de aquella repulsiva exhibición. El pánico me insensibilizaba los demás sentidos y
empecé a retorcerme y a tirar como un caballo trastornado y desbocado hasta que la cuerda me hizo
una cortadura en la garganta.
-¡Mira! -gritó alguien-, ¡se va a estrangular!
-¡Qué repulsivo! Estas cosas no deberían mostrarse en público...
Un nuevo descontento estaba contaminando rápidamente a la multitud. Habían pagado buenos
dineros para que les animasen y divirtiesen, no para que les inquietasen y angustiasen. Mi angustia a
lo vivo era ofensiva para algunos, y Javert tuvo que enfrentarse de nuevo con las airadas peticiones de
los espectadores de que les devolviesen el importe de las entradas.
Mi jaula fue rápidamente retirada de la vista. No sé cuánto dinero le costé a Javert en aquella
ocasión, pero fue lo suficiente como para que viniese a verme un poco más tarde presa de una
violentísima ira. Me azotó salvajemente con un látigo por haberle estropeado el espectáculo, pero, en
el preciso momento en que un bendito desmayo estaba a punto de acogerme, me desató de los
barrotes y se quedó junto a mí con los brazos cruzados en actitud agresiva.
-¿Y bien? -preguntó con frialdad-. ¿Has aprendido ya a quedarte callado... o necesitas otro curso
de aprendizaje?
Yo yacía a sus pies, mirando con incredulidad los enormes hematomas que se me estaban
formando en los desnudos brazos; la cabeza me daba vueltas y tenía sangre en la boca porque me
había mordido la lengua. Pero no tenía más que una idea en la cabeza, un único deseo...
-Devuélvame la máscara -suspiré.
-¿Qué? -se me quedó mirando con curiosidad.
-La máscara-repetí medio desvanecido-. Devuélvame la máscara..., ¡por favor!
De repente, sin previo aviso, Javert se echó a reír, dándose con el látigo en el grueso muslo e
inclinándose después hacia delante para pincharme con el mango.
-Ahora, escúchame, cadaverito, y escucha bien. Nadie va a pagar por ver una mierda de máscara;
sin embargo, la mitad de las mujeres de Francia se desmayarán ante la visión de tu cara. Ni Don Juan
habría atraído a tantas mujeres en una sola tarde. Pero no voy a consentir más esos malditos gritos, te
lo advierto. Si ahuyentas a más espectadores, como has hecho hoy, será un mal asunto para ti. Te
despellejo sin dejarte un cacho de piel en tu desdichado cuerpo si vuelves a comportarte así en
público.
Cerré los puños y le miré con desquiciado descaro.
-No quiero que me vean..., no quiero que me contemplen..., no quiero..., ¡no quiero!.
Ahora seguramente me mataría. Dejaría caer su enorme puño y convertiría mi suicida insolencia
en un amasijo... Esperé angustiado que llegase el final que me liberaría; sin embargo, no me volvió a
pegar. Por el contrario, se me quedó mirando pensativo, como si estuviese valorando cada lesión de
mi cuerpo y las sopesase contra el momento en que pudiese volver a exhibirme.
-Supongo que podría amordazarte -reflexionó despacio--. Son los gritos los que causan el
perjuicio..., ponen nerviosas a las mujeres y espantan a la gente. Sí..., me parece que te voy a
amordazar la próxima vez. Una paliza se olvida pronto, pero una mordaza... una mordaza acabará con
tu insolencia para siempre.
Al día siguiente reanudamos el viaje. Yo no sabía adónde íbamos ni me importaba; el tiempo y el
lugar habían cesado de tener sentido para mí. Pero él cumplió su promesa. La próxima vez que me
exhibió me amordazó y me ató en un féretro colocado en una posición en que era físicamente imposible
para mí hacerme daño. Entonces permanecí callado y esa vez nadie se quejó ni reclamó que le
devolviesen el dinero.
Fui un enorme éxito, según me comunicó Javert con satisfacción cuando vino esa noche a darme
de comer como a un perro amaestrado. Cuando yo hubiese aprendido a tener sentido común me
quitaría la mordaza y me permitiría ganarme el sustento con un poco más de comodidad. Le vi meterse
la llave de la cerradura en el bolsillo y alejarse silbando alegremente, y entonces pensé en lo mucho
que le odiaba, en cuánto deseaba su muerte.
El viento soplaba entre los barrotes de mi jaula aquella noche mientras yo yacía oyendo a los
perros del campamento ladrar intermitentemente, y odiando... ¡odiando!
Pero el odio no podía calentarme.
Mucho antes de que se apagasen las hogueras del campamento coloqué el ataúd en el suelo, me
metí en él, pues al ser muy estrecho me protegía, y entonces me quedé dormido.
