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jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 15)

Este es un buen momento para aclarar que la traducción no es mía... pero en realidad ni si quiera estoy segura de donde lo saque.. XD El caso es que me da una enorme alegría poderles compartir este libro, aunque sea de poco en poco... ¿O no tan poco? Recuerden... que este es mi libro favorito.

4
Aunque pueda parecer extraño, una vez que hube ganado esa pequeña porción de libertad, dejé de
pensar en escapanne. Había pasado toda la vida apartado del mundo exterior, y todavía ignoraba
demasiado sus usos y costumbres como para sobrevivir solo. A lo que aspiraba era a comer a intervalos
regulares y a tener algún tipo de techo sobre la cabeza; Javert me proporcionaba las necesidades
básicas de la vida y yo decidí permanecer obedientemente a su lado por razones muy parecidas a las
que atan a un perro extraviado a un amo cruel. Su autoridad era el límite de mi mundo en un momento
en que era todavía lo suficientemente infantil como para necesitar ese límite y la sensación de orden y
lugar que ofrecían. Yo le pertenecía; tal vez por no mejor razón que el hecho de que sentía la
necesidad de pertenecer.
El trasladarme de un lugar a otro se convirtió en parte integral de mi vida, y pronto aprendí a
aceptar el instintivo nomadismo de los gitanos y a asimilar su filosofía. Pronto aprendí a reconocer las
señales que otros viajeros gitanos habían dejado en su camino, señales que pasan inadvertidas para los
ojos de los no iniciados. Una ramita de abedul indicaba peligro más allá; unas plumas blancas, la
presencia de gallinas en la zona; las ramas de abeto anunciaban una boda. En silencio y observando,
pronto estuve tan impregnado de las costumbres y de la sabiduría calés como cualquier gitano nacido
en un camino.
Cuando descubrieron que mis ojos se adaptaban a la oscuridad mejor que los de un gato, pronto
me eligieron para la antigua usanza de la chiving drav. En la tienda de una vieja desdentada, famosa
por su conocimiento de las hierbas, me enseñaron cómo preparar un veneno que podía matar a un
cerdo sin contaminarle la sangre. Y luego, en las altas horas de la noche, me enviaban para que
entrase subrepticiamente en una granja vecina a fin de administrar el veneno a algún desgraciado
animal. La mayoría de los gitanos no roban de noche por miedo a encontrarse a los espíritus de los
muertos, pero, como Javert señaló con el ingenio del borracho, no era probable que los muertos se
opusieran a mi presencia. A la mañana siguiente, cuando el granjero se esforzaba por comprender la
misteriosa defunción de su cerdo, uno de la tribu aparecía en su puerta mendigando comida. Casi
invariablemente le regalaban el cadáver, ya que el granjero se solía sentir impaciente por quitárselo de
encima, temeroso de que la muerte fuese el anuncio de un brote de alguna enfermedad mortal.
Yo detestaba aquella práctica, y nunca comía la carne conseguida por ese procedimiento, y llegó a
conocerse como una excentricidad mía que prefería pasar hambre antes que compartir semejante
comida. Y con el tiempo, a medida que las actuaciones en mi tienda se fueron haciendo más profesionales
y lucrativas, me negué a llevar a cabo aquella nada grata tarea. La noche en que tiré el vial
de drav a la hoguera del campamento y comuniqué a la tribu que en adelante se procurasen ellos su
abyecta carroña, fue un extraño momento crucial. Nadie se movió para castigarme, nadie me tiró al
suelo por mi desobediencia; y fue entonces cuando de repente me di cuenta de que no estaba
desprovisto de poder.
¡Poder!
El concepto empezó a atraerme cada vez más a medida que iba perfeccionando mi habilidad
como ventrílocuo y me quedaba sentado hasta bien entrada la noche a fin de idear trucos de magia
cada vez más complejos para encandilar a las masas. Cuando habían pasado dos veranos con los
gitanos mi fama empezaba ya a ir por delante de mí y, como resultado, el campamento iba
prosperando inusitadamente. Yo era la principal atracción de la feria: la gente venía desde lejísimos
para verme actuar. Y aunque seguía detestando el momento de quitarme la máscara, había cierta
satisfacción en la silenciosa estupefacción con que se acogían mi canto y mis actuaciones como
prestidigitador.
¡Poder!
Una vez que empecé a buscarlo activamente, el poder me llegaba de muchas formas curiosas e
inesperadas. Mi período de aprendizaje en la tienda de la hechicera me había despertado un gran
interés por las propiedades de las hierbas que ella vendía en todas las ferias. Tenía remedios para
