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martes, 23 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 5)


5
Tenía cinco años cuando tuvimos el primer enfrentamiento por causa de la máscara. Hasta aquel
terrible atardecer de verano la llevaba siempre con una obediencia ciega, no quitándosela más que
para dormir y sin poner el pie fuera de los límites del dormitorio de la buhardilla sin ella. Era tan
inflexible mi régimen, que el presentarse sin ella le hubiese parecido tan inverosímil como aparecer
demudo... Al menos eso era lo que yo pensaba hasta aquella noche.
Era la tarde de su quinto cumpleaños y yo estaba esperando a Marie para cenar. No la había
invitado pero, con su obstinada buena intención, me había lanzado un ultimátum, insistiendo en que
yo debía celebrar un acontecimiento que hasta ahora había procurado pasar por alto.
-No puedes continuar dejando que pase la ocasión inadvertida -me dijo con una curiosa
determinación que no admitía discusión-. Le traeré un regalo y cenaremos todos juntos de manera
civilizada.
Me pasé el día en la cocina, con la puerta cerrada, procurando mantenerme ocupada para no tener
que recordar la razón de aquella macabra farsa. Era como si hubiese estado preparando comida para el
pueblo entero. Toda una hornada de tartas y pastel fue saliendo de mi horno en una demencial
procesión, pero seguí mezclando y revolviendo en el sofocante y bochornoso calor, como una posesa.
Y mientras trabajaba percibía que Erik: estaba tocando suavemente el piano en la sala. No vino a
importunarme, como hubiese hecho un niño normal, pidiéndome que le dejase chupar la cuchara, o
escamoteándome un pastel con la saludable impaciencia de su edad. Su completa indiferencia ante la
comida era sencillamente otra causa de conflicto entre nosotros.
Finalmente, cuando entré y le dije que subiese a ponerse su traje nuevo, se volvió en el taburete
del piano para mirarme sorprendido.
-No es domingo... ¿Va a venir el padre Mansart a decir misa otra vez?
-No -respondí limpiándome las manos en el delantal y sin mirarle directamente-. Es tu
cumpleaños.
Se quedó contemplándome sin comprender y yo sentí que dentro de mí surgía una irracional
irritación ante la vergonzosa necesidad de explicarle este fenómeno básico.
-El aniversario de tu nacimiento -dije brevemente-. Hoy hace cinco años que naciste y debe
celebrarse el acontecimiento.
-¿Como un réquiem?
Durante un segundo creí que me estaba tomando el pelo, pero los ojos fijos en los míos eran del
todo inocentes y su expresión era de sorpresa.
-No exactamente -dije con dificultad.
-¿Entonces no habrá un Dies Irae? ---advertí la repentina desilusión de su voz-. ¿O un Agnus
Dei?
-No..., pero habrá una cena especial.
Vislumbré cómo decaía su interés y cómo volvía la vista a la partitura con la que había estado
trabajando.
-Y un regalo -me encontré añadiendo súbitamente-. La señorita Perrault te va a traer un regalo,
Erik. Espero que recuerdes tus buenas maneras y que le des las gracias amablemente.
Se volvió a mirarme con curiosidad y, durante un horrible momento, pensé que iba a verme
obligada a explicarle eso también. Pero no dijo nada más, únicamente siguió mirándome abstraído.
-Sube y cámbiate mientras pongo la mesa -le dije precipitadamente.
Mientras sacaba un mantel del cajón me di cuenta de que no había hecho el menor ademán de
moverse.
-Mamá.
-¿Qué te pasa ahora? -pregunté irritada.
-¿Me vas a hacer tú también un regalo?
Extendí el mantel en la mesa con mano temblorosa.
-Claro -repliqué mecánicamente-. ¿Hay algo que quieras en especial?
Se acercó a mí y algo en su tenso silencio me hizo sentirme repentinamente muy preocupada. Tenía
la impresión de que temía mi negativa, así que lo que quisiese iba ser sin duda muy caro.
-¿Puedo tener lo que quiera? -dijo con inseguridad.
-Siempre que sea razonable.
-¿Puedo tener dos?
-¿Por qué ibas a necesitar dos? -pregunté con hastío.
-De manera que pueda guardar uno para cuando el otro esté gastado.
