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jueves, 25 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 11)

Este es el capítulo final acerca de Madeleine... es hermoso.
11
Una curiosa satisfacción me invadió cuando finalmente me abandoné al ensueño y dejé de actuar
con la pretensión de estar cuerda; cuando acepté que el cielo al fin había tenido compasión de mi
lamentable situación y me había enviado el precioso y perfecto niño que Charles me había prometido;
cuando acepté que tenía dos hijos.
Uno era un monstruo, un genio de dimensiones inhumanas y aterradoras; pero el otro era tan
encantadoramente normal como yo hubiera deseado siempre y su cuidado era mi apasionada
obsesión. No soportaba separarme de él.
Aunque parezca extraño, Erik no se mostraba celoso de este nuevo intruso. A petición mía bajó la
vieja cuna de la buhardilla a mi alcoba sin una protesta, y me vio acariciar la madera tallada después
de colocarla alIado de mi cama.
-Ahora estás feliz -dijo tranquilamente-. Ya no querrás casarte con el doctor Barye ahora que
tienes el bebé...; tendrás que quedarte a cuislarle, ¿verdad?
Asentí con la cabeza soñadoramente al inc1inarme sobre la cuna para arreglar la colcha de encaje.
Al cabo de un momento me acordé de darle las gracias por haber sido tan servicial.
-Si soy servicial no me echarás, ¿verdad? -insistió--. Me dejarás quedarme aquí con vosotros dos.
-Sí -dije distraída-, supongo que sí...
Dio un pequeño suspiro que yo no podría decir si de alivio o de satisfacción. Me parece que
permaneció por allí durante un rato observándome. Y no me di cuenta de en qué momento se
escabulló silenciosamente del cuarto.
Cuando Marie se levantó de la silla y se me quedó mirando fijamente, tenía la cara tan blanca
como el cuello de su vestido. No podía imaginarme por qué había de mirarme así. Yo tan sólo le
había preguntado si quería ver al nene.
No respondió, siguió sencillamente mirándome, y yo me pregunté, Sorprendida, si es que tendría
celos. La vi entonces cruzar la habitación a tientas hasta el piano al que Erik estaba sentado,
observándonos.
-Tu madre está muy enferma -le oí decirle en voz baja muy forzada-, voy a avisar al doctor Barye
para que venga y la vea inmediatamente.
-No debe usted hacer eso --dijo Erik con firmeza-. A mi madre no le gusta el doctor Barye y no
quiere que venga aquí a casa. Si le trae usted, yo no le dejaré entrar.
-Erik... -protestó con indecisión-, tienes que comprender que... -Señorita, creo que ahora debe
usted marcharse.
La voz de Erik interrumpió el tono vacilante de Marie con arrolladora autoridad y yo la vi mirarle
durante un momento con una incredulidad que bordeaba el miedo. Luego, de repente, se volvió
precipitadamente hacia mí y empezó a sacudirme por el brazo.
-Madeleine..., escúchame. Voy a cogerte la capa y llevarte inmediatamente al pueblo. Voy a...
La voz se le quebró y emitió un sofocado grito de terror al cogerle Erik la muñeca con sus largos
dedos.
-Creo que ahora debe marcharse -repitió amenazadoramente-.Quiero que se marche.
Ella se soltó de las manos del chico y recobró el equilibrio apoyándose contra la repisa de la
chimenea, y yo observé con distraída curiosidad que se había echado a llorar.
-Tengo que contárselo al doctor Barye --dijo febrilmente entre dientes-, tengo que contarle las
cosas tan terribles que están sucediendo bajo este techo.
-Ella no quiere que venga --la vi retroceder cuando Erik se dirigió con decisión hacia ella-. Y no
la quiere a usted tampoco..., entrometiéndose..., haciendo preguntas...; usted la cansa.
