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lunes, 22 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 2)


2
Por ser la hija única de unos padres mayores y excesivamente cariñosos, yo había sido como una
princesita, había sido el centro de cualquier escenario en el que actuase. Mi padre era arquitecto en
Ruán: era un hombre que había triunfado, pero sumamente fantasioso, que adoraba la música y que
estaba encantado con la disposición que yo mostraba para este arte. Desde muy temprana edad me
hacían salir cuando había invitados a fin de lucir mi voz y mi moderada habilidad con el violín y el
piano. Y aunque mi madre me había enviado al colegio de las ursulinas de Ruán por el bien de mi
alma, las miras de mi padre estaban puestas en objetivos más mundanos. Arreglaron que tomase
lecciones de canto, para disgusto de las monjas, que consideraban que la voz de una chica era una
fuente de vanidad y de afectación, y todas las semanas partía a casa del profesor al que habían encomendado
que me preparase para el Teatro de la Ópera de París. Yo tenía buena voz, pero nunca llegué
a averiguar si tenía el talento y la aútodisciplina suficiente para conquistar París. Cuando tenía
diecisiete años acompañé a mi padre a una reunión que tenía con un cliente en un solar de la calle de
Lecat; fue allí donde conocí a Charles, abandonando al mismo tiempo toda idea de una carrera
gloriosa en la escena.
Charles, que tenía quince años más que yo, era un maestro de obras cuyo trabajo mi padre
admiraba sinceramente. Papá decía siempre que era un privilegio poner los planos en las manos de un
hombre que tenía un instintivo y profundo sentido del aspecto artístico de un edificio, de un
perfeccionista que nunca se sentía satisfecho con lo que no fuese lo mejor. Entre Charles y mi padre,
el cliente medio que quería economizar lo pasaba mal. Acaso fuese porque estaban tan totalmente de
acuerdo profesionalmente por lo que a papá le pareció de lo más natural el recibir a Charles en la
familia, una vez que yo hube dejado bien clara mi elección. Acaso se recordase él como el joven
arquitecto sin encargos, esforzándose por abrirse camino, que hacía muchos años se había visto
obligado a luchar contra la familia de mamá.
Acaso fuese que estaba sencillamente decidido -como lo había estado durante mi regalada
existencia- a que nada había de obstaculizar la felicidad de su única hija. Si le decepcionó mi decisión
de tirar por la borda un prometedor futuro como prima donna, nunca lo dijo.
En cuanto a mi madre -era inglesa, con todas las connotaciones que ese vocablo implica-, creo
que prefería verme respetablemente casada -aunque fuese sin pena ni gloria- que en un escenario de
París.
Charles y yo fuimos a Londres para nuestra luna de miel, que corrió por cuenta de mi padre,
armados de una lista de monumentos arquitectónicos que "hay que ver". Pero no vimos mucho. Era
noviembre, el más lúgubre de los meses ingleses y, durante la mayor parte de nuestra estancia de tres
semanas, la ciudad estuvo envuelta en una espesa niebla amarilla. Eso era una buena excusa para no
salir y, en cambio, dedicamos a explorar las maravillas de la arquitectura de Dios en nuestra discreta y
pulcra habitación de hotel, en Kensington.
El último día de nuestra visita, el sol penetró despiadadamente a través de un resquicio de las
pesadas cortinas y, haciéndonos sentir culpables, nos sacó de entre las sábanas. No podíamos volver a
casa sin visitar Hampton Court…¡Papá no nos lo perdonaría nunca!
Fue a primeras horas de la tarde cuando el landó nos depositó delante de los escalones del hotel.
Mientras Charles forcejeaba con las desconocidas monedas y con un conductor poco servicial, yo
entré en el vestíbulo para recoger nuestra llave. .
-Una carta para usted, señora -dijo el botones.
Cogí la carta distraídamente y me la metí en el manguito mientras me volvía para ver a Charles entrar
en el vestíbulo.