Empecé a relajarme. Esto no parecía muy alarmante..., nada más costoso que una resma de papel de
buena calidad, por lo que parecía. O a lo mejor una caja de caramelos...
-¿Qué es lo que quieres? -pregunté sintiendo repentinamente confianza.
Silencio.
Le observé jugueteando con las servilletas.
-Erik, ya basta de este estúpido juego. Si no me dices lo que quieres en seguida, te quedarás sin
ello.
Dio un salto ante la brusquedad de mi tono, y empezó a retorcer una servilleta entre sus delgados
dedos.
-Quiero..., quiero dos... -se paró y puso las manos sobre la mesa como para tranquilizarse.
-¡Por Dios y todos los santos! --espeté-. ¿Dos qué?
Levantó la vista hacia mí.
-Besos -susurró tímidamente-. Uno ahora y otro para guardar. Me le quedé mirando horrorizada
y, sin previo aviso, rompí a llorar incontroladamente y me dejé caer a la mesa.
-No debes pedir eso -sollocé-. No debes volver a pedir eso, nunca, nunca... ¿Me comprendes,
Erik? ¡Nunca!
Se apartó horrorizado de mi ruidosa congoja y se encaminó hacia la puerta.
-¿Por qué lloras? -tartamudeó.
Yo hice un enorme esfuerzo para controlarme.
-No... estoy llorando -dije con voz entrecortada.
-¡Sí que estás llorando! -gritó con una voz que de repente se había vuelto violenta de rabia-.
Estás llorando y no me vas a dar mi regalo de cumpleaños. Me hiciste pedírtelb..., me hiciste
pedírtelo..., y luego dijiste que no. Bueno, pues no quiero ningún cumpleaños..., no me gustan los
cumpleaños... ¡Los odio!
La puerta se cerró de golpe detrás de él y un momento después oí el portazo arriba.
Yo me senté donde él me había dejado y me puse a mirar fijamente la servilleta que había tirado
al suelo.
Cuando al fin me levanté abatida, fue para ver a Marie avanzar resueltamente por el sendero del
jardín con un paquete bajo el brazo.
Cuando nos sentamos juntas a la mesa, yo estaba muy consiente del sitio vacío.
-¿Dónde está? -preguntó Marie abordando el tema que había estado pendiente entre nosotras
desde su llegada.
-En su cuarto --dije con dureza-. No quiere salir de allí... Le he llamado repetidas veces, pero ya
sabes cómo es. No hay nada que hacer con él cuando le da una de sus rabietas.
Marie miró el paquete que había dejado en el chiffonier.
-¿Sabe que es su cumpleaños?
-¡Claro que lo sabe! --dije enojada.
Tras levantar la tapa de la sopera, empecé a llenarle la taza algo bruscamente, tratando
desesperadamente de recuperar el empeño de hacer algo con decisión, pues eso apartaba mis terribles
pensamientos. Mientras tenía las manos en movimiento, mi mente se mantenía maravillosamente
paralizada y lograba evitar el enfrentarme con mi malvada incapacidad para desempeñar el papel de
madre. Una madre que no era capaz de cobrar el suficiente ánimo para besar a su único hijo; ni
siquiera en el día de su cumpleaños; ni siquiera cuando se lo pedía. La trágica dignidad de su petición
me había acobardado tanto que me seguían temblando las manos. Derramé sopa en el encaje de color
crema del mantel y lo limpié profiriendo un juramento entre dientes.
La puerta de detrás de mí se abrió y me quedé rígida al contemplar como empalidecía la cara de
Marie, que instintivamente se llevaba la mano a la boca. El horror reflejado en sus ojos solamente
duró una fracción de segundo antes de volver a lograr la suficiente compostura como para que le
apareciese en sus flácidos labios una forzada sonrisa.
-Buenas tardes, Erik, querido..., qué bien estás con ese traje nuevo.
Ven y siéntate a mi lado para cenar. Luego abriremos tu regalo.
Cuando me volví y le vi de pie en la puerta abierta, sin la máscara, me pareció que el corazón se
me detenía en el pecho. Había hecho esto por despecho; había hecho esto para castigarme y
humillarme...
-¡Cómo te atreves! --desembuché-. ¡Cómo te atreves a hacer esto, malvado niño!
-Madeleine... -Marie se medio levantó de la silla con una mano extendida hacia mí en un nervioso
ademán de súplica-. Realmente no importa...