Marie dejó de llorar y me miró como si no pudiese creer que yo no hiciese el menor gesto para
reprenderle por su sorprendente insolencia. Cuando Erik le trajo la capa y se la entregó, ella la cogió
sin decir ni una palabra más y salió de la habitación siguiéndole como una sonámbula.
-No debe preocuparse usted -le oí decir con calma al abrirle la puerta de la calle-. Mi madre está
muy bien, pero ya no quiere tener visitas. Adiós, señorita. Y gracias por haber venido.
Si ella respondió algo, yo no lo oí. Sin embargo, sí percibí, con tranquila indiferencia, el ruido de
la llave dando la vuelta en la cerradura y el correr de los cerrojos. Finalmente, Erik: volvió a la
habitación y se puso al lado de mi silla, mirándome solícito.
-¿Quieres que te toque algo? -preguntó.
-Sí -dije soñadoramente-, Mozart... El concierto de piano en do mayor.
Se sentó al piano y comenzó la cadenza, tocando de memoria con la brillantez y facilidad que le
eran habituales y envolviéndome en un acogedor capullo de lánguido sonido que me apartaba, como
flotando, aún más lejos, de la realidad. En ese momento no pensaba en nada, no deseaba más que me
dejasen en paz en un mundo enteramente forjado por su imaginación.
El día transcurría, como empezaban a transcurrir todos mis días, en una bruma, tranquila e
incuestionable, de subordinación. Todas las decisiones y los pensamientos conscientes me habían sido
arrebatados; yo era tan sólo un espectador satisfecho, capaz de observar las cosas con una extraña
indiferencia.
Erik estuvo todo el día sentado trabajando en una serie de dibujos para un edificio distinto a todo
lo que yo había visto hasta entonces; un edificio tan extraordinario y extraño que no eran más que
elevaciones -la fachada, la parte de atrás y los laterales-, lo que me hacía reconocerlo como construcción.
Yo esperaba pacientemente que terminase y que empezase a tocar para mí de nuevo, pero
estaba transportado por un fiero y elemental frenesí de creatividad que no me atrevía a interrumpir.
Emburuñó una y otra vez las hojas de papel, tirándolas al fuego con airada frustración. Y cuando
Sacha se puso a gimotear para que le hiciese caso y le tocó la mano con la pata, cogió a la perra con
impaciencia y la sacó al oscuro jardín.
Esta última acción estaba tan enteramente fuera de lo normal, que traspasó el sopor que me
producía el letargo que me tenía abstraída. En ese momento le vi de súbito como el hombre adulto
que llegaría a ser, totalmente cautivado por su obsesiva búsqueda de la perfección, imponente y
temible en su implacable camino hacia la creación. Cumpliría nueve años ese verano y ya estaba
impregnado de la atemorizada y desconcertante majestad de los antiguos dioses griegos. Llegaría un
tiempo, como el padre Mansart había pronosticado, en que no aceptaría ya las barreras que limitan y
unen a la raza humana. Él sería su propia ley, imperturbable ante las aburridas "razones morales del
mal y del bien.
Un alma enteramente perdida para Dios.
Se había hecho de noche cuando con un suspiro de agotadora satisfacción dejó finalmente la
plomada en la mesa. Le vi entonces dirigir automáticamente la vista hacia la chimenea y detenerse
sorprendido.
-¿Dónde está Sacha? -preguntó preocupado.
-En el jardín --dije frunciendo el entrecejo--. ¿No te acuerdas, Erik?
Te estaba molestando...
-No debes echada al jardín por la noche, madre. Hace demasiado frío para ella ahora que es vieja.
Permanecí sentada en la silla, juzgada y condenada por su inquebrantable seguridad, y
confusamente preocupada por aquel fallo de su memoria.
¿Se olvidaría de ahora en adelante de los hechos que no deseaba recordar?
Antes de. poder reponerme lo suficiente como para responder a su acusación, el apagado gimoteo
de delante de la puerta de entrada se transformó en un frenesí de ladridos al abandonar Sacha su
paciente vigilancia en los escalones de entrada y abalanzarse hacia la cancela.