Aún contenía el aliento cuando le veía, como había hecho aquel primer día en Ruán. ¡Era tan alto
y tan descaradamente guapo! Y cuando me vio la llave en la mano su sonrisa fue el reflejo de mis
pensamientos.
Subimos corriendo la escalera, amplia y ricamente alfombrada, riéndonos y tropezando por
descuido con unas señoras de edad que bajaban con toda la debida dignidad inglesa.
-¡Franceses! -oí decir a una de ellas despectivamente-. ¿Qué otra cosa puede esperarse?
Con ello Charles y yo nos reímos aún más ruidosamente, y Charles dijo que realmente debíamos
de compadecer a los ingleses. Eran todos tan tiesos y fríos como las gárgolas góticas...; ninguno sabía
lo que significaba el amor.
Dos horas después, cuando yo yacía en los brazos de Charles como un gato perezoso y satisfecho,
me acordé repentinamente de la carta de mi manguito...
No fue hasta después de una precipitada vuelta a Francia, cuando me di cuenta de que había
concebido a mi primer hijo la misma semana en que habían fallecido de cólera mi padre y mi madre.
No hubo una epidemia general.
Un antiguo conocido de papá, que había venido a verle desde París, se puso enfermo durante una
agradable velada en casa de mis padres. Mi padre no quiso ni oír hablar de que un amigo se fuese a
volver a su hogar a que le cuidasen los criados, y esa natural y generosa hospitalidad suya mató a
todos los de la casa.
Yo no me sentía capaz de normalizar mi vida en Ruán después de la tragedia. La ciudad se había
convertido para mí en un enorme museo arquitectónico, un mausoleo dedicado a mi mimada y feliz
infancia. La capilla barroca del antiguo colegio de los jesuitas, la plaza de St. Vivien, la elegante calle
de St. Patrice, con sus espléndidas casas de los siglos XVII Y XVIII escondidas tras sus pesadas
portes cocheres…No, yo no podía seguir viviendo en una ciudad donde cada esquina y cada bello
edificio antiguo evocaba un recuerdo que me afligía.
Hasta pasado un mes, Charles no me permitió entrar en la casa de mi padre por miedo al
contagio. Para entonces ya estábamos completamente seguros de que estaba embarazada y Charles
me protegía de manera absurda y exagerada; estaba decidido a que nada pudiese poner en peligro a su
querida mujer y a su niño. Se comportaba como si yo fuese la primera mujer del mundo que iba a
tener un hijo, y sus exageradas precauciones me resultaban algo divertidas, pero me sorprendían un
poco y también me hacían temer que si era una niña yo fuese a sentir celos.
-No tienes por qué preocuparte, Charles. Las mujeres tienen niños todo el tiempo.
-No pretendo más que que tengas cuidado ---dijo solemnemente-. No quiero que pueda ir algo
mal.
Le puse una mano en la manga, asombrada e inquieta por su exageración. La muerte de mi padre
le había afectado mucho más profundamente de lo que yo había pensado, y me avergonzaba de que
con el egoísmo de mi propio dolor no me hubiese dado cuenta de que a él también le apenaba la
muerte de un amigo.
-Este niño es muy importante para ti, ¿verdad? -dije pesadamente-. Cualquiera diría que tienes
miedo de que no vayamos a tener más.
Se echó a reír y me atrajo para cobijarme bajo su brazo.
-Claro que tendremos más. Pero el primero resulta algo muy especial, ¿no te parece, Madeleine?
Crear a tu imagen y semejanza por primera vez me hace sentirme como Dios.
-¡ Vaya contigo! -dije afectuosamente-. ¡Eres todo un artista! Papá decía siempre que deberías
haber sido escultor, además de maestro de obras.
-Ya lo pensé -admitió, y muy seriamente, a decir verdad, cuando era un chico.
-¿Qué te lo impidió? -interrogué con curiosidad.
-La idea de morir en la miseria -dijo con una mueca-. Ahora sé una buena chica y ven a la cama.
Es tarde y mi hijo tiene que descansar.