todos los trastornos humanos imaginables y, como todo lo que hiciese sufrir a la raza humana me
producía inevitablemente una apasionante fascinación, empecé a estudiar sus artes con disimulada
aplicación. Ella era lo bastante fea como para no verse muy perturbada por mi presencia y me parece
que se sentía halagada por mis preguntas. Sin embargo, cuando empecé a experimentar con remedios
seguros y de confianza, se puso furiosa y me amenazó con echarme una maldición. Creo que eso
hubiese sido el final de mi aprendizaje, pero esa misma noche se vio aquejada de una fiebre que no
respondía a ninguna de sus recetas ya probadas. Corrió entonces el rumor por el campamento de que
se estaba muriendo de un contagio mortal y, con una lógica fría y despiadada, la tribu retiró sus
tiendas a una distancia más prudencial.
-Pero tiene que haber alguien que vaya allí -protesté con desasosiego. Javert levantó la vista algo
sorprendido del palo que estaba afilando. -No se puede hacer nada con una fiebre mortal -me dijo
tranquilamente-. Es una cuestión de sentido común el mantenerse alejado.
Una extraña furia se apoderó de mí, una furia que no debía prácticamente nada a la compasión,
pero sí mucho a la incompetencia de los mortales y a la autocomplacencia. No había nada mejor para
hacer que apareciese un demonio en mi mente que decirme algo que no podía hacerse.
La imposibilidad no era un concepto que yo reconociese.
Me puse de pie despacio, sin decir ni una palabra de mis intenciones, y crucé el claro hasta la
tienda de la anciana.
Al verla comprendí que estaba muy mal y sentí la misma frustración que había experimentado en
cierta ocasión en que desmonté los relojes de mi madre: era una increíble irritación ante mi propia
incapacidad y limitada pericia.
Bueno..., pues había llegado muy pronto a dominar el mecanismo de un reloj. Y esta vez no me
iba a dejar vencer tampoco...; por supuesto que no iba a consentírselo a una abyecta peste invisible a
simple vista.
No me movía ningún sentimiento humanitario ni afectivo. Aquello era sencillamente un reto que
no podía resistir.
Mientras la mujer yacía en su jergón gimiendo, sin estar en absoluto consciente de mi presencia,
saqué los viejos cazos de cobre y empecé a calentar una infusión mía...
Vivió.
Pero la infección se propagó por todo el campamento, afectando a casi la mitad de los robustos
niños gitanos, que apenas habían pasado un día enfermos en su vida. Aquéllos a los que se trató con
las infusiones tradicionales, perecieron; los tres tratados con las mías, vivieron.
La suerte del principiante, tal vez; pero las leyendas nacen de tan extrañas y oportunas
coincidencias como aquélla. Y después de aquel incidente, la tribu empezó a tratarme con un
circunspecto respeto que iba en aumento. En todo el campamento, plagado de supersticiones, se
empezó a explicar que mis artes, que iban en rápida expansión, se debían a un talento natural para
manejar las fuerzas ocultas. En torno al fuego del campamento corrió la historia de que yo era el sabio
de una antigua leyenda gitana, el décimo graduado de la Escuela de Hechicería, al que se había
castigado a hacer de aprendiz del diablo. Se decía que yo conocía todos los secretos de la naturaleza y
de la magia, que cabalgaba en un dragón que vivía en lo alto de las montañas de Hermanstadt y que
dormía en la caldera en la que se elaboraba el trueno.
El cambio en mi situación fue sorprendente. Los niños pequeños ya no me tiraban piedras ni me
canturreaban motes cuando aparecía. Si pasaba delante de sus tiendas de día, se alejaban de mí
corriendo, como si yo fuese el demonio en persona, y llamaban a gritos a sus madres, que ahora
utilizaban mi nombre como la última amenaza para forzarles a obedecer.
-¡Calla! O si no vendrá Erik y te llevará a su tienda y no se te volverá a ver.
Los chicos de mi edad, que me habían hecho la vida de lo más desgraciada durante mis primeros
meses con la tribu, ahora me dejaban en paz, temiendo una terrible reprimenda si me enojaban. Y
como era cómodo verme libre de su tormento, hacía todo lo que estaba a mi alcance para fomentar el
crecimiento de mi siniestra reputación.
¡Poder!
Estaba empezando a cogerle gusto, bastante gusto, a considerarlo como un satisfactorio sustituto
de la felicidad..., del amor.
Para cuando ya llevaba tres veranos con los gitanos, estaba agradablemente consciente de que
todos en el campamento me miraban con cierto grado de infundado terror.
Sí..., todos me tenían miedo por entonces; todos excepto Javert. Por mucha leyenda que fuese, yo
era todavía su criatura.
Y no me dejaba olvidarlo ni por un momento.
Clairie

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