-¡Mirad! -gritó una voz en la calle-. jAhí está el perro del monstruo!
A través de la ventana vislumbré la luz de algunos faroles y, un momento después, empezó a caer
una lluvia de piedras en dirección a la cancela. Cuando Sacha dio un alarido de dolor, Erik se puso de
pie de un salto y se precipitó hacia la puerta, pero yo llegué primero.
-¡No! -chillé-. ¿No ves que están tratando de hacer qué salgas? Te matarán si sales ahí fuera
donde ellos están... ¡Erik!
La cólera se reflejaba en los ojos de detrás de la máscara, que eran como un demencial destello
amarillo. Al apartarme él hacia un lado, con una violencia que me cortó la respiración, me di con la
cabeza en el poste de la barandilla de la escalera. Durante unds momentos me quedé demasiado
aturdida como para hacer nada salvo encogerme de miedo en el suelo, escuchando con desconfiado
horror las peligrosas voces de la muchedumbre y la temerosa ira de Erik.
Risas y gritos..., el agudo grito de dolor de un hombre... los ladridos frenéticos de Sacha
elevándose a un crescendo y acabando en un prolongado y lastimero alarido de dolor.
y luego el chillido de enloquecida angustia de Erik. -¡Os mataré! ¡Os mataré a todos!
Poniéndome de pie medio mareada, me fui tambaleando hasta la puerta abierta, pero los faroles ya
se alejaban oscilantes y agitados calle abajo, ahuyentados por la demoniaca ira de un niño ultrajado.
Cuando Erik volvía penosamente por el pavimentado camino con Sacha en los brazos, me di cuenta al
momento, por el antinatural ángulo en que tenía la perra la cabeza, que se la habían partido de un
golpe salvaje.
Yo le extendí la mano, pero Erik pasó de largo ante mí como si yo no existiera. Anonadada por la
impresión, le seguí a la cocina, donde le encontré arrodillado alIado del revoltijo de pelo
ensangrentado, temblándole los estrechos hombros con la violencia del llanto.
A la luz de la lámpara de aceite pude percibir que se le había roto la máscara en la refriega y que
le habían hecho varias cortaduras en su amarillenta tez. La sangre se le estaba metiendo en los ojos y,
al levantar la mano para limpiársela, se me cortó la r_spiración. La sangre de la camisa no era de
Sacha, como había pensado al principio. La mancha iba en aumento, brotando hacia fuera, alimentada
por una herida de cuchillo que no se veía. Me invadió una gélida serenidad al ponerle una mano
temblorosa en la manga.
-Ven -susurré-, ya no puedes hacer nada por Sacha.
-Tengo que enterrarla -dijo con apagada desesperación-. Tengo que enterrarla y cantarle el
réquiem.
-¡No puedes! -dije en voz baja, horrorizada.
-Va a tener un réquiem! -sollozó--. Un réquiem para que su alma vaya con Dios!
-Sí -dije precipitadamente, pidiendo en silencio que se me perdonase por admitir semejante
blasfemia-. Pero no esta noche. Te han acuchillado, Erik, ¿no te das cuenta? Tienes que venir y estar
tranquilo mientras te curo la herida.
-Tengo que enterrarla -repitió como si no hubiese oído una palabra de lo que yo había dicho. Se
puso de pie tambaleándose y, aunque la mancha roja de la camisa se iba extendiendo alarmantemente,
yo sabía que no podía impedírselo. Aunque herido y destrozado por la pena, era aún más fuerte que
yo y, por tanto, aún capaz de lanzarme al otro lado del cuarto si yo oponía resistencia a su salvaje
determinación.
Cogiendo un farol, le alumbré el camino hasta la huerta de detrás de la casa sin decir ni una
palabra más.