-¡Cállate! -espeté-. Este asunto lo voy a tratar sin tu intervención. ¡Erik! Regresa a tu habitación y
ponte la máscara. Si vuelves a hacer esto, te azotaré con un látigo por ello.
Empezó a tiritar y hacer buches con los labios grotescamente deformes como si estuviese a punto
de llorar, pero permanecía allí porfiadamente con los puños de ambas manos cerrados en señal de
desafío.
-No me gusta la máscara -balbució-. Me da calor y me hace daño. Me irrita en algunos sitios.
Entonces pude apreciar esos sitios. Bajo las hundidas órbitas de los ojos, su cara, de piel lívida y
fina como un pergamino, estaba en carne viva por la constante presión de una máscara que
evidentemente le estaba demasiado apretada. Como no le prestaba más atención de la necesaria, no
había advertido cuánto había crecido.
-Vete a tu cuarto -repetí con inseguridad-. Haré una máscara nueva después de cenar y nunca
volverás a bajar sin ella. ¿Me oyes, Erik? ¡Nunca!
-¿Por qué? -preguntó malhumorado-. ¿Por qué he de llevar siempre la máscara? Nadie la lleva.
La ira me nubló la vista como si una nube roja me hubiese pasado ante los ojos; fue una explosión
de furia que hizo añicos mis últimas fibras de autodominio. Me lancé hacia él y me puse a sacudirle
tan salvajemente que le oí rechinar los dientes.
-¡Madeleine! -sollozó Marie impotente-. Madeleine, por amor de Dios...
-¡Quiere saber por qué! -le grité-. ¡Pues lo va a saber..., por Dios, que lo va a saber!
Hinqué las uñas en el fino tejido de su camisa, le saqué a rastras de la habitación y le hice subir
las escaleras hasta llegar ante el único espejo que había en casa.
-¡Mírate! -espeté-. Mírate en el espejo y ve por qué tienes que llevar una máscara. ¡Mírate!
Se quedó contemplando el espejo con tan mudo e incrédulo horror que toda mi furia se
desvaneció, consumiéndose dentro de mí. Y entonces, antes de que yo pudiese impedido, se puso a
grtar y se abalanzó contra el espejo, aporreándolo con los puños cerrados en un alocado frenesí de
terror.
El espejo se hizo pedazos. Los fragmentos salieron en todas las direcciones, c1avándosele en las
muñecas y en los dedos, de manera que de repente empezó a sangrar por múltiples heridas. Pero, a
pesar de todo, seguía gritando y golpeando el espejo roto con las manos ensangrentadas y, cuando yo
traté de impedírselo, me mordió..., me mordió como un animal salvaje enloquecido por el miedo.
En uno de mis brazos cayó una mano. La voz de Marie, extrañamente fría y decidida, me ordenó que
bajase a buscar unas vendas. Cuando volví, había conseguido apartarle de los restos del espejo roto, y
con unas pinzas le estaba sacando las esquirlas de cristal de los dedos. Yo no tuve valor para vedo...
La esperé en la sala, pero no volvió a bajar. Di por hecho que le había metido en la cama y que se
había sentado con él; no me atrevía a subir a ver. Arrastrándome hasta el rincón más apartado del
sofá, pasé el resto de la noche cosiendo sin interrupción una máscara nueva y contemplando
desabridamente la chimenea vacía.
Poco antes del amanecer, cuando Erik se despertó chillando de una pesadilla, Marie apareció en la
habitación con una vela en la mano y cara de agotamiento... y de indignación.
-Está preguntando por ti -dijo con severidad-. Dios sabe por qué, pero es por ti por quien
pregunta. Sube y consuélale.
Estaba de pie ante mí como un ángel vengador, y yo me acobardé ante su aspecto extrañamente
intransigente.
-No puedo -susurré-. ¡No puedo ir a él!
Sin previo aviso se inclinó hacia delante y me propinó una sonora bofetada en la mejilla.
-¡Levántate! -atronó--. ¡Levántate, so mocosa, maleducada y llorona! Toda la vida no han hecho
más que mimarte... tus padres, Charles, yo... Todos dando gusto a Madeleine, a la querida y bonita
Madeleine. Bueno, pues no basta con ser guapa, ¿me oyes, Madeleine? Eso no te dispensa de tus
obligaciones humanas. No te autoriza a envenenar la mente de un niño y a mutilar su alma. ¡Deberían
colgarte por lo que le has hecho desde que nació...deberían quemarte!