La mordaza me derrotó, como Javert sabía que acabaría ocurriendo. Su violencia y su crueldad
disimulaban una innata astucia, un tipo de sabiduría tosca e instintiva, que le revelaba nuevas y más
sutiles maneras de someter la rebeldía. No tardé mucho en aceptar que con mi obstinación lo único
que conseguía era incrementar mis sufrimientos; y, aunque la carne aún me hormigueaba de asco
cuando el gentío se apiñaba en torno a mi jaula, aprendí a exteriorizar la silenciosa indiferencia de un
animal mudo. Eso era lo que buscaban, lo que venían a ver..., un animal, una rareza..., ¡una cosa!
Mi impresión de que no pertenecía a lo que en términos generales se denomina la raza humana
fue en aumento. Era como si hubiese ido a caer en un planeta extraño, donde no era capaz de
vengarme de mis atormentadores, excepto en la oscura prisión de mi mente. Allí, en aquel recinto
incomparablemente privado, donde estaba libre de cadenas, conjuré mil muertes horribles para los
que venían a mirar y a enardecerse. Aprendí a vivir enteramente dentro de mi mente, creándome un
panorama propio y poblándolo con los inventos de mi imaginación cautiva. Mi mundo era extraño y
bello, una dimensión enteramente nueva en la que dominaban la música y la magia. Era un segundo
edén, donde yo era Dios, y a veces me internaba tanto en él que me convertía de verdad en un cadáver
viviente, comatoso y como en trance, respirando apenas.
Sin embargo, por mucho que me evadiera, siempre había una parte en mí que permanecía
amargamente consciente de la realidad. Mi cárcel móvil me traqueteaba a lo largo y a lo ancho de
Francia, de una feria a otra, y se me mantenía en unas condiciones tan mugrientas que eran más
propias de un animal, hasta que fingí ser lo suficientemente obediente y tener la suficiente resignación
como para que se pensase que tenía el espíritu destrozado del todo. La humildad era el precio de
aquellos momentos de intimidad que exige la dignidad humana básica. Mi madre me había enseñado
a comportarme como un caballero, a ser exigente con mi persona y cortés en mi conducta, y no podía
soportar el vivir como un animal.
Supliqué que se me permitiese salir de la jaula para realizar las funciones que requerían estar
solo, y esa petición divirtió tanto a Javert -jaquel cerdo mal educado!- que vino a sacarme en persona
y a montar la guardia con la pistola durante mis abluciones. Yo sabía que si hacía el menor intento de
escaparme dispararía -sin matarme (pues yo era un objeto para exhibir demasiado valioso)-, pero me
mutilaría lo suficiente como para estar seguro de que no podría llegar muy lejos antes de que él me
capturase.
Cuando pedí ropa limpia soltó una sonora risotada y me dijo que nunca había conocido un
cadáver tan exigente con su mortaja.
-Luego querrás un traje de etiqueta -se burló-. Olvídate de tus lamentos, que tal como estás atraes
suficiente gente.
Me volví muy lentamente para mirarle.
-Podría atraer más -dije, llevado por la desesperación a una repentina osadía-. Podría atraer al
doble de gente... si usted hiciera que me valiese la pena.
Bajó la pistola y me indicó que me acercara; su instinto le inducía a mofarse, pero su inherente
avaricia le hacía sentir curiosidad.
-¿ Qué disparate es ése? -preguntó con cautela-. Eres la criatura más fea que jamás anduvo por
este mundo de Dios, y eso es tu sustento y mi buena suerte. ¿Por qué otra cosa iban a querer pagar
para verte?
-Si coloca usted azucenas conmigo en el ataúd podría hacerlas cantar -dije despacio.
Se metió la pistola en el cinturón y se tambaleó de un lado a otro sobre los talones, bramando de
risa.
-Dios me ampare, so golfo, pero si eres un loco de atar..., vas a acabar conmigo, que lo juro por
éstas. ¿Que vas a hacer cantar a las azucenas? y cómo lo vas a hacer es algo que me gustaría saber.
Por aquella época, antes de que me inclinase por mis propias composiciones, seguía considerando
que la misa en si menor de Bach era la más valiosa interpretación del texto latino. Fue de esa obra, tan
querida del padre Mansart, de la que entonces elegí el Agnus Dei, que parecía surgir de los pétalos de
un asfódelo salvaje que había junto al pie de Javert.
-Agnus Dei... miserere nobis...