Lloré al verle esforzarse por abrir una fosa en el suelo, que estaba duro como el hierro. No me
permitió que le ayudase, y yo me acurruqué en la hierba al lado del cuerpo de Sacha, que poco a poco
iba poniéndose rígido, acariciándola el tupido pelo y estremeciéndome de dolor ante la fatigosa respiración
de Erik. Al escuchar las temblorosas notas del Dies Irae, cerré los ojos y agarré el crucifijo
que llevaba al cuello.
-¡Perdónale, Padre..., perdónale! No es más que un niño airado. No comprende que está pecando...
Cuando hubo acabado, Erik volvió a trompicones a casa y se derrumbó en el sofá de la sala. Yo le
desgarré la camisa empapada, pero había tanta sangre que no pude localizar en seguida el sitio de la
herida, y entonces sentí que el pánico me iba envolviendo.
-¡Madeleine!
Me volví con alivio para encontrarme con Etienne en el umbral de la puerta abierta con el
sombrero en una mano y su cartera en la otra. De una zancada se puso a mi lado, inclinándose sobre
el sofá, alarmado. -¿Quién ha hecho esto? -preguntó con fría indignación.
-No sé. Hubo un gentío..., hombres, chicos... Mataron a la perra. Luchó contra ellos y entonces...
Oh, Dios mío, Etienne, ¿es grave?
Frunció el entrecejo mientras reconocía la herida con hábiles dedos. -No le ha alcanzado el
pulmón, ha tenido mucha suerte. Por favor, calienta agua y trae algo de sal.
Hice lo que me decía y volví para asistir, llena de preocupación, a Etienne curando a mi hijo con
consumada habilidad. Estaba muy tranquilo y en su actuación no había indicio de que este paciente
fuese diferente a los demás en ningún aspecto.
Erik yacía muy quieto, observándole con cautelosa hostilidad.
-¿Es usted el doctor Barye? -preguntó con recelo.
Etienne lo afirmó con una breve sonrisa.
-¿Por qué me está ayudando?
-Soy médico -dijo Etienne con benévola paciencia, lo que me cogió del todo por sorpresa-. Es mi
deber ayudar a los que necesitan mis conocimientos. Has sido un chico muy valiente, Erik. Voy a
darte algo que te va a hacer dormir.
Me sorprendió, pero me sentí aliviada, que Erik aceptase la medicina sin un murmullo de protesta
y, a los pocos minutos, su respiración se hizo normal y los ojos se le cerraron de cansancio.
Etienne cerró la cartera y se quedó mirando la cara del almohadón. Entonces, como ya no se
escondía tras las barreras de su dignidad profesional, pude apreciar el horror y la compasión, así como
la incredulidad, que le habían aflorado a los ojos. Extendió la mano y me cogió la mía distraídamente.
-Nunca he visto nada semejante -dijo despacio-. No es un simple caso de desfiguración..., es casi
como...
Se quedó callado tratando de encontrar palabras e ideas que estaban fuera del alcance de su aguda
mente, y yo me di cuenta de la profunda frustración de un hombre cuya clarividencia interior
comprueba que los límites entre el lenguaje y el conocimiento existente son insuperables.
-Lamarck señaló dos leyes que gobiernan la ascendencia de la vida a estadios superiores -le oí
decirse entre dientes-. ¿Es posible que pueda existir otro factor determinante..., la alteración
espontánea de una forma viva?
Sus reflexiones iban más allá de lo que yo podía entender y, al cabo de un momento, abandonó la
vana lucha por poder expresarse y vino a rodearme con el brazo.
-No puedo disculpar el comportamiento del pueblo, pero, ahora, al menos puedo comprenderlo.
Madeleine, no es posible que continúes teniéndole escondido en casa, no te volverán a dejar en paz
después de esto. Por su bien, tienes que permitirme que le ponga en un lugar seguro.
-¿Una institución..., un manicomio para locos?
Me cubrí la cara con las manos, pero Etienne me las retiró suavemente y me obligó a mirarle.
