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lunes, 22 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 3-4)


3
Al recordar el pasado, no sé cómo me las hubiese arreglado sin Marie y sin el padre Mansart,
pues bien pronto supe lo frágil y etérea que es la popularidad.
Mi prestigio en el pueblo se evaporó de la noche a la mañana. Nadie se acercaba a mi casa; era
como si me hubiesen pintado una cruz roja en la puerta, tal como se hacía antaño para advertir a los
transeúntes que los que había dentro estaban contaminados por la peste. Incluso en este alegre siglo
nuevo, en que la ciencia hace grandes progresos cada año que pasa, los recelos supersticiosos siguen
imperando en la mayoría de las pequeñas comunidades rurales como Boscherville. Los rumores que
corren tienden a ir exagerándose desproporcionadamente; pero, en este caso, la imaginación y la
malicia se hubiesen visto en un apuro para adornar la espeluznante verdad. Cuando finalmente me
aventuré a ir al pueblo, me encontré con que me rehuían como a un leproso. La gente se daba la
vuelta en otra dirección al ver que me acercaba y, cuando había pasado, era perfectamente consciente
de los codazos que se daban y de las crueles murmuraciones que corrían a mis espaldas. El padre
Mansart me advirtió que no sacase al niño en público y, aunque no lo dijo, yo sabía que era porque
temía por nuestra seguridad.
Marie venía la mayoría de los días, a pesar del disgusto de sus padres y las críticas del pueblo. Se
sobrepuso a su propio horror y a su timidez por mi bien, y me mostró el verdadero significado de la
amistad; yo ahora dependía enteramente de ella en cuanto a compañía y consuelo.
La costosa cuna permanecía medio abandonada en el dormitorio de la buhardilla, donde
rápidamente lo había desterrado, y, por fortuna, la mayor parte del tiempo permanecía silencioso.
Aquel ser no lloraba nunca, a no ser que tuviese hambre, yeso, gracias a Dios, no era muy frecuente.
Era como si un muy arraigado sentido de la propia conservación le impidiese buscar otra forma de
consuelo.
Me imagino que mi desagrado al manejarle se le habría transmitido desde los primeros días y,
por supuesto, me daba tan poca lata en aquellos primeros días que era capaz de apartarle de mi mente
durante muchas horas seguidas. Nunca me acercaba a él a no ser que me viese forzada a ello; nunca le
sonreía ni jugaba con él; daba por hecho que iba a ser un cretino.
Fue Marie quien le colgó un cordel con una hilera de campanillas encima de la cuna por
compasión, y una mañana me hizo subir, contra mi voluntad, y me hizo quedarme ante la puerta
abierta.
-¡Escucha! - dijo.
Oí el conocido y casual retintín de las campanillas, el aislado sonido de un niño, solitario y
desatendido, divirtiéndose, que yo ya había oído tantas veces, y del que yo me apartaba ahora con
precipitado sentido de culpabilidad.
-Tengo un bollo en el horno -me quejé inquieta-, y se me va a quemar.
-¡Déjalo! - dijo bastante bruscamente-. Quiero que oigas una cosa... ¡Escucha!
Sorprendida por su tono, hice lo que me pedía y, al escuchar, me di cuenta de que las campanas
no estaban tocadas al azar, sino deliberadamente, siguiendo un compás que se repetía y formaba una
breve frase.
Tenía que ser una coincidencia, un fenómeno casual, pero incluso al decirme a mí misma esto, la
frase cambiaba, se transformaba y desembocaba en un nuevo compás que se repetía, sin variación,
varias veces.
-Este no es un niño corriente - dijo Marie quedamente-. ¿Cuánto tiempo más crees que vas a
poder tenerlo encerrado aquí arriba tratando de hacer como que no existe?
Me di la vuelta y me precipité escaleras abajo, cerrando la puerta de la cocina de un portazo, para
no oír el sonido de las campanillas que parecía haberme seguido.