Sin sentir la menor emoción, observé cómo se le descolgaba de incredulidad la gruesa cara a
Javert mientras se inclinaba para coger la flor que tenía a sus pies. Se la acercó a la oreja y oí su
agudo grito de asombro cuando hice que mi voz le sonase dulcemente en la cabeza. Cambió entonces
de oreja y mi voz cambio rápidamente de dirección, luego tiró la marchita flor al suelo y se apartó de
ella, pero yo disminuí el sonido de manera que le pareciese que mi voz se había distanciado.
A continuación vino y se me quedó mirando fijamente mientras me colocaba uno de sus gordos y
sucios dedos en la garganta, sobresaltándose cuando sintió la débil vibración de mis cuerdas bucales.
-¿Cómo es posible? -musitó más para sí que para mí-. He visto más que suficientes ventri1ocuos
en mi vida..., pero nunca he oído a nadie producir una voz así -me agarró bruscamente por el hombro
y me vapuleó con furia-. Debería zurrarte por haberme ocultado este secreto, ¡SO demonio! Cuando
pienso en el dinero que podía haber hecho ya... -me soltó bruscamente y retrocedió-. Sin embargo, no
importa, cantarás esta noche. Buscaré esas azucenas aunque tenga que saquear la tumba de un
cementerio...
De repente se dio cuenta de mi inequívoco silencio.
-¿ Y bien? -preguntó preocupado-. ¿Por qué esa expresión de bacalao mudo? Se te ha comido la
lengua el gato, ¿verdad?
Yo me quedé mirándole en un obstinado silencio, y en seguida empezó a bramar como un matón
que presiente el primer indicio de derrota.
-Muy bien, lo que se está cociendo en esa tu cabecita retorcida... ¡suéltalo!
Yo me encogí de hombros y volví la cabeza.
-Si accediese a cantar habría condiciones -le dije con calma. -¡Condiciones! ---me agarró por el
cuello y me apretó sus enormes pulgares contra la tráquea como para estrangularme-. Condiciones,
¿verdad? Te podría rajar la garganta aquí y ahora.
Empecé a sonreír lentamente, y supongo que se le debió de hacer evidente al instante lo absurdo
de su vacía amenaza, pues me soltó incluso mientras hablaba y yo me di cuenta de que respiraba
haciendo ruido por la nariz en un inútil esfuerzo por dominar su furia.
-Condiciones -repetía, articulando la palabra con cierta dificultad a través de los dientes
apretados-. Bueno, ¿qué son esas malditas condiciones? ¡Nómbralas, so insolente saco de huesos, y
acaba con ello!
Me senté en la hierba oteando a lo lejos el disperso campamento con una total indiferencia ante su
creciente agitación. Le hice esperar... y sudar.
-No cantaré sin la máscara y no cantaré dentro de la jaula ---dije con firmeza-. Si quiere hacer un
trato conmigo puede empezar por darme una carpa para mí solo.
-Si quiero... --empezó incrédulo. Luego, de repente, pareció recobrarse de su estupefacción y fue a
lo práctico con frialdad-. Imposible --continuó, pero advertí que sin ira-, ¿cómo iba a fiarme de que
no te largases?
Me quedé mirando el suelo para ocultar las lágrimas que me picaban en los ojos al contemplar
cara a cara mi desesperanzador futuro.
-No tengo dónde ir -había un ribete de cansancio y resignación en mi voz-. Déme intimidad y un
poco de comodidad y me quedaré, y a cambio le haré ganar una fortuna.
Me miró con recelo.
-Eso dices. Pero aun suponiendo que decidiese fiarme de ti, hay que tener en cuenta al público.
Querrán verte la cara... ¿Qué iban a pintar el ataúd y las azucenas si no te ven la cara?
Pensé en esto con resentimiento, pues sabía que él había sacado a relucir una cuestión muy válida.
-Muy bien --concedí finalmente-, estoy dispuesto a quitarme la máscara al término de la
representación. Pero solamente durante unos minutos, justo el tiempo suficiente para sorprender.
Permanezco con la cara tapada hasta ese momento, y el resto del tiempo me pertenece para hacer lo
que me plazca.
-No es mucho lo que pides, ¿verdad? -había ironía en su voz, pero algo se movió en el fondo de
sus duros ojos, una mirada en la que había como una especie de respeto, a pesar suyo.
-Podría darte una soberana paliza, pero no podría obligarte a cantar, ésa es la cosa, ¿verdad, so
bribón? ¿Es eso lo que me estás queriendo decir?
-No -dije porfiadamente-, no podría hacerme cantar.
Nos miramos uno a otro como enemigos cautelosos y, al cabo de un momento, me hizo un gesto
brusco para que le acompañase a su carpa, cruzando el campo, y resistiendo la tentación de mirar
hacia atrás para comprobar si le seguía.
De momento, yo era el vencedor.

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