-Tienes que enfrentarte con la verdad, amor mío. No puedes mantenerle encerrado por más
tiempo entre estas cuatro paredes. Ya me han contado lo suficiente como para saber que ya no puedes
controlarle. Con razón o sin ella, el pueblo le teme y dondequiera que trates de llevarle será lo mismo:
odio, persecución..., violencia. Esta vez fue el perro, la próxima vez podías ser tú. Tienes que pensar
en tu propia seguridad..., tu propia salud mental.
-¿Salud mental? -susurré preocupada.
Sacudió la cabeza afirmativamenté con seriedad.
-Marie Perrault me vino a ver esta tarde. Estaba muy preocupada por ti, Madeleine, y me rogó que
viniese a verte. ¿Por qué otra razón crees que hubiese venido aquí sin invitarme?
Traté de apartarme de él, pero me cogió por el brazo.
-No estoy dispuesto a permanecer al margen viendo cómo te vuelves loca por causa de un
anómalo accidente de la naturaleza. Lo siento mucho por el chico, pero no hay nada que yo pueda
hacer por él salvo ponerle fuera del alcance de los ignorantes.
-Etienne...
-No..., escúchame, ¡escúchame! Déjame hacer los arreglos necesaos y, cuando esté todo hecho,
nos vamos de aquí, lejos, donde nadie te mozca, a un lugar donde puedas empezar a olvidar. Te amo,
Madeleine sé que tú me amas también. No hay razón en el mundo por la que no podamos forjamos
una vida juntos una vez que te hayas liberado de este monstruoso peso.
Erik se removió en el sofá con un gemido de amodorramiento.
-¿Puede oírnos? -pregunté angustiada.
-Me sorprendería mucho que pudiera. Le he dado el suficiente láudano como para hacerle dormir
veinticuatro horas.
Aun así yo estaba inquieta. Cogiéndole el sombrero y la cartera le hice salir al vestíbulo y cerré la
puerta y, una vez allí, le entregué sus cosas y le pedí que se fuera.
-Madeleine -suspiró--, no has escuchado ni una palabra de lo que he dicho.
-Sí, sí, he escuchado --dije con tristeza-; he escuchado y he comprendido... y he tomado una
decisión. Si hiciese lo que sugieres, sé que lo único que conseguiría sería odiarme a mí misma... y,
con el tiempo, empezaría a odiarte a ti. Márchate de Boscherville, Etienne...; vete en seguida y
olvídate de que me has conocido. Eso es lo único que puedo hacer ahora, porque no voy a abandonar
a mi hijo. Ni siquiera por ti.
Me miró con desesperación.
-La comadrona no tenía derecho a dejarle vivir --dijo sombríamente-. Si yo hubiese asistido a su
nacimiento, no hubiese llegado a respirar ni una vez.
Sonreí débilmente y le toqué la mano.
-No habrías hecho eso, Etienne. Le habrías salvado entonces, como le has salvado ahora. Eres un
buen católico.
-¡Pero soy un mal médico! --dijo con irritación-. Un mal médico y un gran estúpido.
Yo no dije nada. Se puso el sombrero con dignidad y abrió la puerta de la calle.
-Vuelvo a París al final de mes -me dijo con firmeza-. Si cambias de idea entretanto, ya sabes
dónde encontrarme.
-No voy a cambiar de idea.
Extendió la mano y me tocó la mejilla con suavidad.
-No --dijo con tristeza-, ya sé que no vas a cambiar.
Me miró con pesar un momento más, y luego se fue, alejándose a gran_ des zancadas entre las
ondulantes hayas sin mirar ni una sola vez hacia atrás.
Tenía lágrimas en los ojos cuando cerré la puerta, pero mis movimientos habían adquirido una
firmeza y una serenidad nuevas, pues ya no obraba como una sonámbula en trance. El sueño se había
desvanecido, ahora yo estaba despierta.