No me había permitido pensar más allá de la posibilidad de que iba a tener que cuidar a un animal
descerebrado. Mi hijo era un monstruo horrendo y, de alguna manera, la idea de que fuese
excepcional de alguna otra manera me llenaba de terror. Si Marie estaba en lo cierto, sabía que mi
situación iba a empeorar.
No iba a ser posible ignorar la mente que rápidamente se estaba desarrollando detrás de la
pequeña máscara de cabritilla blanca.
Una noche, unos seis meses después de su nacimiento, hubo una terrible tormenta. El viento hacía
crujir los cristales de los ventanales y bramaba por la chimenea, haciendo que el fuego oscilase y
soltase humo. La lluvia caía a cántaros sobre el tejado, los truenos retumbaban en lo alto y cada
relámpago iluminaba toda la habitación durante una partícula de segundo.
Yo odiaba estar sola durante una tormenta. Busqué a Sacha, a quien también le aterrorizaban los
truenos y que, por razones obvias, debería estar ya refugiándose bajo mis faldas, pero no estaba allí.
La puerta que daba al vestíbulo estaba entreabierta y di por hecho que habría subido a esconderse bajo
la cama.
Pero de repente oí un gran golpe que provenía del dormitorio de la buhardilla, era el sonido de
algo pesado que caía al suelo, y subí corriendo alarmada.
Desde la puerta del cuarto de Erik vi la cuna vacía volcada de lado en el suelo..., y en el centro de
la habitación, a cierta distancia, la voluminosa perra parecía estar atacando un pequeño envoltorio
blanco.
-¡Para, Sacha! -grité-. ¡Déjalo! ¡Sacha! ¡Sacha!
Ante mi sorpresa y alivio, la perra acudió obedientemente a mi lado y se sentó, meneando de acá para
allá la peluda cola por las desnudas maderas del suelo.
Apenas me atrevía a mirar al pequeño envoltorio que aún yacía en el suelo. Si la perra lo hubiese
tomado por una rata lo habría comprendido perfectamente...
Cuando estaba cobrando ánimos para recogerlo, me di cuenta, sobre saltada, que no era necesario.
¡ Venía hacia mí!
Empecé a retroceder instintivamente hacia el rellano, pero me sentía incapaz de apartar los ojos
del movimiento penoso, decidido, reptante con el que trataba de cruzar el cuarto. Y después, con igual
horror, advertí que no venía hacia mí, sino hacia el perro.
Sacha le observaba cautelosamente, con la cabeza ladeada, y las orejas alerta, con curiosidad.
Cuando le agarró una pata con sus dedos, que eran como garfios, la perra gruñó a pleno pulmón, pero
no enseñó los dientes.
Yo me encontré clavada en el sitio, incapaz de movernle para evitar este sucedido, y contemplé,
con congelada fascinación, cómo se incorporaba hasta sentarse, apalancándose con el pelo del can, y
cómo extendía una mano para buscar con inseguridad la cara de la perra.
-¡Sacha! -dijo muy despacito y con claridad-. ¡Sacha!
Me agarré a la barandilla para sostenerme. ¡Esto lo debía de estar soñando!
-¡Sacha! ¡Sacha! ¡Sacha! -repetía ininterrumpidamente.
La perra le metió el hocico en la carita cubierta por la máscara, y yo oí el golpe seco de la cabeza
al chocar contra el suelo desnudo por haber perdido el equilibrio. Grité con fuerza, pero seguía sin
poderme mover.
Entonces vi a la perra acariciarle suavemente con la pata y luego, por primera vez, le oí reír.
Tres meses después ya andaba y me remedaba las palabras como una maldita ave de imitación.
