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martes, 23 de octubre de 2012

Fantasma - Susan Kay (CAPÍTULO 6)


6
Yo confié enteramente al padre Mansart la prudente dirección del alma y del intelecto de Erik.
Cuando sugirió que se enviasen ejemplos de los dibujos del niño a la escuela de Bellas Artes de París,
no proferí ni una palabra de protesta. Yo sabía que él tenía allí un viejo conocido, un amigo que había
estudiado con él en el Lycée Henri-Quatre y que ahora daba clases de arquitectura. Si se le podía
persuadir al profesor Guizot de que se interesase por mi hijo, yo estaba dispuesta a aceptar los
consejos y la ayuda que quisiese dispensarme. Erik estaba dando pruebas de aburrimiento, y cuando
estaba aburrido se comportaba insoportablemente mal y era propenso a cometer peligrosas travesuras.
No se le podía enviar a un colegio y yo tenía pocas posibilidades de contratar a un preceptor adecuado
para sus extraordinarias necesidades. El profesor Guizot parecía ser mi única esperanza para
mantenerme cuerda, y esperaba su visita con un creciente grado de desesperación.
No se apresuró a acudir a Boscherville y, cuando finalmente llegó, advertí que estaba sumamente
escéptico. Como el padre Mansart, era de bien avanzada mediana edad, era grueso y algo pomposo en
su proceder. A pesar de su estudiada cortesía, era del todo evidente que consideraba que le habían
arrancado de París para una empresa desatinada. Creo que fue tan sólo porque se sintió obligado hacia
un compañero de colegio por lo que vino, pero parecía estar decidido a considerar la ocasión como
una pequeña vacación. Parecía estar más interesado en hablar de las posibilidades de la caza del pato
en el vecino pueblo de Duclair, y fue la creciente desesperación lo que finalmente me indujo a
sugerirle, y lo hice con bastante énfasis, que quizá quisiese hablar con Erik.
-Ah, sí -observó filtrándosele en la voz una repentina e inconfundible frialdad-, el niño prodigio.
Por supuesto, hágale pasar, señora. Estoy seguro de que no necesitaré entretenerle demasiado.
Me miró con una expresión de indisimulada sorpresa y yo nóté que me ruborizaba bajo su mirada.
Cuando Erik entró en el cuarto advertí la circunspecta sorpresa del profesor al ver la máscara, pero no
hizo ningún comentario. Le estrechó la mano al chico y esperó pacientemente a que se subiese a una
silla de la mesa del comedor, antes de ponerle una hoja de papel delante y pedirle que nombrase lo
que veía.
-Es un arco --dijo Erik cortésmente-. Un arco carpanel.
-Está bien -yo percibí una ligera sorpresa en la voz del profesor- Quizá pudieses señal arme la
clave.
Erik señaló.
-¿El estribo y el salmer?
Erik señaló de nuevo y yo vi al profesor fruncir el ceño.
-La gravedad, la envergadura, el riñón y la corona -espetó en tono muy brusco y en rápida
sucesión-. Las dovelas..., los estrados.
El dedo de Erik se movía infaliblemente por el papel y yo le oí emitir un leve suspiro de
aburrimiento ante este tedioso y aparentemente inútil ejercicio.
El profesor sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente moteada de sudor y, de repente, parecía estar
incómodamente acalorado.
-¿Qué es la línea de imposta? -preguntó con gran brusquedad.
-El nivel al que un arco sale de sus soportes-replicó Erik con calma.
El profesor se sentó inesperadamente y se quedó mirando al niño.
-Dibújame diez tipos diferentes de arcos y nómbralos --ordenó. Erik me dirigió una mirada de
impaciencia. Yo sabía que se sentía insultado por la sencillez de la tarea; mas, como yo le miré
frenética, cogió la regla y empezó a dibujar obedeciendo con rapidez.
Entonces yo me retiré del cuarto y les dejé solos. Tres horas después, cuando el profesor se reunió
conmigo en la sala, estaba en mangas de camisa. Se había desmelenado y tenía aspecto agotado; ya no
era para nada el mundano y arrogante caballero que había entrado en mi casa con tanto aplomo poco
después del mediodía.