Al volver a la sala tapé a Erik con una manta; no se movió y yo pensé que estaba profundamente
dormido. Una extraña calma me invadió al mirarle, una curiosa sensación de conformidad. Por
primera vez desde su nacimiento estaba en paz conmigo misma.
Levanté la figura del pastorcillo de la silla donde la había dejado con el pánico del momento y la
coloqué sin emoción en la repisa de la chimenea, que es donde debía estar. Ya no tenía poder para
conmoverme, yo ya no era su estúpida esclava.
Yo no tenía más que un hijo. Un hijo cuya mente yo había deformado y retorcido, cuyo afecto ya
había rechazado y cuyo corazón yo había partido repetidas veces. Pero no le quería muerto ni quería
que le encerrasen.
No quería estas cosas porque le amaba.
Más que a Etienne; y entonces, finalmente, más que a mí misma. Cuando me miré en el espejo de
mano de mi cuarto ya no vi a una niña mimada e incapaz pensando amargamente sobre la crueldad de
su destino. Por primera vez vi a una mujer adulta en su lugar.
No podía ser demasiado tarde para reparar el mal que había hecho. No permitiría que fuese
demasiado tarde. Mañana, ante sus ojos, reuniría todas las máscaras y las tiraría al fuego.
El sol me despertó, rozándome la cara como una suave caricia. Sentándome en la cama
sobresaltada, miré el reloj y vi, preocupada, que era ya muy entrada la mañana. La noche antes había
caído en la cama como una nadadora agotada que ha luchado por llegar a una orilla lejana, y había
dormido como un lirón durante casi doce horas. Echándome una toquilla por los hombros bajé a toda
velocidad a la sala donde las pesadas cortinas seguían echadas.
A pesar de la oscuridad me di cuenta en seguida de que el cuarto estaba vacío.
-¡Erik!
Mi voz retumbó de manera siniestra en el deprimente silencio, y mis pisadas, a pesar de que iba
con zapatillas, parecían anormalmente sonoras cuando volví a subir las escaleras corriendo.
-Erik, ¿dónde estás?
Cuando abrí de golpe la puerta de su cuarto, unos brillantes y cegadores haces de luz me dieron de
lleno en la cara, obligándome a protegerme los ojos deslumbrados con un grito sofocado. Tardé unos
momentos en darme cuenta de la causa de estos deslumbrantes rayos, y entonces vi que su extraña
colección de espejos había sido colocada en ángulos alrededor de los restos del pastorcillo roto, a fin
de reflejar una serie de macabras imágenes que me dejaron sin aliento.
Me arrodillé al sol al lado del altar mayor de la imaginación de un niño y me quedé mirando
estúpidamente un mensaje tan claro, tan inequívoco, como si hubiese estado escrito con sangre en el
espejo. Me di cuenta entonces que la figura no la había roto en un arranque de rabia, sino que la había
cortado con un cortacristales con una precisión ritual que dejaba la cabeza, los brazos y las piernas
obviamente intactos. Estaba contemplando los despojos de una ejecución: lo que veía era un cuerpo
desmembrado que ya no me pedía en este mundo más que que le enterrase.
Seguí de rodillas en el suelo, rodeada de sus escasos tesoros...: la biblioteca de arquitectura de mi
padre, un cajón lleno de partituras musicales, una cómoda atestada de una extraña colección de
inventos mágicos. El violín que yo le había regalado cuando tenía tres años estaba abandonado y olvidado
a los pies de la cama; y supe, sin mirarlo, que mi bolsa del dinero estaría intacta en la cómoda de
mi cuarto.
El horripilante gesto del sacrificio infantil me ponía de manifiesto todos los pensamientos
dolorosos que le habían conducido a este último acto de desesperación.
Yo le había dado la vida, pero ahora él había decidido no tomar nada más de mí. Y en el silencio
sepu1cral del cuarto bañado por el sol, sus últimas y mudas palabras me resonaban en los oídos como
el tañer de una campana pasajera.
Olvídame...
Clair

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