Para entonces resultaba imposible ignorar su presencia; su voz y sus entrometidas manos parecían
estar en todas partes, y el único respiro que yo tenía era en las pocas horas en que se metía en el cesto
de Sacha y se dormía enroscado a su lado. Me llamaba mamá (Dios sabe por qué, pues yo por
supuesto que no se lo había enseñado); pero mucho me temo que en aquellos primeros tiempos creía
que la perra era su madre. Ésta parecía haberle cogido cariño y le trataba con el áspero afecto que
hubiese demostrado a un cachorro grande. Marie me dijo que no debía consentirlo; dijo que no estaba
bien, que le estaba educando como para que pensase que era un animal.
-Le mantiene tranquilo durante unas horas -respondí aburrida-. ¡Si crees que tú lo harías mejor,
puedes llevártelo a casa con tu madre!
¡Ése fue el final de aquella conversación!
Yo traté por todos los medios de resignarme a la situación, pues aunque era incapaz de expresar el
menor afecto físico, estaba decidida a tener la satisfacción de educarle.
Su desarrollo anormalmente rápido no mostraba el menor indicio de moderar su marcha. Para
cuando tenía cuatro años ya leía la Biblia con enorme claridad y dominaba ciertos ejercicios en el
violín y en el piano que yo ni había intentado ejecutar antes de mi octavo año. Trepaba como un
mono y no había nada que yo pudiese colocar fuera del alcance de sus decididas manos. Desmontaba
mis relojes repetidamente y agarraba las más tremendas rabietas por no ser capaz de volverlos a
armar. No soportaba el verse vencido por objetos inanimados.
Pronto empecé a estar algo asustada de sus pavorosos progresos. Yo había recibido una educación
especialmente esmerada para una chica... Mi padre en persona me había enseñado la suficiente
geometría como para comprender la ciencia en la que se basa toda la arquitectura. Pero empezaba a
ver que Erik estaría muy pronto por encima de mí. Las cifras le fascinaban y, a partir de los principios
básicos que yo le enseñé, él ideaba cálculos que yo no podía seguir, por muy pacientemente que me
los explicase. Había descubierto la biblioteca de arquitectura de mi padre y se pasaba muchas horas
absorto estudiando los dibujos de Laugier y el abate Cordemoy, de Blondel y Durand. Y dibujaba sin
parar, obsesivamente, sobre cualquier superficie que encontrase. Si no le proporcionaba papel
continuamente, me encontraba sus dibujos en las solapas de los libros de mi padre, en el revés de sus
planos..., incluso en el papel de la pared lateral de la escalera.
Cuando me desaparecieron unas tijeras de mi caja de costura no lo di importancia hasta que
encontré un complicado castillo amorosamente grabado en la superficie barnizada de la mesa de
caoba del comedor. Esas tijeras cometieron una increíble cantidad de bellos estropicio s y, aunque
puse la casa patas arriba y le pegué despiadadamente al montar en cólera, no pude descubrir nunca
dónde las había escondido.
Pero tenía algunos misteriosos e inexplicables vacíos. Parecía incapaz de distinguir entre el mal y
el bien y, a pesar de que era capaz de dibujar como un consumado artista, no sabía -¡O no quería!-
escribir. Si le ponía una pluma en la mano y le decía que copiase un avemaría, se volvía torpe al
momento, tan torpe y estúpido en tan fácil tarea como el niño más retrasado. No conseguía someterle
pegándole, aunque me avergüenzo de admitir que traté con frecuencia de conseguirlo. Tenía una
voluntad de hierro, que yo no era capaz de doblegar, y un impresionante mal genio que con frecuencia
me hacía volverme violenta. El cansancio, y el temor de lesionarle seriamente, me indujo a reservar la
caligrafía como castigo del que podía verse liberado si se portaba bien.