-Señora -me dijo solemnemente-, debo agradecerle el hacerme posible la más extraordinaria
experiencia de toda mi carrera docente.
Tuve la elegancia de permanecer en silencio, pues me pareció que tenía algo delicado que decir y
que no era un hombre al que le resultase fácil pedir excusas cortésmente.
-Debo confesar que vine hoy aquí totalmente convencido de que iba a poner en evidencia un
engaño inteligente -admitió con incomodidad-. Cuando recibí esos dibujos en París mi primera idea
fue que mi viejo amigo era víctima de un abuso de confianza. Mucho me temo que sospeché que
usted, señora, se estaba aprovechando de un ser amable, y excesivamente crédulo, para sus propios
fines espurios.
Le miré fijamente sin hacer ningún comentario, y él extendió sus grandes manos en un gesto a la
vez de derrota y de admiración.
-¿ Qué puedo decide, señora? Usted debe de estar perfectamente consciente de que a la
precocidad de su hijo le falta poco para ser preternatural.
Junté las manos con alivio.
-¿Entonces usted admite que es un genio?
Sacudió la cabeza lentamente.
-El genio es un atributo humano. Lo que yo he contemplado hoy no puede explicarse con ninguna
palabra que yo conozca. Su aptitud está fuera de lo que uno puede concebir. Señora, me resultaría
extraordinariamente difícil el resistirme a moldear un talento tan ilimitado.
Cerré los ojos brevemente, con la sensación de que me habían quitado un gran peso de encima. El
profesor se quedó callado durante un momento, manoseando la chaqueta que llevaba al brazo y, de
repente, me volviótoda la inquietud.
-Tengo entendido, por la carta del padre Mansart, que existe una seria deformidad física que
imposibilita la asistencia del chico a cualquiera de los habituales centros educativos superiores.
-Así es --dije con voz débil, consciente de que se me había empezado a encoger el corazón.
-Excúseme, señora; pero ¿sería inconveniente preguntar...?
-La máscara -me mordí el labio--. Usted quiere saber el motivo de la máscara.
-He de admitir que me resulta algo excéntrico, incluso perturbador. En este siglo de comprensión
uno no se espera encontrar a un niño encarcelado de semejante forma. No parece posible que un
accidente de nacimiento, por muy grave que sea, pueda justificar una medida tan primitiva.
Levanté la cabeza de golpe ante aquella crítica fruto de la ignorancia.
-¿Desea usted verlo? -pregunté con frialdad-. ¿Está usted en disposición de no demostrar ninguna
aversión..., ningún temor que pudiese afligirle?
Sonrió levemente.
-Creo que usted encontrará que soy un hombre de mundo --declaró con despectiva seguridad.
-¿ Y no permitirá que lo que vea influya en su anterior juicio?
Ahora se sentía claramente insultado.
-¡Señora, no vivimos en el siglo XVI! Estamos en una época de juicios empíricos y racionales.
-Eso es lo que usted cree -dije.
Encogiéndome de hombros me dirigí a la puerta, llamé a Erik para que viniese a la habitación y le
quité la máscara.
Debo admitir que el profesor Guizot estuvo a la altura de sus palabras. Perdió el intenso color de
vino de Oporto al írsele la sangre de las fofas mejillas, que se le quedaron grises y fláccidas; pero no
traicionó ni con un parpadeo, ni con un movimiento de sus lívidos labios, lo que debió de sentir
cuando vio el cadavérico rostro del chico.
Cuando volvimos a estar solos le señalé la silla de al lado de la chimenea.
-Puede sentarse, por favor, señor.
-Gracias -se dejó caer al lado del fuego, colocándose la chaqueta sobre las rodillas con un furtivo
ademán que delataba la crispación de sus nervios-. ¿Podría molestarla pidiéndole un vaso de agua? -
dijo con voz ronca.
Le traje coñac en vez de agua y lo aceptó sin la menor objeción, tragándose el generoso líquido
marrón con alivio antes de dejar el vaso, con mano temblorosa, en la mesa redonda que había a su
lado.