Mientras Charles estaba dormido yo permanecí despierta viendo la imagen que me había trazado
de este niño tan especial. Me imaginaba el momento en que le trazasen la santa cruz con agua bendita
en la suave y redondeada frente de un niño perfecto, que sería la primera plasmación de nuestro gran
amor. Charles me había prometido la perfección y yo creía en su idea sin lugar a dudas: no tenía la
menor aprensión ni ninguna de las preocupaciones que acucian a una madre embarazada. Dentro del
círculo mágico de nuestro amor, nuestra felicidad parecía estar a salvo y garantizada, protegida por
unos cimientos que la desgracia no podría remover nunca.
Todo pasó a ser mío, evidentemente, la bella y antigua casa del siglo XVII en la calle S1. Patrice
y las rentas de las numerosas y sensatas inversiones de mi padre.
-Eres una mujer económicamente independiente -me dijo Charles pensativo, y yo percibí en él
una ligera inquietud. No quería que fuesen a decir que se había casado conmigo únicamente por mi
dinero. Por primera vez me di cuenta de los conflictos internos con que tiene que enfrentarse todo
hombre que se casa por encima de su posición, y yo empecé a estar cada vez más convencida de que
debíamos marchamos de Ruán y empezar de nuevo en otra parte.
Recorrí la casa de mi padre seleccionando sistemáticamente aquellas reliquias sentimentales de
mi infancia de las que sabía que no iba a soportar el separarme: las joyas de mi madre, la biblioteca de
arquitectura de mi padre y su archivo, el pequeño violín en el que yo había rascado mis desafinadas
primeras notas. Y seguían llegando todo el tiempo afectadas cartas de pésame expresando pesar y
respeto en las adecuadas proporciones. Entonces una mañana abrí una carta de Marie...
Marie Perrault, compañera de mi aburrida cautividad en el colegio de monjas, había sido la dama
de honor de mi boda; probablemente la dama de honor menos agraciada que jamás haya existido.
Incluso mi madre había enarcado una ceja ante la elección. En realidad, bien pensado, Marie había
sido una amiga un tanto inverosímil para mí. En el colegio yo había tenido mis seguidoras, mi grupo
personal, que estaba pendiente de mis palabras y que me copiaba los peinados y los sutiles detalles
que yo añadía a mis vestidos. Y desde luego, en cuanto a su aspecto, Marie no tenía nada que la recomendase.
Era excesivamente fea, con la cara lechosa apretujada bajo una mata de pelo de color
zanahoria muy poco favorecedora, y tenía esa timidez que atrae automáticamente a todo guasón que
se halle en las proximidades. Debía de tener unos diez años cuando empecé a cogerla bajo la capa de
mi protección. Mis otras amigas la encontraban aburrida y, si yo hubiese hecho la menor señal, con
gusto le habrían amargado la vida con el ancestral ritual con que se practicaba el tormento en el patio
de un colegio. Pero no la hice. Yo permitía a Marie que trotase tras de mí, como un fiel perrito
faldero, y les decía a las otras que la encontraba útil, lo cual era bastante verdad y, sin embargo, no
toda la verdad. Yo era la chica más guapa del colegio y con mucho la más influyente; mi palabra era
ley. Y Marie siguió siendo mi amiga mucho después de que las demás se hubieron reintegrado a sus
hogares diseminados por toda Normandía, y hubiesen dejado de escribir.
La carta que yo estaba abriendo era típica de Marie -repleta de torpes meteduras de pata y de
sentimientos erróneos dictados directamente desde el corazón, pero que probablemente mejor hubiera
sido no expresarlos'. Nos rogaba que fuésemos a pasar unos días con ella y su familia a Sto Martinde-
Boscherville y, al pasarle la carta a Charles por encima de la mesa, le oígruñir. Sin embargo, le dirigí
una mirada y se quedó silencioso, y, al final de la semana, nos trasladamos a Boscherville.