Pero la música era la piedra angular de su extraordinario genio. La música le brotaba como de un
pozo sin fondo que tenía dentro y que manaba como una fuente continua a través de la punta de sus
dedos, convirtiendo en instrumento virtualmente todo objeto que caía en sus creadoras manos. No
podía estar sentado a la mesa sin marcar inconscientemente el ritmo con los talones contra la parte
trasera de la silla o sin golpear acompasadamente el plato con el cuchillo. Un cachete le detenía de
momento, pero al cabo de un minuto los ojos se le vidriaban al caer de nuevo en su secreto mundo
interior de sonidos. En los primeros tiempos, cuando yo cantaba las viejas arias operísticas para pasar
las horas de soledad, él dejaba lo que estuviese haciendo para venir a sentarse alIado del piano en un
silencio admirativo. Poco antes de cumplir los cinco años ya le permitía que tocase el
acompañamiento, y si yo fallaba en el dominio de una tonalidad difícil, él dejaba de tocar, señalaba la
nota errónea y la cantaba perfectamente entonada con la intimidante y vertiginosa pureza de su
impecable registro.
Hacía que, en comparación, Mozart pareciese un aburrido empollón. Pero siempre que estaba
sentado componiendo estribillos obsesionantes, o tocando el piano con una destreza muy superior a
sus años, yo sabía que su mente, increíblemente fecunda, estaba maquinando alguna nueva y pavorosa
trastada, fuera del alcance de mi imaginación.
4
-¿Dónde vas, mamá?
Interrumpí el acto de abrocharme la capa y me volví, encontrándome con que estaba de pie en el
umbral de la puerta.
-Sabes perfectamente bien dónde voy todos los domingos, Erik. Voy a misa con la señorita
Perrault, y tú tienes que quedarte aquí hasta que yo vuelva.
Rodeó con los dedos el manubrio de la puerta.
-¿Por qué he de quedarme siempre aquí? -preguntó de súbito--. ¿Porqué no puedo ir contigo y
escuchar el órgano y el coro?
-¡Porque no puedes! -dije secamente. Empezaba a desear que el padre Mansart no hubiese
hablado nunca a Erik del órgano y del coro, pues yo no había tenido tranquilidad desde su visita de la
semana anterior-. Tienes que permanecer aquí, donde estarás a salvo -añadí.
-¿A salvo de qué? -me desafió inesperadamente.
-A salvo de... de..., bueno, deja de hacer todas estas preguntas tontas, ¿me oyes? Sencillamente haz lo
que se te dice y quédate aquí. No tardaré mucho.
Salí rápidamente, empujándole por delante con una mano enguantada y cerrando con llave la
puerta de mi dormitorio, como hacía siempre que le dejaba solo. Era el único cuarto de la casa en que
había un espejo y le estaba prohibido entrar en él; pero no me fiaba de que obedeciese una vez que yo
hubiese desaparecido de su vista. Era insaciablemente cunoso.
Me siguió al bajar yo las escaleras y se sentó con tristeza en el último escalón, observándome a
través de la máscara.
-¿Cómo es el pueblo? -preguntó pensativamente-. ¿Es la iglesia muy bonita?
-No -mentí con precipitación-. Es muy vulgar, en realidad'bastante fea. No te interesaría en
absoluto. Y el pueblo está lleno de gentes que se rían muy poco amables y que te asustarían.
-¿Puedo ir contigo si te prometo no asustarme? -¡No!
Le di la espalda para ocultar mi alarma. Hasta entonces esa amenaza siempre le había callado. Me
inquietó constatar que su obsesivo amor por la música era ahora lo suficientemente fuerte como para
vencer un temor que yo había fomentado continuamente desde la edad en que había empezado a
hablar. Mi instinto era protegerle de un mundo que inevitablemente trataría de hacerle daño. Incluso
Marie y el padre Mansart estaban de acuerdo en que debía mantenerle apartado de la gente, y el total
aislamiento parecía ser la única respuesta a mi dilema.
Yo sabía que la ignorancia y la superstición le destruirían. A pesar de que había tenido mucho
cuidado de no exhibirle, me rompían los cristales a intervalos regulares, y por debajo de la puerta me
habían metido más de una carta insultante aconsejándome que me marchase de Boscherville y me
llevase al "monstruo" conmigo. Requería mucho valor por mi parte el enfrentarme todos los
domingos con el horrible y hostil silencio de los feligreses, el sentarme en el banco con Marie y
mantener la cabeza erguida, haciendo como que no notaba la ruin hostilidad que me rodeaba. Nadie
quería que estuviese allí, pero mi presencia era una señal de mi desafío, un símbolo de mi negativa a
marcharme de mi hogar y a sentirme acosada de pueblo en pueblo.