Me pegó de nuevo y luego se volvió y, sollozando desesperadamente, se dejó caer en la silla que
había al lado de la chimenea. Y a pesar de lo impresionada que estaba, me encontré recordando el día
en que la había encontrado en el dormitorio del convento de pie en la cama a fin de evitar una enorme
araña que yacía pacíficamente cerca de la puerta.
-Deshazte de ella, pero no le hagas daño -me pidió con mucho ímpetu-. No tiene la culpa de ser
fea.
Yo había tirado un libro a la araña de forma enérgica y despiadada y luego la había aplastado
adecuadamente. Pues Marie se negó después a hablarme durante muchos días...
No podía quitarme esa escena de la mente mientras me arrastraba escaleras arriba con una mano
en la dolorida mejilla. No podía olvidar aquella araña aplastada.
Las maderas del suelo crujían bajo mis pies, cuando oí gritar a E'rik con
renovado terror.
-¿Mama? ¿M ama?.
-Calla -murmuré-. Soy yo, Erik... Cállate, vamos.
Le oí suspirar de alivio al entrar yo en el cuarto. Una manita vendada me buscó a tientas, luego se
dejó caer con cansancio en la colcha.
-No me encuentro bien -se quejó con impaciencia.
-Lo sé -me senté tiesa en el borde de mi cama, pensando en lo pequeño que él resultaba en su
amplitud, qué pequeño y qué indefenso-. Lo siento. Vuelve a dormirte y te sentirás mejor por la
mañana.
Se agarró a la colcha alarmado.
-No quiero dormirme -jadeó-. ¡Si me duermo volverá la cara! ¡ Volverá la cara!
Cerré los ojos y tragué con dificultad el nudo que parecía estarme obstruyendo el paso del aire.
-Erik -dije indecisa..,-, ahora tienes que tratar de olvidar la cara.
-No puedo olvidarla -dijo bajito-. Estaba ahí en el espejo y me asustó. ¿La viste, mamá, la viste
también?
-Erik, la cara no te hará nunca daño.
-¡No quiero que vuelva! -sollozó ruidosamente-. ¡Quiero que la hagas desaparecer para siempre!
Yo respiré hondo y miré la carita cadavérica apoyada contra la almohada. Los ojos
profundamente hundidos en las órbitas me miraban fijamente con desesperación, buscando la
seguridad que únicamente yo le podía dar. y entonces supe que, a pesar de lo rápidamente que se
estaba desarrollando su genialidad, era aún demasiado niño para soportar la realidad de esa carga.
-La máscara hará que desaparezca la cara -le dije lo más suavemente que pude-. Mientras la lleves
puesta, no volverás a ver la cara.
-¿Es la máscara mágica? -preguntó con repentino y apasionado interés.
-Sí -bajé la cabeza para que nuestros ojos dejasen de encontrarse-. Yo la hice mágica para
mantenerte a salvo. La máscara es tu amiga, Erik. Mientras que la lleves puesta, ningún espejo te volverá a mostrar la cara.
Se quedó callado entonces y cuando le enseñé la máscara nueva la aceptó sin replicar y se la puso
rápidamente con sus torpes dedos vendados. Pero, cuando me puse de pie para irme, reaccionó con
pánico y me agarró por el vestido.
-¡No te marches! No me dejes aquí a oscuras.
-No estás a oscuras --dije con paciencia-. Mira, he dejado la vela... Sin embargo, al mirarle me di
cuenta que no hubiese sido diferente si le hubiese dejado cincuenta velas. La oscuridad que temía
estaba en su propia mente y no había en el universo una luz lo suficientemente fuerte como para
sacarle de esa oscuridad.
Con un suspiro de resignación me arrecosté en la cama y empecé a cantar en voz baja, pero, antes
de terminar la primera estrofa, se había quedado dormido.
Las vendas de las manos y las muñecas aparecían blancuzcas y horripilantes a la luz de la vela
cuando le solté la mano de mi falda.
Comprendí que Marie tenía razón.
Física y mentalmente le había dejado marcado para el resto de su vida.
Clair

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