Charles sobrevivió dos días a la abrumadora hospitalidad de los Perrault antes de decidir que
había un contrato que requería su urgente presencia en Ruán. Y la misma tarde en que marchó, Marie
y yo descubrimos que la casa aislada de paredes de piedra que había en las afueras del pueblo estaba
en venta.
Tenía los muros cubiertos de hiedra y, aunque estaba en mal estado, era poco práctica para vivir
en ella y tenía el jardín y la huerta muy abandonados, pues su anterior ocupante era una persona
mayor..., me enamoré de ella en el acto.
-Está demasiado lejos de Ruán -dijo Charles horrorizado cuando volvió.
-Es muy bonita -murmuré.
-Hay que hacerle mucha obra.
-No me importa. ¡Oh, Charles!, ¡me gusta tanto esa casa! Es tan..., tan romántica.
Suspiró y advertí que el sol hacía resaltar las hebras plateadas que empezaban entonces a
salpicarle el cabello, negro como el azabache.
-Bueno, vaya -dijo con su consabido aire de resignada indulgencia-. Si es romántica, entonces
supongo que no tendremos más remedio que adquirirla.
Y así es como llegamos al adormilado pueblo de Boscherville.
Para mayo la vieja casa estaba completamente restaurada y amueblada en el más moderno estilo
parisino.
Era un palacete perfecto que esperaba la llegada de mi perfecto principito.
El 13 de mayo de 1831 es un día que nunca olvidaré.
Hacía calor, un calor desusado para principios de mayo, y yo estaba tumbada en el sofá como una
ballena impelida a una playa, abanicándome y pidiendo limonadas a la muchacha.
Estaba cansada y de mal humor. Mi perra de aguas de dos años, Sacha, no paraba de brincar
fastidiosamente por el salón, y dejaba caer su pelota al lado de mi sofá, meneando la cola con la
esperanza de que la cogiese.
-Hace demasiado calor para salir al jardín -gruñí-. Tendrás sencillamente que esperar a que llegue
Marie. ¡Oh, Sacha, vete de una vez! ¡Simonette! ¡Simonette!
Simonette apareció en el umbral de la puerta ajustándose precipitada mente el delantal.
-Sí, ¿señora?
-Llévate fuera a esta estúpida perra y no la vuelvas a dejar que entre hasta que venga la señorita
Perrault a llevársela de paseo.
En el alegre correteo que siguió, se cayó al suelo mi nueva lámpara de mesa, haciéndose añicos la
pantalla de cristal blanco y desparramándose el aceite de colza en la alfombra. El grito de furia que
proferí hizo que saliesen de la habitación tanto la perra como la criada. Estaba a cuatro patas limpiando
torpe e ineficazmente el desastre cuando llegó Marie.
-¡Está destrozada! -sollocé furiosa-. ¡Mi preciosa alfombra nueva se ha estropeado!
-No, no lo está --dijo Marie con su irritante sensatez-. No es más que una mancha. Si ponemos
esta alfombrilla encima de la mancha nadie sabrá que la hay.
- Yo no quiero una alfombrilla allí! --dije puerilmente-. Desequilibra todo el cuarto. Tendré que
poner otra alfombra.
Se sentó sobre los talones con su feo vestido de muselina y me miró pensativamente.
-Sabes, Madeleine, no es necesario. Yo en tu caso la dejaría como está. A nadie le gusta vivir en
una casa perfecta toda la vida, y menos aún a un niño pequeño.
La miré con furia y, cuando estaba a punto de decide que mi hijo nunca soñaría con retozar por
mi bonita casa, tirándome cosas en la mejor alfombra, el niño me dio una patada con tanta violencia
debajo del corazón que pegué un resoplido de la impresión.
-¡Nadie te ha pedido tu opinión, so bruto! -susurré medio enfadada, medio divertida, por este
sorprendente recordatorio de su invisible presencia.
Pero Marie no sonrió, como yo había esperado que hiciera. Por el contrario, se dio la vuelta con
cara de mucha preocupación.
-No creo que debieras decir semejante cosa, Madeleine. Mamá dice que da muy mala suerte
hablar contra los que no han nacido.