Era también mi única escapada de una casa que cada vez se me asemejaba más a una cárcel. Mi
casa -aquella casa tan primorosa y bonita de la que yo había estado tan orgullosa- ahora ya no era para
mí más que un calabozo de la Bastilla. Al volver de misa, el empezar a avistar sus muros cubiertos de
hiedra era lo suficiente como para hacer que se me volcase el corazón; sin embargo, la idea del niño
tras de las puertas cuidadosamente cerradas con llave, esperando paciente y confiadamente mi vuelta,
siempre me forzaba a apretar el paso por el camino del jardín. Últimamente, al acercarme, había
vislumbrado la máscara blanca apretada contra la ventana del dormitorio de la buhardilla y yo
percibía su creciente preocupación de que un día yo fuese a salir de casa y no volver.
-¡No te sientes en las escaleras! -dije con temeridad-. Vete a estudiar tu texto de hoy y luego
cópialo.
-No quiero.
-¡No me interesa lo que quieres o no quieres! --contesté friamente-. Espero encontrarlo terminado
para cuando vuelva.
Se quedó callado mientras yo cogía mi portamonedas, y luego, de repente, anunció con decisión:
-No pienso estudiarme el texto. Lo voy a hacer desaparecer de manera que no lo puedas
encontrar..., como las tijeras. Si quiero, puedo hacer desaparecer cualquier cosa, mamá... ¡Incluso una
casa!
Bajó las escaleras de un salto y entró en la sala después de pasarme corriendo, como si esperase
que le fuese a pegar y, cuando se hubo ido, me apoyé en la pared, temblando de inquietud. Traté de
convencerme de que no se trataba más que de una estúpida amenaza infantil, desprovista de toda
implicación que no fuese una inútil protesta. Pero no podía dejar de temblar y me encontré incapaz de
salir por la puerta. Tenía miedo de irme entonces, miedo de dejarle a sus extrañas estratagemas, tan
poco infantiles. ¡No me atrevía a pensar por qué horribles medios podría llegar a hacer desaparecer la
casa!
Cuando hube recuperado mi compostura, me quité la capa y entré en el salón. Le encontré
sentado en la alfombra ante el fuego con Sacha, mirando fijamente las parpadeantes llamas de la
chimenea.
-He decidido no ir a misa hoy -le dije con poca seguridad. Se volvió para mirarme y aplaudió con
indisimulada satisfacción.
-Sabía que lo decidirías -dijo, y se echó a reír.
Yo había sido su carcelero; ahora él era el mío. Me sentía como si me hubiesen encerrado en un
sepulcro para servir al cadáver de un faraón niño en su vida de después de la muerte y sentía un agudo
resentimiento por el cautiverio a que me había sometido. Amor, odio, piedad y miedo giraban en
tomo mío como cuervos carroñeros, haciéndome saltar alocadamente desde la cima de una emoción a
otra, hasta que apenas me reconocía ya cuando me miraba en el solitario espejo que decoraba mi
cuarto. Estaba delgada y ojerosa, con una expresión salvaje en los ojos, y aunque conservaba los
rasgos de mi belleza, representaba diez o quince años más que mis veintitrés abriles. Era como si toda
la severidad y la crueldad que me sentía impulsada a demostrarle se fuese grabando, arruga tras
arruga, en mi rostro como inexorable testimonio del interminable círculo de violencia que caracterizaba
nuestra vida en común.