-Creo que admitirá la necesidad de una máscara -dije con tranquilidad.
-Sí ---contestó en un tono que denotaba una profunda turbación-, mucho me temo que sí.
-¿ Y entonces? -seguí inexorablemente.
Miró con pesar el vaso de coñac vacío, pero no le ofrecí más; en mi interior se estaba empezando
a formar un terrible sentimiento de temor y de ira.
-Había tenido la intención, si usted estaba de acuerdo, de llevarme al chico a mi propia casa,
donde podría instruirle en mis ratos libres y hacer los arreglos necesarios para que pasase su
baccalauréat. Pero ahora veo que semejante arreglo no sería posible. Mi mujer, comprende usted, es
nerviosa, y tenemos vecinos curiosos...; no, me temo que es del todo impensable. Debo tener en
cuenta mi posición en la sociedad.
Cerré los puños.
-No le va a dar clases.
-Señora... -protestó indeciso.
-¡Lo sabía! ¡Sabía que se negaría una vez que lo hubiese visto!
-Señora, le suplico que sea razonable. Este niño...
-¡Es un fenómeno monstruoso!
-Yo no he dicho eso -replicó con dignidad-, y debo rogarle que no ponga en boca mía palabras
que no he dicho. Tengo la intención de enseñarle, se lo aseguro, pero eso no podría ser en París,
donde estoy tan a la vista del público.
-¿Entonces, cómo? -susurré.
Se levantó de la silla y me colocó una mano en el brazo de forma paternal.
-No considero que vaya a necesitar la constante supervisión que requieren la mayoría de los
estudiantes. Será cuestión de proporcionarle una orientación y un estímulo. Este caso es un reto,
señora, una prueba para mi capacidad profesional. Puede usted tener la absoluta seguridad de que
estableceré una forma de estudio del todo idónea para las especiales circunstancias en que nos
encontramos.
Sentí lágrimas de gratitud agolpárseme en los ojos y me volví rápidamente antes de que
empezasen a brotar.
-Es usted muy bondadoso -murmuré.
-Querida señora -suspiró-, no soy bondadoso...; es que estoy fascinado.
Fue una ventaja el haberme quedado en una posición económica desahogada a la muerte de
Charles, pues de lo contrario el coste de la tan privilegiada educación de Erik me habría dejado
reducida a la miseria. Me vi obligada a alquilar la casa de Ruán de mi padre a fin de adquirirle el
material que precisaba para sus estudios, pues no le escatimé la única felicidad que yo era capaz de
proporcionarle. El padre Mansart puso en todas las habitaciones de la casa estanterías y, mes tras mes,
iban llegando ininterrumpidamente de París los oscuros y pesados tomos -algunos ediciones raras -
acompañados de instrucciones y notas de conferencias del profesor. Él mismo venía a intervalos
regulares para pasar el día entero con su aplicado discípulo.
-Llegará el día en que este chico asombre al mundo -me dijo con un entusiasmo apenas
disimulado.
Cuando me habló del Grand Prix de Rome y de su empeño en que Erik fuese la persona más
joven que jamás se había presentado a tan codiciado galardón, yo no hice el menor comentario.
Tampoco enmendé al chico cuando me habló de los cinco años que esperaba pasar estudiando
arquitectura en la Villa Medid como pensionnaire de la Academia Francesa. Ni yo ni el profesor
estábamos dispuestos a confesamos que los castillos en el aire serían lo único que Erik jamás tendría
la oportunidad de construir. Como dos avestruces ocultábamos nuestras respectivas cabezas bajo el
ala y nos negábamos a enfrentamos con la sombría realidad.
Yo no me atrevía ni a pensar en la vida que le esperaba a Erik, más allá I de la protección de mi
puerta, en un mundo en el que no habría más propósito que mofarse de su aspecto grotesco. Yo no me
atrevía ni a empezar a prever el futuro.
Pero no podía negarle sus sueños.
Incluso entonces me daba cuenta de que los sueños eran lo único que jamás podría poseer.
Clair

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