-Oh, no seas tan boba! --dije con guasa-. No puede oírme.
-No --dijo con desasosiego--, pero Dios sí.
Me reí de ella recobrando de repente todo mi buen humor con su absurda superstición.
-Dios tiene mejores cosas que hacer que escuchar a escondidas a los fieles -afirmé con seguridad-.
Piensa en todos los realmente malvados que hay en el mundo: en todos los asesinos, en las rameras y
en los paganos...
La conversación derivó hacia otros temas y, para cuando Marie se fue, yo me había olvidado del
todo de mi enojo. A Charles no le importaría que yo pusiese una alfombra nueva. "Lo que quieras,
amor mío", diría si se lo pedía; "lo que te haga feliz". Y aunque estaba muy gorda e incómoda, probablemente
me las podría ingeniar para ir a Ruán antes del parto.
Estaba empezando a refrescar, un viento agradable entraba por los ventanales abiertos. A Sacha
se le permitió volver al cuarto y, agotada por el paseo, se quedó dormida en mi regazo. Observé
entonces cómo le vibraba continuamente la cabeza al ritmo de las fuertes patadas del niño...; estaba
muy inquieto esa noche, pensé con complacencia. Siempre hablábamos del bebé que iba a nacer en
masculino. Charles me había suspendido el anillo de casada sobre el abdomen con un hilo de algodón
e insistía en que era un niño.
Yo sabía lo mucho que deseaba tener un hijo; un hijo que le siguiese como maestro de obras...
A través de la puerta entreabierta oía medio adormilada los ruidos que hacía Simonette al
preparar la cena. Yo sabía que Charles llegaría tarde a casa. Había aceptado un lucrativo contrato para
la construcción de una enorme mansión en las afueras de Ruán y sus hombres estaban aprovechando
que las tardes eran largas. No le esperaba antes del anochecer.
El reloj de la repisa del vestíbulo estaba dando las seis, el sol seguía penetrando a raudales por las
ventanas, reflejándose en forma de celosía sobre la alfombra que yo pensaba cambiar, cuando le
trajeron a casa en una improvisada camilla...
Había habido un accidente en el solar de la obra; un pedazo de mampostería se había
desprendido. Me aseguraron que no era culpa de nadie, que no se podía responsabilizar a nadie, como
si esperasen que eso fuese una especie de consuelo.
Vino el médico, y poco después el sacerdote.
De repente mi casa se vio invadida de gente que murmuraba trivialidades sobre el niño, el niño
que iba a tener para consolarme de mi inesperada aflicción.
La tarde del día en que enterramos a Charles estuve tumbada sola en nuestra cama -nuestra
magnífica cama nueva que había sido un regalo de bodas de mis padres-, y sentí la nueva vida palpitar
en mi abultado vientre.
Recuerdo que entonces oré para tener un hijo, un hijo que me recordase a Charles.
Bueno, pues ahora ya lo tenía...
Ya habían pasado unas cuantas horas desde que había venido al mundo y poco a poco me fui
dando cuenta de que despuntaba un nuevo día por las ventanas abiertas.
Y con la luz volví a oír las primeras notas quejumbrosas de aquel grito que, a modo de una sirena,
se me enroscaba en el cerebro como la caricia de un amante. Me apreté las manos contra las orejas,
pero no conseguí impedir que me llegase; y supe que, incluso si salía corriendo al rincón más remoto
del mundo, no podría escaparme de él. El sonido seguiría allí en mi cabeza, volviéndome loca de
pena.
Con fatigada resignación volví a la cama y cubrí la horrible cara con un pañuelo. Al no verle
encontré que era capaz de controlar mi repugnancia lo suficiente como para manejarle.
Arrastrándome escaleras abajo, hallé un poco de leche en la cocina y la calenté.
Más tarde, mientras él dormía en un cuarto bañado por el sol de verano, yo me senté en una silla
y me puse a confeccionar la primera prenda que utilizó.
Una máscara...
Clair

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