Fue durante ese año cuando empezó a explorar el misterioso poder de su voz. A veces, sin que yo
apenas lo notara, se ponía a cantar suavemente, y la hipnótica dulzura me incitaba a apartarme de mis
tareas y me atraía hacia él como una cadena invisible. Era un juego que practicaba y que yo llegué a
temer más que cualquier otra manifestación de su extraño genio. Recogí las partituras de las óperas
que habíamos estudiado juntos y me negué a enseñarle nada más, pues había comenzado a tener
miedo de la forma en que su voz me estaba manipulando. Parecía perverso de alguna manera, casi...
incestuoso.
El padre Mansart venía ahora regularmente a celebrar misa en mi sala y ahorrarme así la penosa
experiencia de aparecer en la iglesia todos los domingos. Y la primera vez que oyó cantar al niño, vi
que se le llenaban los ojos de lágrimas.
-Si no fuese una blasfemia pensar semejante cosa -susurró despacio-, yo diría que había oído la
voz de Dios aquí en esta habitación.
En el tenso y resonante silencio que se hizo, oí mis propios latidos retumbarme estrepitosamente
en el pecho. Vi entonces los ojos de detrás de la máscara cruzarse con los míos, y su mirada era
triunfante, en cierto sentido imperiosa. Lo había oído y, lo que era peor, lo había comprendido. Yo no
osaba pensar en lo que podía empezar a urdir a partir de ese conocimiento.
Me puse a temblar cuando el padre Mansart le hizo una seña para que se acercase y le dijo
solemnemente que poseía un don raro y maravilloso. A mí me apetecía gritar, pero me quedé callada.
Sabía que el daño ya estaba hecho.
Se dirigieron juntos hacia el piano, con la mano del sacerdote apoyada en el hombro huesudo del
niño.
-Erik, me gustaría oírte cantar el Kyrie. Me parece que sabes el texto.
-Sí, padre.
Qué dócil resultaba, qué inocente y vulnerable parecía de pie al lado del robusto sacerdote. Hubo un
momento en que dudé de mis propios sentidos; me preguntaba si no estaría fomentando las fantasías
de mi mente enferma como consecuencia de mi soledad carcelaria.
¿Por qué había llegado yo a temer la extraordinaria y campanil pureza de su infantil voz de tiple?
-Kyrie eleison... Christe eleison.
Señor, ten piedad de nosotros... Cristo, ten piedad de nosotros.
Tres veces cantó las invocaciones al cielo y con cada frase mi voluntad disminuía ante una oleada
de deseo morboso que me incitaba a estirar la mano y tocarle. No sé qué éxtasis espiritual sacaría el
padre Mansart de aquellas estrmecedoras notas, pues mi reacción fue entera e inequívocamente física.
Las palabras eran para Dios; pero la voz, la exquisita e irresistible voz, era para mí y me atraía
como un imán en algún lugar profundo y no visible de mi cuerpo.
Antes de que la frase siguiente se insinuase, yo ya había cerrado de golpe la tapa del piano con
una violencia que a punto estuvo de cogerle los dedos al sacerdote. El repentino y aterrador silencio
no se vio interrumpido más que por mis histéricos sollozos. El padre Mansart me miró estupefacto,
pero en los ojos de Erik percibí miedo y una gran tristeza.
-Estás nerviosísima -dijo el sacerdote enérgicamente, al empujarme hacia una silla-. Es
comprensible. La belleza, cuando es una gran belleza, la perciben a veces los sentidos humanos como
un dolor.
Me estremecí.
-No debe volver a cantar, padre... No lo permitiré.
-Mi querida hija, no puedo creer que pretendas eso. El prohibir que se exprese semejante don sería
ciertamente despiadado.
Me incorporé en la silla, mirando por encima del sacerdote al niño, que ahora lloraba
silenciosamente junto al piano.
-Su voz es un pecado -dije con severidad-. Un pecado mortal. Ninguna mujer que la escuche
podrá estar en estado de gracia.
Mientras el padre Mansart se apartaba de mí horrorizado, una de sus manos se dirigió
instintivamente hacia su crucifijo, mientras que con la otra hizo un gesto a Erik para que saliese de la
habitación. Cuando nos quedamos solos, me dirigió la vista con una extraña mezcla de piedad y
aversión. -Creo que has estado demasiado sola con tu carga -dijo tranquilamente.
Me mordí el labio y aparté la mirada de él. -Usted cree que estoy loca.
-De ninguna manera -replicó precipitadamente-, pero sí es cierto que podría parecer que tu mente se
ha visto afectada por la tensión a que te somete tu soledad. Sea lo que sea, lo que crees oír no es más
que la voz de tu propia confusión. Debes tratar de recordar que no es más que un niño pequeño.
Me levanté y me dirigí hacia el escritorio que había en una esquina de la habitación. Una cascada
de papeles se desbordó cuando abrí la tapa de cristal, y del montón que había a mis pies cogí unas
cuantas partituras de música y algunos dibujos arquitectónicos y se los metí en la mano al cura.
-¿Es éste el trabajo de un niño? -pregunté con frialdad.
Llevó los papeles a la luz y los examinó cuidadosamente.
-No hubiese creído posible que un niño de su edad fuese capaz de copiar con tan sorprendente
precisión -dijo al cabo de un momento. -No son copias -dije lentamente-. Son originales.
Se volvió para protestar, pero mi expresión le redujo al silencio. Dejando los papeles en la mesa, se
sentó en una silla y se me quedó mirando atemorizado, mientras yo permanecía ciñéndome los brazos
con las manos cerradas, temblando.
-Me asusta -dije en voz baja-. Es demasiado, demasiado pronto...no es natural. No puedo creer
que sea un don del cielo.
El sacerdote sacudió la cabeza con preocupación.
-La duda es un instrumento del demonio, Madeleine. Tienes que cerrar la mente a ello y pedir a
Dios que te dé la fuerza necesaria para guiar el alma del niño hacia Dios.
Al inclinarse para cogerme la mano me di cuenta de que estaba temblando...
-He sido un poco negligente en mis visitas -dijo acaloradamente-, voy a venir siempre que mis
deberes me lo permitan para instruirle en la doctrina de nuestra Iglesia. Hay que enseñarle al chico
muy deprisa a aceptar la voluntad de Dios sin la menor duda... Es extremadamente importante que a
los genios de esta talla no se les permita apartarse de las enseñanzas de nuestro Señor.
No dije nada. El profundo malestar del sacerdote no era más que un despiadado eco de mi
creciente certeza de que las fuerzas del mal se iban cerrando poco a poco en tomo a mi desdichado
hijo.
Yo sentía una desesperada necesidad de la dirección de la Iglesia, pero la interna luz de la
convicción ya no estaba allí. Cuanto más rezaba, menos esperanza tenía de ser escuchada. Mi
crucifijo no era más que un pedazo de madera ingeniosamente tallado; mi rosario era tan sólo un
engarzado de cuentas sin sentido. Mi fe se había debilitado hasta el punto de permitirme a mímisma
ser seducida por una misa cuya belleza obedecía a la forma vergonzosamente sensual en que era
interpretada. Me había hundido en un grado de maldad que no me atrevía ni a confesar.
-Dígame qué debo hacer -dije desesperada-. Muéstreme cómo debo actuar para apartarle del mal.
El fuego se había ido transformando en cenizas mientras hablamos hasta bien entrada la noche,
con el sacerdote previniéndome muy seriamente contra cualquier intento de entorpecer el desarrollo
del singular talento de Erik.
-Un volcán debe tener su escape natural -dijo misteriosamente-. No se le debe dirigir hacia sí
mismo. Si te parece que ya no puedes educar su voz, entonces debes permitirme que lo haga yo.
Déjame que le instruya como a cualquier cantante de mi coro. Le impregnaré de la música,de Dios y
de los caminos del Señor y con el tiempo el cielo no te proporcionará más que placer al oír su voz.
Me quedé mirando los tristes y grises restos del fuego apagado. ¿Cómo iba a decide que era el placer
lo que yo temía?

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